La cuestión no es si eres o fuiste fan de David Bowie, sino cuál era tu Bowie. Mi Bowie, en diversos momentos, fue el rostro atravesado por un rayo en la portada de Aladdin Sane, el hombre de melodiosa voz soul en Young Americans y el dios del rock del gran espectáculo orwelliano Diamond Dogs. Por mi tornamesa también pasaron, una semana tras otra, Station to Station y Lowdurante el período “Berlín” de Bowie en los setenta, y escuchaba David Live de manera obsesiva, en especial la fusión de “Sweet Thing” y “Candidate”, de Diamond Dogs. Para mí, como para tantas otras personas, David Bowie representaba un rutilante, curioso y sobrenatural recordatorio de que la vida es cambio, riesgo, locura y caos, y de que, si bien nuestras estructuras domésticas se empeñan en mantener la locura a raya, siempre debemos estar listos para “voltear y enfrentar lo desconocido”.
Para entender a Bowie es necesario, al menos en parte, entender la Inglaterra de los setenta y lo que significó, en medio de un ruinoso paisaje gris de edificios carbonizados, escombros de la posguerra y colapso financiero, descubrir la existencia de un “hombre de las estrellas” que “esperaba en el cielo”. Tal fue el claro y fuerte mensaje que la juventud británica recibió durante la bellamente excéntrica y sexy presentación del “Starman” a cargo de Bowie y Mick Ronson durante una transmisión televisiva de Top of the Pops en 1972. Ataviados con brillantes enterizos y botas altas, y el cabello desordenado, de verdad parecía que Bowie y Ronson habían caído a la Tierra desde algún lejano planeta donde la gente se divertía, creía en algo y conocía su capacidad de cambiar mundos. El Ziggy Stardust de David Bowie nos propuso estar atentos a los mensajes provenientes de Marte y otros planetas; aconsejó a la juventud para que escuchara los avisos secretos del hombre de las estrellas, prestara atención a las comunicaciones codificadas que venían de otros mundos; nos dijo que el hombre de las estrellas solo nos hablaría si centellábamos (“si centellamos, podría aterrizar esta noche”), y nos enseñó que todo lo que centellea sí es oro. Y en cuanto creaba un personaje mediante el cual narrar nuevas historias de sexo, rock y desenfreno procedía a matarlo para volver a empezar.
Mi primer álbum de Bowie fue Aladdin Sane. Me puse a analizar el diseño de la portada en busca de claves que revelaran la posible identidad de esta persona de género ambiguo y vibré con el personaje del loco que cantaba sobre mortalidad, protestas, drag queens y maratones de desenfreno en Detroit. En aquella época no conocía a nadie queer y apenas sabía de contados escapes de la sofocante reglamentación de la vida escolar británica en los setenta. Sin embargo, sentí que Bowie representaba algo especial, algo no tan lejano, algo o alguien a quien aún no conocía, pero estaba destinado a encontrarme. Con su voz sobrenatural que transitaba de guturales gruñidos a etéreos falsetes, y sus llamados a la rebelión tanto social como de género, Bowie atrapó la naciente imaginación política de una generación. Fue queer antes de lo queer, punk antes del punk, cool mucho después de Presley. Bowie desoyó las reglas de los géneros musicales y fusionó elglam inglés con el soul estadounidense, el rhythm and blues con el jazz y el funk con la música electrónica sin parecer oportunista, expoliador o diletante.
La sexualidad de Bowie siempre lindó con la incertidumbre. La cuestión no radicaba en si era gay (“John, I’m Only Dancing”) o hetero (“Be My Wife”); después de todo, muchas de sus relaciones que han visto la luz fueron con mujeres. No obstante, siempre apeló a cierto exceso, a un conjunto de identidades que rebasaban las normas y expectativas, y que eran alguna combinación de feminidad masculina (Ziggy), exotismo masculino (Aladdin Sane), atracción sexual marciana, belleza etérea, originalidad e innovación. Su palabra predilecta, mismas que aquí he empleado, era “sobrenatural”. Su reputación como alguien profundamente extraterrestre se vio enriquecida con películas como El hombre que cayó a la Tierra, la odisea espacial de Nicolas Roeg (1976). Esta película, como ninguna otra (¡excepto tal vez por su cameo en la escena de la pasarela en Zoolander!), confirmó la cualidad de Bowie como un ser sobrenatural. No necesitó de maquillaje para hacer creíble su personaje como hombre de otro mundo: en la película lo llaman “visitante”, “fenómeno” o “extraterrestre”, y consigue transmitir un sentido de singularidad corporal que resulta inigualable en pantalla.
¿Hay vida en Marte? Si crees en David Bowie, la respuesta es sí. Si bien para Bowie la Tierra es un lugar donde el tiempo se repite de manera perpetua (“Always Crashing in the Same Car”), en las exóticas y apasionantes fantasías lunares que conjura aparece el apocalipsis de la mano de la utopía, los futuros son emocionantes y evasivos (“podemos ser héroes… solo por un día”), y el cuerpo es el lugar donde realizar coloridas fantasías de amor y rebelión. Decimos adiós a un verdadero ícono queer, un artista cuyas invitantes letras decían “presiona tu rostro espacial contra el mío, amor”, al tiempo que despedimos a un ser que reinventó la fama, el espectáculo, la excentricidad y el estrellato.
Pero David Bowie nos dejó un último álbum por descodificar, Blackstar, donde canta:
“No puedo responder por qué (no soy un gángster)
Pero puedo decirte cómo es que (no soy una estrella de utilería)
Nacimos de cabeza (soy la estrella de una estrella)
Nacimos al revés (no soy una estrella blanca)
Soy una estrella negra, no un gángster
Soy una estrella negra, una estrella negra
No soy una estrella porno, no soy una estrella errante
Soy una estrella negra, una estrella negra”
No una estrella blanca, no un gángster, no una estrella errante: una estrella negra. El mensaje final de Bowie, en parte física, en parte una subversión intelectual, se nutre de las metáforas espaciales que plagan su obra entera. Según Wikipedia, en física una estrella negra representa “una fase de transición entre una estrella que se apaga y una singularidad”, una zona donde evento e infinitud colisionan, donde la materia se desintegra al vacío. Es un espacio de muerte, del morir. Pero una estrella negra también podría ser una forma de repensar la corporeidad imbuida de carácter racial; así, el delgado duque blanco se reconocería en la estética negra que, cual torbellino, atraviesa su música, en las inflexiones del soul que canaliza y habita, y en la maquinaria de la fama que opera mediante un proceso de música negra/estrellas blancas, dotando de fama a cuerpos blancos a partir de música creada en torno y a través de la experiencia de la negritud. Aquello que otros expolian, Bowie habita. Aquello que otros roban, Bowie reconoce. Aquello que otros mantienen a distancia, Bowie abraza.
“Soy una estrella negra”, canta Bowie, “soy una estrella negra”.
“Soy una estrella negra”, canta Bowie, “soy una estrella negra”. Así, mientras atribuimos parte de la incandescente extrañeza de Bowie a su ambigüedad sexual y de género, el aspecto racial es también un enorme componente de lo que hizo de él una estrella: no una estrella blanca, no una estrella porno, no una estrella errante, sino una estrella negra. Ahora que Bowie trasciende a la inmortalidad, adopta proporciones de leyenda y llega a representar la capacidad expansiva de la reinvención salvaje, la experimentación musical, la flexibilidad corporal, la imaginación política y la incertidumbre queer, bien haremos en elevar la mirada y centellear con la esperanza de recibir un mensaje del astronauta más amado de la cultura pop, un hombre de las estrellas que espera en el cielo.