El conflicto Irlandés es uno de los entuertos más bravos e intrincado de la historia humana, el cual desató una ola de violencia asombrosa y muy pocas veces vista.
Este conflicto, viejo de siete siglos, tal vez no esté solucionado por siempre jamás, pero últimamente ha entrado en una etapa que nadie, en su sano juicio, hubiera anticipado.
Para entender la ruptura que representa, en la actualidad, este gobierno de Paisley-Mc Guinessess, hay que entrar en el campo minado que es la historia irlandesa, esa que el refrán define como algo que “los ingleses deberían recordar y los irlandeses olvidar”.
El cuento empieza en la Edad Media, cuando el ir y venir de invasiones mutuas comienza a tener una identidad inglesa. Para los tiempos de la primera Isabel, Irlanda ya era un “problema”: los ingleses se sostenían a espadazos en la costa, negociaban y reprimían, hacían la guerra y comerciaban con esas “bandas” incomprensibles de irlandeses.
Pero ya quedaba claro que la gran ventaja inglesa, la temprana organización de un gobierno estable y centralizado, hacía una cuestión de tiempo ganarse la isla. Irlanda, que hace un milenio era un oasis de conocimiento y artes en una Europa barbarizada, nunca pudo unificarse ni muchos menos crear algo como un Estado. Londres sabía que así como ya se había tragado a Gales y estaba erosionando a Escocia, Irlanda sería suya.
El problema de ocupar países fragmentados políticamente (como a Estados Unidos le paso hoy en Irak) es que no saben cuándo rendirse. La historia de los ingleses en Irlanda nunca llegó a ser una de “absorción” ni de “integración”, como lograron hacerlo en la isla mayor, donde los escoceses y galeses se transformaron más o menos en británicos (con vueltas y autonomías, pero en serio). Los irlandeses siempre fueron irlandeses, de lealtad dudosa a la corona, y maníacos del catolicismo, transformado en seña de identidad nacional.
Enrique VIII (imagen derecha), el de las muchas esposas, comenzó una política de reemplazo de población y de cero de tolerancia a las rebeliones, continuada por el republicano Cromwell y por los Carlos, medios bobos pero dispuestos a derramar sangre. Este proceso de ocupación terminó con un curioso nombre, “Plantación”, y fue aun más cruel.
Las tierras se ocupaban con ingleses y escoceses de toda laya y condición social, pero protestantes, y los antiguos dueños morían, emigraban o pasaban a ser peonada. Así nació el exilio irlandés, que solo cesó en 1998. El experimento alcanzó su mayor éxito en algunos condados del Norte, donde los que se consideraban británicos llegaron a ser mayoría y donde con el tiempo se radicó la mayoría de las industrias. El resto del país vivió de crisis en crisis, de rebelión en rebelión, y acabó gobernado directamente desde Londres, como una colonia, al perder su Parlamento propio. La inmovilidad política hizo que tomara siglos algo tan simple como darles el voto a los católicos, la inmensa mayoría del país.
A mediados del siglo XIX, Irlanda estaba superpoblada (cinco millones de habitantes en una isla del tamaño de Entre Ríos) en un equilibrio inestable, quebrada políticamente y siempre al borde de la catástrofe social. Fue entonces que un hongo destruyó casi completamente la cosecha de papas del país. Fue el comienzo de la”Gran Hambruna”. A un siglo y medio de distancia, resulta difícil entender por qué un país entero sufrió una catástrofe indecible por perder una cosecha de un producto. La respuesta es que la papa era, literalmente, lo único que comían los campesinos que vivían en una economía donde lograban alquilar un terreno de veinte por veinte metros para cultivar sus papas y donde el único dinero que se veía era por la venta anual de un chancho. De hecho, del único chancho de la familia. Perder las papas fue perder todo. Murió un millón y medio de personas. Otro millón y medio se fue del país, principalmente a Estado Unidos, pero también a Inglaterra, Australia, Argentina y reinos lejanos del Imperio Británico. Irlanda volvió a tener cinco millones de habitantes recién a fines del siglo XX.
Para 1900, la situación era insostenible y la presión política imponía como mínimo que la isla pasara a ser un dominio, como Canadá, con gobierno autónomo. Los “protestantes” (etiqueta inexacta para los irlandeses que se sentían realmente británicos, aunque no todos fueran protestantes) bloquearon sistemáticamente cada una de las leyes, iniciativas y pedidos de autonomía de la isla. Por Londres ya se había aceptado la realidad cuando, en 1914, comenzó la Primera Guerra Mundial y todo fue al todavía no inventado freezer.
Dos años después, en plena guerra y con cientos de miles de irlandeses sirviendo en las trincheras con los uniformes del rey, los nacionalistas irlandeses se alzaron en armas en Dublín. Duraron una semana, pero estrenaron la bandera tricolor, se inmolaron en una batalla perdida de antemano y proclamaron la República, “en nombre de Dios y de las generaciones muertas”.
Eran una mezcla rara de poetas, estudiosos del idioma irlandés, sindicalistas fierreros, nobles y proletarios, casi todos pero no todos católicos. El ejercito británico los capturó, los juzgó como traidores a la patria en tiempos de guerra y comenzó a fusilar a los líderes. Grave error: Irlanda ama a sus mártires y aunque la abrumadora mayoría del pueblo estaba verde de bronca con los rebeldes, a todo el mundo le cayó torcido que los ingleses los fusilaran. Fue entonces que nació una belleza terrible.
En 1919, ya ganada la guerra, hubo elecciones y los rebeldes, bajo la bandera del partido “Sinn Fein”, ganaron barriendo a todos los partidos tradicionales , más “políticos”. En lugar de tomar sus bancas en Londres, se reunieron en Dublín, se proclamaron como el gobierno legítimo de la República de Irlanda y ordenaron a su brazo armado, el IRA (Ejército Revolucionario de Irlanda) que comenzara el combate contra el ocupante. Como contaban con un inesperado genio militar en el Ministro Collins y como lograron unificar de una vez la fragmentada opinión pública, ganaron la batalla.
Por supuesto que no ganaron militarmente, ya que Gran Bretaña era todavía la mayor potencia del mundo. Lo que lograron los rebeldes fue enfrentar a Londres con la opción de ceder o reprimir en serio, con medio millón de soldados tratando de aplastar una resistencia dispuesta a todo.
El gobierno británico cedió, negoció que Irlanda fuera un Estado Libre (ni República, ni Provincia, ni Dominio) y se cobró la libra de carne: los condados del Norte con mayoría protestantes seguirían siendo ingleses: los irlandeses votaron en un plebiscito tragarse la imposición y así nació esa entidad tan rara, Ulster, o más exactamente, Irlanda del Norte. Al Sur, en el flamante Estado, hubo una feroz y breve guerra civil. Al Norte, en la nueva colonia, se instauró un apartheid de los duros. Mal que mal, hubo paz.
La sigla IRA pasó a ser un sello de duros nostálgicos, vistos como desubicados en un país que se encerró en la pobreza, la censura, el catolicismo preconciliar y la política chica, con la emigración como válvula de escape y la literatura como único destello de originalidad. El espíritu “feiniano” parecía más vivo en los pubs de Boston que en el viejo país.
Así por medio siglo, hasta que en mayo de 1966 dos protestantes bastante pasados de copas le tiraron una molotov a la tienda de un católico en Belfast. Como estaban bebidos no le acertaron al edifico y la bomba entró por la ventana de la casa vecina, donde vivía una anciana protestante que no podía subir las escaleras y siempre dormía en su diminuto living. La bomba le cayó encima, la señora ardió y gritó. Así con “victimas” y “victimarios” protestantes, comenzaron los “problemas”, el eufemismo con lo que se podría nombrar a cuarenta años de guerrilla, contrainsurgencia, represión y asesinatos colectivos.
Después del Domino Sangriento (Enero de 1972) (Sunday Bloody Sunday, como dice la famosa canción de U2), resucitaron de sus cenizas tanto al IRA, la guerrilla más antigua del mundo, como los paramilitares protestantes. Este baño de sangre solo iba a parar en este otro “mundo” en que vive Europa ahora, el “mundo” de la Unión Europea, cuando el muro de Berlín es un recuerdo y los fierros, una suerte de vergüenza tercermundista.
En 1972, el Ulster ya iba en camino a la violencia y con los frenos seriamente pinchados. La misma provincia era una entidad artificial, ni “pato” ni “gallareta”, producto de una rendición a medias y de un triunfo cortado. Los irlandeses nacionalistas le habían ganado su independencia a los británicos de la mano de Michael Collins y después de siete siglos, pero les había alcanzado para ganarla sólo políticamente: el primer IRA forzó a los ingleses a negociar o a ponerse totalitarios, pero no los venció militarmente. Lo que surgió fue una partición de la isla, autónoma –y después independiente- en todo menos en un rincón del Norte donde los protestantes eran mayoría y amenazaban con su propia guerra si no seguían siendo británicos.
Así, en 1922, Irlanda pasó a tener dos parlamentos, uno en Dublín, nacionalista y republicano, y otro en Belfast, bajo bandera inglesa y con el raro status de ser el único rincón del Reino Unido con autonomía parcial. La entidad tenía problemas de nombre -¿Irlanda del Norte? ¿Ulster?- y ni hablemos de la identidad: todos eran irlandeses, pero no como los otros irlandeses.
El Ulster duró unos cuarenta años más o menos en equilibrio, con un apartheid de hecho donde los católicos, sospechosos de nacionalismo, eran ciudadanos de segunda, sin derecho a ejercer ciertas profesiones y con cuotas para los empleos públicos. Los protestantes la tenían cómoda, ya que su mayoría les permitía ejercer el poder sin sobresaltos. Tanto que por medio siglo gobernó siempre el mismo partido, con la misma mayoría de diputados y sin necesidad de pensar demasiado. Los católicos, a su manera, sostenían el sistema por su notable rigidez ideológica. La única política aceptable para ellos era el nacionalismo entendido como fundamentalismo irredento; la patria irlandesa no aceptaba la misma existencia del Ulster, de sus instituciones y su gobierno: los protestantes eran apenas entreguistas, cipayos de los ingleses, peones en un juego de poder dirigido desde Londres. El resultado era que los nacionalistas que resultaban electos para el Parlamento de Stormont (Ulster) no hacían nada. Pero nada de nada: en medio siglo no lograron ni una ley que ayudara a su grey a tener una mejor vida. Y el otro resultado era que la mayoría de los paisanos protestantes, terminaban como fantasmas: nadie pensaba que realmente podían sentirse británicos, que sinceramente pensaban lo que decían, que no querían ser irlandeses gobernados desde Dublín.
Los protestantes no facilitaban el diálogo, presos de sus propios fantasmas. En Ulster todo católico era sospechoso de ser un rebelde peligroso, un tirabombas, y el fundamentalismo protestante era de una grosería rampante. El inefable reverendo Ian Paisley, ya ganaba fama en los años sesenta con sus sermones sobre la “puta de Babilonia” (por la Iglesia Católica) y sus llamados a la violencia armada contra “esos”. Ulster era un lugar victoriano, conservador, rígido, donde los domingos cerraban los comercios, los cines y los bares para que todo el mundo fuera a su iglesia.
Y aun así, la situación se sostuvo hasta la noche tarde del 7 de mayo de 1966, cuando dos protestantes medio mamados encendieron la mecha. Inflamados por Paisley, tapándose la cara con un impermeable y zigzagueando por un callejón de Belsfast, los dos “comandos” le tiraron una molotov a una licorería cuyo dueño era católico. Pero el exceso de cerveza los traicionó: la bomba cayó en la casa de al lado, rompió la ventana del living y le explotó encima a Matilda Gould, una señora de 77 años, lisiada y protestante, que siempre dormía en la planta baja para no subir las escaleras. Lo que bien puede ser descripto como la segunda guerra civil irlandesa arrancó con los gritos de una abuela quemándose viva.
Los borrachos de impermeable eran militantes de la Fuerza Voluntaria del Ulster, UVF, un pequeño grupo de clase obrera protestante que quería luchar contra la “subversión católica”. El grupo emitió un comunicado detallando que los primeros blancos serían “cuadros conocidos del IRA”, pero el festival de matanzas siguió con un homeless alcohólico y católico, y con un chico de 18 años que volvía tarde de trabajar.
Un problema era que, en 1966 era difícil encontrar alguien del IRA en Belfast. La organización acababa de cumplir medio siglo –había nacido de la unión de varios grupos paramilitares para la rebelión de Pascua de 1916, como ejército de la clandestina República Irlandesa – y era un fantasma anticuado, listo para un cambio generacional y viendo cómo grupos de izquierda influidos por las campañas de derechos civiles de Martin Luther King le ganaban la calle. Estos grupos querían trascender la división protestantes-católicos, pensando que los intereses proletarios son comunes, y querían exponer las injusticias del sistema con marchas y manifestaciones sobre temas como vivienda, salud y trabajo. Tuvieron mucho éxito, gracias a la televisión y a la torpeza del gobierno local, que reprimió con gusto todo lo que se moviera y logró que los problemas del Ulster pasarán a la agenda del Londres.
El gobierno británico, para peor laborista, simplemente le ordenó a Stormont que reformara el sistema. Así, hubo anuncios sobre vivienda, voto, empleo y abolición de las viejas leyes especiales que enfurecieron a los protestantes duros. Los grupos de derechos civiles florecieron como hongos, de izquierda y moderados, en su mayoría católicos pero también ecuménicos, todos tomando las calles de pueblos y ciudades, todos sospechados oficialmente de ser apenas “frentes” del IRA. El frágil equilibrio terminó cuando una amplia marcha católica en Belfast (capital del Ulster) fue atacada por cientos de protestantes armados con ladrillos y palos. Hubo cantidades de heridos, gruñidos desde Londres y varias renuncias de los más duros en el gabinete local. El gobierno cayó y hubo que llamar a elecciones.
El voto de febrero de 1969 creó otro país, que se las arregló para llegar a fines de siglo. Los unionistas moderados (todos protestantes por supuesto) ganaron pero perdieron su mayoría automática, ya que los extremistas les armaron bloque propio. La “nueva izquierda” católica barrió a los viejos nacionalistas, cuyo partido prácticamente dejó se existir. Lo curioso es que, debilitado y todo, el gobierno siguió siendo el mismo, igualmente presionado por Londres y dispuesto a reformar el sistema. Los grupos extremistas protestantes, que iban desde patotas de barrio a células políticas, se unificaron bajo el paraguas del UVF, y las bombas empezaron a explotar por todos lados. Tantas, que el gobierno volvió a caer.
Para el verano, la cosa se le estaba yendo de las manos a todo el mundo. El verano es la época más cruel en el Ulster, ya que los protestantes festejan sus viejos triunfos del siglo XVII contra la nobleza católica con marchas provocativas, que por alguna razón siempre pasan por los barrios católicos. En el relativo calor de ese año, comenzaron a llover ladrillos y molotovs sobre los estandartes naranjas de las marchas, que por decenas degeneraron en trifulcas memorables. Los unionistas (protestantes) se encontraron desbordados y la conducción del IRA se desayunó con que los militantes jóvenes de Belfast ya no obedecían las moderadas órdenes de Dublín (capital de la Irlanda católica). La batalla estalló en serio, con muertos, en Derry y Belfast, donde los extremistas protestantes atacaron abiertamente los barrios católicos, protegidos por la policía, y los jóvenes militantes del IRA salieron a la calle a defenderlos con lo que tenían a mano. En agosto, el gobierno capituló y pidió a Londres que enviara al ejército. Las tropas fueron recibidas por los católicos como protectores, con tazas de té y abrazos. Los protestantes comenzaron a armarse en serio. Y el IRA comenzó un debate interno que resonaría en Irlanda por décadas.
Básicamente, la organización de Belfast se cortó sola. Primero, llamó a un congreso a fines de 1969 y por mayoría simple votó aceptar la realidad de Storrmont, asumir que existía Irlanda del Norte. Luego, se dividió cuando los más duros, liderados por Sean Mac Stifan, repudiaron “la entrega”. Los disidentes, entre los que se contaba un joven barman llamado Ferry Adams, no hicieron tiempo de llamar formalmente a un congreso propio, por lo que adoptaron el nombre IRA Provisional. La etiqueta prendió y en los barrios obreros católicos de Belfast comenzaron a aparecer pintadas mostrando un fénix y la consigan, “de las cenizas del ´69 surgieron los provisionales”.
El nuevo IRA era una peligrosa mezcla de dogmatismo republicano –no se negocia, no se participa en política, no se va a elecciones- y de broncas mal digeridas por una vida de opresión. En sus filas andaban veteranos de viejas lides como Billly Mc Kee, fierrero con historia, y pibes indignados como Martin Mc Guinnes. Todos tenían contactos en Nueva York, la ciudad de donde siempre llegaron fondos y armas para la causa, y pronto los arsenales comenzaron a crecer.
Mientras los bandos se armaban y reclutaban, se terminaba el romance con el ejército británico. Las tropas rápidamente se encontraron haciendo trabajo de policías y para junio de 1970 comenzaron los muertos. En los enfrentamientos entre católicos y protestantes, los soldados se ponían al medio, con lo que cobraban de ambos lados, pero más del católico. Para junio, nuevamente verano, los dos IRA –el provisional y el Oficial- comenzaron a atacar al ejército y a defender los barrios católicos. Esta vez no eran palos y piedras, eran armas largas, y las tropas de Su Majestad tuvieron sus primeras bajas en suelo soberano desde la blitzkrieg alemana. El 6 de febrero de 1971, en una emboscada cuidadosamente planeada, Billy Reid, un pibe del Tercer Batallón del IRA Provisional, mató con una ametralladora a Robert Curtiss, soldado raso de veinte años de la Artillería Real. Ese día se cruzó una línea.
Las bajas militares, las decenas de bombas, los muchos asesinatos selectivos, el constante desorden, las batallas callejeras y las huelgas, tanto católicas como protestantes, desbordaron al gobierno y se tragaron al movimiento por los derechos civiles. Para el 9 de agosto de 1971, con el ejército inglés desembarcando diariamente refuerzos, el gobierno decidió “internar” a los provisionales. Ese día, muy de madrugada, se realizaron las primeras razzias en los barrios católicos, con tropas armadas hasta los dientes y con listas de sospechosos a detener sin cargos ni jueces. La operación resultó un una batalla campal y en pocas horas había 15 muertos y 342 detenidos, doce de los cuales fueron prolijamente torturados por una semana en una base de la fuerza Aérea en Ballykelly.
La operación fue un fracaso. Hubo un escándalo en Gran Bretaña por las torturas, el Consejo Militar del IRA dio una conferencia de prensa para mostrar que seguía libre y operando, y la venganza de los provisionales terminó con el saldo de 32 militares ingleses muertos. La espiral de violencia empeoró, con ambos bandos poniendo bombas en bares y locales comerciales, con una alarmante cantidad de niños y hasta bebés muertos. El año horrible de 1971 terminaba con un baño de sangre.
Derry, la segunda ciudad de Ulster llamada Londonberry por los protestantes, se había salvado de lo peor. Menos sectaria que Belfast, los moderados todavía marcaban el tono y a los provisionales les había costado más organizarse. De hecho, recién en agosto de 1971 habían logrado matar a su primer soldado británico. Por eso no llamó la atención que los militantes por los derechos civiles llamaran a una marcha protestando las “internaciones” para el 30 de enero de 1972. Las concentraciones estaban prohibidas, pero el jefe de policía Frank Logan aconsejó autorizar el acto. Por razones que nunca se revelaron Robert Ford, supremo comandante militar británico, ordenó que el ejército frenara la marcha. La decisión había sido tomada al más alto nivel político.
Ese domingo, varios cientos de jóvenes se reunieron en el barrio católico de Bogside para escuchar a los oradores en la “Esquina Libre” de Derry, en el corazón de la zona nacionalista. Todo iba en paz hasta que poco antes de las cuatro de la tarde llegaron diez autos blindados, los notorios “sarracenos”, con “paracaidistas” provocadores. Las tropas bajaron de sus coches, se desplegaron en orden cerrado e inmediatamente balearon a un señor que pasaba por ahí casualmente, John Jonson, que moriría meses después de sus graves heridas. Uno de los “sarracenos” provocadores atropelló a otro hombre y sus conductores se bajaron de un salto, le pusieron los pies encima y lo fusilaron a quemarropa, tirado en el piso.
Esto fue como una señal: las tropas empezaron a disparar con sus armas automáticas para todos lados, desatando un pánico general y ametrallando las casas. La gente comenzó a correr, pero otro regimiento –con el peculiar nombre de Royal Anglicans- había tomado posición atrás y también abrió fuego. Hubo muertos por los francotiradores, hubo muertos por la ráfagas tiradas al voleo y hubo fusilados de rodillas, con las manos en la nuca y frente a testigos. El milagro fue que hubiera solo trece muertos (catorce con el pobre Jonson unos meses después).
La masacre rompió toda posibilidad de que el conflicto del Ulster pudiera ser mediado por Londres, que pasó a ser un actor desorientado, descontrolado y torpe por los siguientes 25 años. Después del Domingo Sangriento (Sunday Bloody Sunday), el ejército británico se encontró como en un Vietnam interminable y de entrecasa, atacado por los provisionales (católicos) y despreciado por “blando” por los protestantes. Lo que era un problema político terminó en una mezcla de guerra de liberación imposible de ganar, conflicto étnico y simple batalla territorial entre bandas. Irlanda del Norte pasó a ser sinónimo de bombas, huelgas de hambre, crueldades y arbitrariedades, famosa por invenciones como el “auto-bomba”, que debutó en las calles de Belfast en la década del setenta.
Para 1995, la situación mundial era otra y pese a las furiosas protestas de Londres, Gerry Adams, notorio líder del frente político del IRA Provisiona y del resucitado partido “Sinn Fein” fue invitado a la Casa Blanca por Bill Clinton en el día de San Patricio. El mismo Adams, que doce años después, es un factor de poder en Belfast y el que piloteo una de las negociaciones de paz más bravas, difíciles y ricas en sabotajes, escisiones y agachadas de la historia humana.
En 1997, a veinticinco años de la inexplicable masacre del Domingo Sangriento, el proceso de paz estaba ganando fuerza y el gobierno de Tony Blair, todavía en ablande, admitía en una nueva investigación que si bien era cierto que algunos manifestantes estaban armados, el ejército había abierto fuego sin provocación. Una comisión llena de lores publicará las conclusiones de cientos de testimonios, y la promesa es que por fin se nombre a los responsables.
En 1998, se firmaba el acuerdo marco que ahora se pone en acción para formar este peculiar gobierno.
La república de Irlanda es hoy uno de los países más prósperos y vitales del mundo, mucho más que su provincia perdida. Toda la isla es parte de la Unión Europea y a nadie le calienta tanto la religión como antaño. Faltaba nada menos, que tener iniciativa política para crear algo que abriera la puertas de un proceso mucho más largo y complicado, el de formar una identidad nueva. Ayudó mucho, el cansancio con la violencia y la evidencia de que las organizaciones armadas de ambos bandos se dedicaban también a la extorsión y el negocio de la “protección”.
Millones de viejas tumbas, protestantes y católicas, se deben estar dando vuelta. Son los abuelos, bisabuelos, tatarabuelos y ancestros de Irlanda, a los que ahora le llegó la increíble noticia: la provincia “perdida”, el Ulster irredento, pasará a ser gobernado por el reverendo Ian Pasley y por Martin Mc Guinness. En el palacio de Stormont, construido en Belfast para que la colonia fuera regida por protestantes británicos, avalan ahora a el líder de los paramilitares unionistas y un cuadro histórico del IRA. No solo que hablan sino que encabezan un gabinete con tres ex guerrilleros y varios sospechosos de defender, con armas en las manos, la versión local de apartheid. Para decirlo en criollo sería como un gobierno compartido entre un Astiz y un Santucho. De tan surrealista hasta puede dar resultado.
La República de Irlanda prosperó de modo increíble, la Unión Europea es una realidad que deja tribalizados a todos los bandos. Y sobre todo, ya nadie aguanta una vida así, de guerra interminable.
La nueva disidencia fue pensar en la paz. Y ahora Stormont no es más la etiqueta del gobierno opresor sino la sede de un gobierno compartido, problemático, siempre en crisis y atado con alfileres, pero que está llamando a elecciones. En Irlanda del Norte, en resumen, se volvió a hacer política y Blair, se pudo dar el gusto, antes de dejar el poder, de asistir en Belfast, a la restauración de la autonomía de Irlanda del Norte con la formación de un gobierno autónomo entre Unionistas protestantes y Republicanos católicos, acuerdo que tuvo en el primer ministro británico a su principal respaldo.
Pablo Salvador Fontana