miércoles, 11 de mayo de 2016

Chile: Luz que agoniza


Relegada a funciones protocolares y actividades menores, la presidenta Michelle Bachelet vive la decadencia irremediable de su segundo gobierno. Es el destino de los liderazgos artificiales que se fabrican con técnicas de marketing y mucho dinero. La caudalosa publicidad, muchas veces asesorada por expertos internacionales, sirve de conexión del mercado con la política. Esta rama del mercantilismo se especializa en “vender” imágenes que pocas veces corresponden a la realidad. Sin embargo, llega un momento en que el arte de gobernar pone a prueba la capacidad del producto.

En el caso de la presidenta Bachelet, no obstante, ella misma está contribuyendo a cavar la tumba de su prestigio y autoridad. Su debilidad frente a la corrupción -que ha emponzoñado la política- y su incapacidad para enfrentar la crisis político-institucional, van a sellar su destino político. Su desempeño como gobernante será juzgado severamente por la historia. Ya lo es por sus contemporáneos. Los historiadores le otorgarán especial atención por haber sido la primera mujer presidenta de la República de Chile (en dos periodos) y bajo cuyo mandato se profundizó la crisis político-institucional del país.

La vida tiene sus vueltas… Verónica Michelle Bachelet Jeria estaba llamada a jugar un papel muy diferente. Hija de un general constitucionalista, colaborador del presidente Salvador Allende, que murió en prisión por las torturas que le infligieron los oficiales golpistas, la joven militante socialista no vaciló en incorporarse a la resistencia contra la dictadura. Se jugó la vida en el equipo de comunicaciones de la primera dirección clandestina del PS(1), aniquilada más tarde por la Dina. Junto con su madre estuvieron detenidas en Villa Grimaldi, el santuario de torturas y crímenes de la Dina. Ambas tuvieron que salir al exilio.

En 1979 volvió de la RDA -donde participó en la solidaridad con la resistencia en Chile-. Concluyó sus estudios de medicina y trabajó como pediatra en el Pidee, una fundación de asistencia a niños afectados por los estados de emergencia. No tardó en incorporarse a la lucha antidictatorial, colaborando con el Frente Patriótico Manuel Rodríguez. Militó en el PS-Almeyda, el sector más radical del socialismo que enfrentó la “renovación” socialdemócrata. Cuando las diferencias se superaron, Bachelet fue miembro del comité central del PS unificado y tuvo su primera experiencia electoral. Fue candidata a concejal por Las Condes y obtuvo un aleccionador 2,35%.

Su inclinación por los temas militares la llevaron a estudiar en la Academia Nacional de Estudios Políticos y Estratégicos (Anepe) del ejército. Viajó a EE.UU. becada por el Colegio Interamericano de Defensa. En el gobierno del presidente Ricardo Lagos fue ministra de Salud y Defensa. La chispa de una periodista -María Angélica Alvarez, ex mirista de ejemplar militancia en la clandestinidad- la “descubrió” como candidata presidencial. La instaló con éxito en las encuestas. Bachelet derrotó (53,5%) a Sebastián Piñera y en marzo de 2006 se convirtió en la primera mujer presidenta.

Su trayectoria política levantó muchas esperanzas en sectores de Izquierda que votaron por ella en esa primera oportunidad. La misma simpatía consiguió en América Latina, que valoró su victoria como un triunfo de la Izquierda. Un factor importante en esas apreciaciones fue la decepción que causaron los anteriores gobiernos, en particular el de Ricardo Lagos. Este “socialista” fortaleció el sistema neoliberal al extremo indecente de merecer las alabanzas del capital financiero. La oligarquía agradecida le concedió el título de “estadista” que conserva hasta hoy.

El primer gobierno de la presidenta Bachelet, sin embargo, no se diferenció mucho de la administración del presidente Lagos. Al contrario, profundizó las políticas neoliberales y se convirtió en heredera -como sus antecesores- del legado de la dictadura. Rasgos positivos, sin embargo, tuvieron sus políticas latinoamericanas que acercaron posiciones -aunque con remilgos- con los gobiernos de Chávez, Lula y Kirchner. Pero a la vez, su primer año de gobierno marcó un récord -todavía no superado- de ganancias para la inversión extranjera.

Su segundo gobierno, en cambio, nació herido en el ala por la abstención electoral que alcanzó casi al 60%. Con el apoyo oficial de partidos de Izquierda como el Comunista, Izquierda Ciudadana y MAS, incorporados a la Concertación que se convirtió así en Nueva Mayoría, Bachelet alcanzó el 46% de los votos en la primera vuelta. En el balotaje llegó al 62%. Pero solo votó el 42% de electores. Esta débil base social y política obligaba a una conducción presidencial resuelta y audaz a fin de encarar el desgaste de la institucionalidad. Se necesitaba (se necesita) un nuevo paradigma social y político con una carga ética muy grande. Pero se actuó al revés.

El programa de la Nueva Mayoría, inicialmente apoyado por el empresariado -que contribuyó generosamente a los gastos de campaña-, propone el “afinamiento” del motor del Estado. Pero lo que urge es cambiarlo para alcanzar el rango de una verdadera y potente democracia. El empresariado se dio cuenta muy luego que se encontraba ante un gobierno débil conformado por contradictorias corrientes políticas. Decidió por lo tanto recortar aun más los moderados alcances del programa reformista neoliberal de la Nueva Mayoría. Lo consiguió con las reformas tributaria y educacional y lo obtendrá con el esperpento de reforma laboral que se cocina en el Congreso.

Por supuesto la responsabilidad del fracaso de este gobierno -cuya molicie acentúa la crisis institucional-, no es solo de la presidenta Bachelet. También es de los siete partidos que la acompañan y que se reparten proporcionalmente las tajadas del presupuesto nacional. Pero la responsabilidad política de la mandataria -ya sea por acción u omisión- no puede soslayarse. El juicio sobre su administración será más categórico cuando el tiempo permita analizar con más antecedentes este periodo gris de nuestra historia.

En vez de hacerse cargo de la situación, la presidenta acentuó con su displicencia los factores que abrieron un foso de desconfianza entre el pueblo y unas instituciones carcomidas por su origen y por la corrupción. El comportamiento de la presidenta frente a la corrupción merece una dura crítica. Se esperaba de ella una actitud más resuelta y una condena enérgica a los casos que afectan a los partidos de gobierno y a su propia familia.

Su silencio es un símbolo del penoso cambio ideológico y cultural que el neoliberalismo produjo en las conciencias de muchos que ayer fueron leales y consecuentes militantes de Izquierda. No es un fenómeno individual, es masivo. Un caso colectivo relevante de transformismo ideológico es el Partido Socialista, que hoy cumple las funciones del Partido Liberal del siglo pasado. El único pronunciamiento que se conoce de la presidenta sobre los oscuros negocios de su hijo, fue calificar de un “error” que Sebastián Dávalos acompañara a su esposa, Natalia Compagnon, a la entrevista con Andrónico Luksic Craig, dueño del Banco de Chile. La cita permitió a la modesta empresa Caval obtener un préstamo de 6.500 millones de pesos destinados a multiplicarse en una especulación inmobiliaria. Es increíble que la presidenta se enterara de los trajines financieros de sus familiares por la prensa. En el negocio de Caval -que ahora investiga el Ministerio Público- participaron decenas de personas en bancos, notarías, municipios y servicios públicos. Los servicios de inteligencia, o al menos los círculos políticos allegados a La Moneda, tuvieron que conocer algo de los manejos de Caval y poner en alerta al gobierno.

Lo que sucede es que los sectores de gobierno (y de oposición parlamentaria), comparten el punto de vista que trasunta la presidenta. O sea que la relación de la política con los negocios tiene una sola dimensión mensurable: lo que permite la ley. Si algo es legal, está bien. No importan los procedimientos ni los fines si se ajustan a la ley. Esta forma de pensar es la manifestación más depurada del pensamiento neoliberal. Su “filosofía” se ha adueñado de la casta política, barriendo con la ética y el bien común. El fin supremo pasa a ser la acumulación de riqueza. Para darle impunidad a la corrupción se hacen leyes ad hoc (hoy sabemos que las redactan los propios cohechadores de parlamentarios). Legalmente, se pueden cometer “errores” sin incurrir en delitos.

Michelle Bachelet -aquella de los años 70 y 80- habría encabezado, seguramente, una ofensiva nacional contra la corrupción en la política y planteado al pueblo un programa radical de cambios democráticos. En cambio, la presidenta Bachelet cargará con la responsabilidad de haber acentuado la crisis político-institucional al esquivar un combate necesario. Su debilidad permitirá que el próximo gobierno caiga en manos de un hombre fuerte -elegido por una minoría- que vendrá a “poner orden”. Son las ironías de la historia. Para desempeñar ese papel la Nueva Mayoría y la oligarquía ya tienen candidato: Ricardo Lagos Escobar.

Esto sucederá si las organizaciones sociales no se ponen las pilas y levantan un programa unitario que convoque al pueblo a dar las batallas por sus derechos con su propia alternativa

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