Pensar en China es un ejercicio tremendamente complejo. Miles de ideas aparentemente inconexas acuden a nuestra cabeza: una economía pujante, un imperio milenario, un país superpoblado, una lengua extraña, el último gran experimento comunista o incluso el mayor centro del capitalismo mundial son conceptos que fácilmente se adaptan a China. En definitiva, nos encontramos con un universo difícil de resumir y especialmente de comprender. ¿Cómo poner orden en este caos?
La respuesta no esperen que ni mucho menos sea sencilla. No obstante, ciertos acontecimientos del siglo XX nos acercaran a la compleja realidad del gigante asiático. Quizá el primero de ellos sea laconocida como “Gran Revolución Cultural”. Esta, concentrada entre finales de los sesenta y principios de los setenta, fue concebida por Mao Zedong y sus aliados como un medio para luchar contra el aburguesamiento y la burocratización del Partido Comunista. En palabras del propio dirigente, “llevar la política más allá del estado”. En un contexto en el que el Partido Comunista se había convertido en la principal fuerza hegemónica del país, las estructuras de este se confundían y entrelazaban con el estado, era necesario volver a reabrir el campo político.
La jugada no dejaba de ser arriesgada, ya que acusaba directamente al Comité Central del Partido de haberse alejado del pueblo. Una nueva clase había crecido al amparo del estado, y la única forma de corregir esta tendencia era volver a crear contrapesos políticos desde fuera. Mao Zedong, a los setenta y tres años de edad, volvía a mostrar todo su genio político. Y es que más allá del debate teórico la Revolución Cultural tenía unas consecuencias prácticas muy claras.
En primer lugar el propio Mao se lanzaba a la reconquista del poder. Excluido de los principales órganos de dirección tras el fracaso del “Gran Salto Adelante”, debía eludir a la estructura del partido si quería volver a la primera línea política. Mao se envolvía de nuevo en la bandera revolucionaria y apoyaba su ascenso en una nueva generación de estudiantes chinos. Millones de jóvenes marchaban a Pekín para dar apoyo a la nueva revolución. Al fin y al cabo, ¿quién hubiera podido resistir un llamamiento tan claro como “disparen sobre el cuartel general”?
Miles de manifestantes abarrotan la plaza de Tiananmen portando el libro rojo de Mao durante la Revolución Cultural.
En cuestión de meses los antiguos dirigentes habían quedado totalmente desprestigiados. No obstante, no todo eran buenas noticias para Mao Zedong. Durante los primeros meses de la Revolución, siguiendo las consignas orientadas a la participación política en masa, habían surgido muchos experimentos sociales autónomos en fábricas o escuelas. La población china, azuzada desde Pekín, asumía realmente la remodelación del viejo aparato del Estado-Partido. La repolitización de la sociedad había sido un éxito.
Sin embargo, pronto fue evidente que las nuevas organizaciones y tendencias no iban a ser fáciles de controlar. El partido, desprovisto de sus viejos cuadros, era ahora muy permeable a las influencias externas. No tuvo que pasar mucho tiempo para que la lucha política alcanzara de lleno a la organización. 1967 y 1968 fueron años especialmente sangrientos, y sólo gracias a la lealtad del ejército, dirigido por Lin Biao, la figura de Mao pudo controlar la situación.
Los millones de jóvenes que hasta hace poco habían desfilado por Pekín eran ahora recluidos en el campo. Al fin y al cabo Mao seguía considerando al campesinado como un sujeto clave de la revolución. No estaba de más que estos jóvenes tan incómodos fueran “reeducados” en las áreas rurales. En el IX Congreso Nacional del Partido Comunista, celebrado en 1969, la estructura central de la organización daría por concluida la Revolución Cultural.
“Los jóvenes educados deben acudir al campo a ser reeducados por los pobres campesinos”, 1969.
El proceso, más allá de las luchas de poder internas, tuvo gran repercusión en la cultura política china y cuando en 1976 fallecía el Gran Timonel, las distintas versiones en torno al mismo volverían a saltar a la palestra. Por un lado la conocida popularmente como “Banda de los Cuatro”, formada por Jiang Quing, Zhang Chunqiao, Yao Wenyuan y Wang Hongwen, defendía sin ningún tipo de crítica las acciones cometidas. Estos habían logrado escalar en el partido durante la Revolución Cultural y poner en duda aquellos años podía implicar cuestionar su posición.
Por otro lado, tras la muerte de Mao emergía de nuevo la figura de Deng Xiaoping. Este, que había llegado a ser arrestado y posteriormente desterrado al interior del país, representaba la idea de “enderezar lo torcido”. Es decir, durante la Revolución Cultural la teoría y la práctica se habían alejadocon terribles consecuencias. Era necesario revisar el proceso y asegurar que esto no volviera a suceder.
En los siguientes años se produciría una auténtica guerra por el poder en China. Muchos parecieron estar en la posición ideal para suceder a Mao Zedong, y no fue hasta 1978 cuando Den Xiaoping por fin pudo asegurar su liderazgo. No obstante, quizá más interesante que centrarnos en los distintos actores de esta lucha sea analizar las diferentes tendencias ideológicas que entraron en conflicto.
En el Partido Comunista Chino se logró imponer un repudio total a la Revolución Cultural. Si consultan los libros de historia oficiales, fácilmente encontraran que este periodo está acompañado de atributos como “catástrofe nacional”. La nueva línea política utilizaría de ahora en adelante la Revolución Cultural como un ejemplo negativo. La tendencia a seguir debía conducir a la “despolitización” de la sociedad. La “exageración de la lucha de clases”, en palabras de los nuevos dirigentes, debía ser corregida. El debate tenía que circunscribirse al seno del Partido Comunista. Mientras, obreros y campesinos abandonarían paulatinamente la organización central. Las nuevas palabras de moda en Pekín eran desarrollo y estabilidad.
No obstante no todo fueron victorias para Deng Xiaoping y sus aliados. La figura de Mao seguía mostrándose inexpugnable, y aunque esta servía para justificar la legitimidad del partido y el nuevo nacionalismo chino, también permitía mantener vigentes los valores básicos del socialismo. Es decir, por mucho empeño que la nueva dirección política pusiera en una reforma más abierta al mercado esta siempre tenía que negociar con la tradición revolucionaria. Los obreros y campesinos encontraron en la antigua retórica maoísta un medio muy útil para oponerse a la mercantilización anunciada desde Pekín. Al final el propio Partido Comunista tuvo que atribuir al Gran Timonel “un 70% de aciertos y un 30% de errores”, regla con la que pretendía cerrar el debate. China afrontaba una nueva etapa de gobierno. Si antes millones de jóvenes estudiantes habían marcado el destino nacional, ahora un pequeño grupo de hombres grises iban a ser los encargados de la reforma.
Las zonas rurales fueron las primeras en percibir la nueva dirección política. A principios de los ochenta nadie con un mínimo conocimiento del campo chino dudaba de la necesidad de introducir cambios en el mismo. Agricultores famélicos, con el cuerpo doblado de trabajar la tierra y casas lúgubres con una mesa y un par de sillas como único mobiliario. El siglo XIX, a pesar de las mejoras que había introducido la revolución, parecía aún muy presente en la China de 1980.
La producción debía aumentar de manera urgente y el gobierno central no dudó en la sustitución de las Comunas Populares por sistemas de trabajo de responsabilidad familiar o individual. Las tierras se volvían a repartir entre los campesinos. Además ahora estos podrían vender los excedentes de su producción a precios no fijados por el estado. Nuevas relaciones de mercado nacían en el campo, y aunque este siguió muy por debajo del nivel de vida de las ciudades, bien es cierto que las rentas rurales no dejaron de aumentar entre 1978 y 1984. Durante todo el proceso la conflictividad social fue muy baja, ya que aunque la desaparición de las Comunas suponía la pérdida de derechos sociales colectivos, los buenos datos económicos dieron argumentos a los representantes gubernamentales. Sólo cuando la tasa de renta rural dejo de crecer reaparecieron los viejos problemas.
Sin embargo en 1984 los nuevos dirigentes de Pekín ya se sentían con la suficiente confianza como para trasladar la reforma del campo a la ciudad. Si todo había ido bien allí, ¿por qué no iba a funcionar igual en las áreas urbanas? El punto central serían las empresas municipales de propiedad estatal. Estas, se decía de manera poco precisa, debían obtener más autonomía. Los recursos industriales debían ser redistribuidos, aunque rápidamente quedó claro que no sería tan sencillo como en las zonas rurales. ¿Cómo se calcularía el valor de estos recursos? ¿Quién lo haría? La opacidad del Partido Comunista no ayudaba y la presencia de importantes intereses económicos dio como resultado un aumento espectacular de la corrupción. Las empresas caían en manos del mejor postor, dándose un auténtico proceso de privatización de la propiedad estatal.
Los nuevos gestores industriales se encontraron además con una legislación muy favorable. Estos podrían reservar cada vez mayores porcentajes de los beneficios y vender toda la producción excedente a precios de mercado, es decir, ajenos al control estatal. Por otro lado los antiguos trabajadores veían cómo los extensos sistemas de protección social eran reducidos paulatinamente. El “cuenco de arroz garantizado” se convertía en un anacronismo de otro tiempo.
No obstante la política de reforma era innegociable y el gobierno, en el que no pocos dirigentes estaban amasando auténticas fortunas, siguió el camino marcado. 1988 es conocido por muchos analistas como “el año del contrato”. Nuevos paquetes legislativos aseguraron más libertad de acción a las empresas, las cuales se abrían a la inversión extranjera, obtenían más facilidades crediticias o una mayor flexibilidad en la contratación individual.
Las medidas, como era de esperar, no corregían la situación. Muy al contrario, diferentes grupos de interés vieron en ellas la oportunidad perfecta para obtener más beneficios. En un sistema con dos vías de fijación de precios la nueva autonomía permitía a las empresas desviar más productos al mercado donde se conseguían mayores ganancias. La planificación y el reparto social volvían a sufrir otro duro golpe. Mientras, unos pocos llenaban impunemente sus bolsillos.
A estas alturas ya eran muchos los que se preguntaban dónde había quedado el viejo ideal maoísta de la igualdad social. En las universidades los estudiantes volvían a organizarse contra el gobierno y el partido. Y aunque desde mediados de los ochenta se habían ido extendiendo las protestas, era ahora cuando estas parecían traspasar los muros de las facultades. De la noche a la mañana las ciudades se llenaron de pintadas contra la corrupción, el sistema de precios o la dura represión estatal.
El movimiento poco a poco tomaba forma, aunque eran tantos los que alzaban su voz que era difícil avanzar más allá de lo que no querían. Huelgas de hambre y multitudinarias marchas inundaban Pekín. El gobierno, entre la espada y la pared, tenía poco que ofrecer y el día 20 de mayo de 1989 se declaraba la ley marcial. El mensaje era claro: abandonen toda protesta y vuelvan a sus casas. Quedarse supondría un desafío directo a las autoridades. Sin embargo muy pocos fueron los que dejaron la plaza.
La tensión aumentaba a diario y tras una larga reunión los líderes del Partido Comunista decidieron resolver la situación militarmente. Soldados y tanques de las divisiones 27 y 28 fueron enviados a Pekín. Estos debían hacerse con el control total del centro de la ciudad. Los manifestantes de nuevo resistieron, sin embargo poco se podía hacer contra el ejército de la República Popular China. Sólo durante los cuatro primeros días de junio se estima que murieron varios cientos de personas entre civiles y militares. Por la mañana del 5 de junio los tanques por fin alcanzaban la plaza de Tiananmén. En las amplias avenidas de la ciudad ya sólo un manifestante había plantado cara al ejército. Este hombre, aún desconocido, elevaría a la categoría de mito los acontecimientos en el mundo occidental. Mientras tanto, en China las aspiraciones de una nueva generación eran definitivamente aplastadas.
Los fantasmas de la antigua Revolución Cultural, tras más de 20 años, habían vuelto a estar a la orden del día. El pueblo quería ser de nuevo un actor político relevante. Sin embargo en un sistema construido para evitar esto a toda costa la petición era sencillamente inaceptable. La política central no podía ser contestada y solo la “estabilidad” era garante del “desarrollo”. Como bien resumía el eslogan oficial: “enriquézcase”, aunque perfectamente podrían haber añadido, “y no haga política”.
Las siguientes décadas estarían indudablemente marcadas por la derrota de los estudiantes de Tiananmén, pero eso ya es otra historia.
Adrián Albiac
elordenmundial.com
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