En el infinito río Nilo, dentro de territorio etíope y a pocos kilómetros de la frontera sudanesa, se levanta una gigantesca mole de hormigón todavía inacabada. Un enorme muro que, en otro de tantos guiños a la particular relación que mantienen los países ribereños del Nilo y particularmente Etiopía, va a servir para domar al milenario río y a su vez dotar a los abisinios de grandes recursos frente al vecindario. Su nombre, Gran Presa Etíope del Renacimiento (Grand Ethiopian Renaissance Dam o GERD), no es casual.
A pesar de estar entre los países más pobres de África, Etiopía no oculta sus intenciones. Aunque el coste de construcción de la presa podría elevarse al 15% del PIB etíope, se trata de una infraestructura vital para la geopolítica futura del país. Etiopía, después de las hambrunas y las guerras vividas en los años ochenta y noventa del siglo pasado, ha pivotado a nivel político, económico y militar para postularse como potencia media en el oriente africano, algo que pasa irremediablemente por controlar las aguas y, de paso, la generación de energía, un recurso de incalculable valor en la región.
Hambre y orgullo
La suerte no es una palabra que se pueda aplicar con facilidad a la historia del continente africano. No abunda, y quienes la han disfrutado, a menudo por méritos propios, no han conseguido conservarla mucho tiempo. Como si fuese un recurso altamente escaso, encontrarla en la actualidad significa una nueva oportunidad de marcar la diferencia con los vecinos continentales.
Etiopía tuvo la carta afortunada varias veces en su mano y otras tantas le fue arrebatada. Reino milenario y parte fundamental de multitud de sucesos de la Edad Antigua y Media –desde, según la creencia, alojar el Arca de la Alianza en Aksum a acoger la primera hégira de Mahoma–, vivió notables épocas de esplendor hasta la llegada de los primeros europeos, que creyeron haber encontrado el legendario reino del Preste Juan. Sin embargo, el imperio etíope no era aquella utopía soñada por los reinos del Viejo Continente, y la evaporación del mito derivaría en que el reino abisinio fuese visto como otro de tantos territorios africanos. Así, el declive etíope sería inversamente proporcional al desembarco europeo en aquellas tierras. Sin embargo, quién sabe si por la mística historia del país –ortodoxo y con sus reyes proclamándose descendientes de Salomón– o por la enconada resistencia de sus habitantes a vivir subyugados a un poder que no fuese el de su monarca, lo cierto es que Etiopía consiguió esquivar siglo tras siglo la colonización europea.
Con todo, el reino abisinio fue el único país junto con Liberia, un territorio comprado por Estados Unidos para los esclavos liberados, que para cuandoÁfrica fue parcelada y repartida entre las potencias occidentales, conservó su independencia. Esta singularidad no les garantizaría la paz, ya que los italianos intentarían por partida doble expandir su “colección de desiertos” al territorio etíope, primero con una vergonzante derrota de las tropas transalpinas en Adua en 1896 y ya de manera definitiva en 1935, pasando Etiopía un año después a convertirse en colonia italiana. No obstante la ocupación sería breve, y el 1941 los británicos expulsaron a los italianos del este africano, recobrando así Haile Selassie, exiliado en Londres, su trono.
Sin embargo, en aquellas alturas de la película poco importaba ya ser independiente o no. La descolonización y el panafricanismo se extendían por todo el continente, y la Guerra Fría obligaba a pasar por el aro a cualquier país que asomase la cabeza en África, por las buenas o por las malas. La monarquía etíope procuró jugar, al menos nominalmente, a la equidistancia entre superpotencias, aunque Etiopía, como prácticamente todos aquellos países que se declararon “no alineados”, acabó de manera implícita sumida en una u otra órbita.
El emperador Haile Selassie emprendió en aquella etapa un viaje frustrado y torpe por el desarrollismo autocrático. El descendiente de Salomón procuró la mejora de la producción agraria, cierto nivel de industrialización y la modernización del país. Sin embargo, su divinidad no evitó que la nobleza local pusiese constantes frenos a sus reformas, permaneciendo de facto el país en un sistema semi-feudal, lo que unido a la extendida pobreza y los niveles de autoritarismo acabaron por sublevar a los eritreos del norte del país –integrados unilateralmente en Etiopía, cuando el camino legal les abocaba a una federación– y al descontento de la pequeña clase estudiantil e intelectual, con notable influencias marxistas provenientes de la URSS.
Así, a principios de los sesenta se iniciaría una guerra de tres décadas entre Etiopía y Eritrea por la independencia de esta última, algo que vino a agravar la ya de por sí delicada situación del país etíope. Por si esto fuera poco, a mediados de los setenta se produjo una notable sequía que derivó en hambruna, con decenas de miles de muertos y otros tantos desplazados. Para 1974 la situación del país era tan insostenible que un grupo de oficiales decidió dar un golpe de estado y deponer a Haile Selassie. Sin embargo, Etiopía todavía no había tocado fondo. El nuevo gobierno, el Derg, una junta militar de clara inspiración comunista, mantendría el nivel de autoritarismo del régimen anterior, y el brusco giro económico que impusieron en el país, con nacionalizaciones de sectores y tierras, acabó por desajustar completamente un país que pendía de un fino hilo. Así, la situación de Etiopía empeoró todavía más en la década siguiente mientras la guerra con Eritrea continuaba, se iniciaba otro conflicto con Somalia y se producía una sequía atroz, esta vez con cerca de un millón de muertos como balance.
Con todo, el gobierno del Derg y su tristemente célebre presidente, Mengistu Haile Mariam, encararon los años noventa con las riendas de uno de los país más devastados y empobrecidos del mundo. Por el evidente malestar que esta situación generaba, Mengitsu, cuyo personalismo había ensombrecido totalmente al Derg, basculó entre las reformas cosméticas y las de calado, en un intento por ganar tiempo y a la vez abrir el país ante unas demandas que cada vez eran más clamorosas. Sin embargo, el juego de Mengitsu terminó en 1991 al mismo tiempo que el padrino soviético se desgajaba. En aquel año, un golpe de estado motivó la salida de Mengitsu, que acabó exiliado en Zimbabwe, y el Frente Democrático Revolucionario del Pueblo Etíope (FDRPE) se hizo con el poder de manera simultánea al Frente Popular de Liberación de Eritrea (FPLE), que hizo lo propio en el vecino del norte. Así se consumó la independencia eritrea, confirmada en 1993 por un referéndum que todas las partes aceptaron.
El faro del oriente africano
Hace ya un cuarto de siglo que Etiopía se abrió a una nueva etapa. Muchos de los problemas que afectan al país, como la pobreza, las sequías, las tensiones étnicas o las amenazas procedentes de otros países no han sido solucionadas, aunque el FDRPE, la coalición gobernante y hegemónica desde el 91, ha sabido marcarle un camino a Etiopía que apunta hacia un futuro más próspero.
Tan firmes son los pasos de Etiopía que para el año 2025 se han propuesto alcanzar el perfil de país de ingreso medio-bajo, lo que significaría un avance sustancial. De hecho, las cifras de crecimiento en los últimos años son envidiables, con un promedio del 11% anual entre el año 2004 y el 2014 según los datos del Banco Mundial. Sea como fuere, su “engrandecimiento” no es una cuestión simplemente económica. El crecimiento, a fin de cuentas, es poco más que la base sobre la que construir un país. Sin embargo, la visión de sí mismos como nación, tanto por su pasado como por sus valores y su potencial, hace necesario que Etiopía no pueda ser considerada simplemente como una “economía emergente”. Su meta es ser una potencia regional. La potencia regional del África oriental.
El crecimiento económico durante los primeros 15 años del siglo XXI. Etiopía es uno de los países a la cabeza en el continente. Fuente: The Economist
Uno de los principales artífices de este resurgimiento etíope es sin duda Meles Zenawi. Fallecido en 2012, gobernó el país desde el año 1991, y aun siendo un marxista convencido, no cayó en las intransigencias del Derg, mostrándose como un líder capaz y abierto a lo que el mundo pedía y podía ofrecerle a Etiopía. No es casualidad por tanto que el interés que a Zenawi le suscitaban los modelos económicos y de desarrollo de Corea del Sur y China encontrasen una aplicación en su país.
Crecimiento guiado por una mano firme y fuerte; su mano y la del FDRPE.
Y es que este desarrollismo “a la etíope” es más que crecer por crecer. De hecho Etiopía ha conseguido las notables cifras de crecimiento tanto por la relegada posición de la que partía como por tener un plan ordenado y estable, además de socios que complementen llevarlo a cabo. Igualmente, el hecho de carecer de recursos naturales de tipo energético o mineral puede verse simultáneamente como una maldición y una bendición, pero lo único cierto es que ha obligado al país a cimentar su desarrollo en la agricultura y una progresiva industrialización. Economía real a fin de cuentas.
Del mismo modo, en esta concepción del auge de Etiopía, otro pilar fundamental son las infraestructuras. El gobierno socialista basa buena parte del desarrollo del país en vertebrarlo construyendo carreteras, vías férreas, presas hidroeléctricas, campos de molinos eólicos y otro sinfín de edificaciones y proyectos que permitan al país etíope ganar en competitividad y facilitar que cada vez más habitantes mejoren su calidad de vida.
Y es que este aspecto es precisamente una de las claves futuras del país: por un lado las gigantescas inversiones que acomete Addis Abeba atraen capital extranjero, principalmente chino pero también estadounidense o francés, haciendo del país un destino sugerente para estados relevantes. De igual manera, invertir masivamente en infraestructuras energéticas, caso de grandes presas como la GERD, los inmensos campos eólicos o la energía solar está facilitando que el país etíope roce la independencia energética y a su vez los excedentes puedan ser vendidos a países vecinos, obteniendo importantes réditos económicos y a su vez generando dependencias de tipo energético a su favor con estos. Con ayuda de China, Etiopía se ha apresurado a establecer conexiones de tendido eléctrico con Yibuti, Sudán o Kenia, y extender sus redes hasta Tanzania o Sudán del Sur es el próximo paso, lo que evidentemente va a redundar en una mejora del posicionamiento geopolítico etíope en la región.
Como es de esperar, semejante salto adelante un país de estas características no puede acometerlo de manera autárquica, y Etiopía, una vez más, ha sabido jugar sus cartas para con los países relevantes del globo, ofreciéndole a cada uno lo que más le podía interesar en cada momento y sin comprometer la independencia del país. En la guerra que enfrentó a los etíopes con Eritrea entre 1998 y el 2000, las carencias militares de los abisinios les obligaron a llevar a cabo una profunda modernización del ejército, que quedó listo para servir de apoyo a los Estados Unidos a partir de 2001 en su “Guerra contra el Terror”, especialmente en Somalia. Así, a partir de aquellos años y vigilados de cerca por los norteamericanos desde su base de Yibuti, los etíopes han sido fundamentales en la seguridad del Cuerno de África, especialmente en la lucha contra los señores de la guerra y los grupos y facciones yihadistas que han proliferado en Somalia.
Afinidades o conveniencias aparte –Etiopía nunca ha renegado de Estados Unidos o del Fondo Monetario Internacional–, lo cierto es que el compromiso etíope con la estabilidad africana es cuanto menos que amplio. Ya en los tiempos de Haile Selassie el país era abiertamente panafricanista y el concepto de la “africanidad” política está fuertemente arraigado en la población y la clase dirigente. No es casual por tanto que la Unión Africana, antes Organización de Estados Africanos, haya mantenido la sede en Addis Abeba, y del mismo modo sea Etiopía el país que actualmente más tropas aporta a las misiones de paz en el continente, ya sean auspiciadas por la ONU o por la Unión Africana. Sin convertirse en un apagafuegos africano, Etiopía ha sido el sostén de la misión en Somalia contra Al-Shabab para apuntalar al frágil gobierno somalí y también en la frontera entre los dos sudanes, tanto en la región de Darfur como en la controvertida zona fronteriza de Abyei. Así, en contraste con otras potencias africanas menos implicadas con las misiones de mantenimiento de la paz, Etiopía parece haber apostado buena parte de su reputación continental a ser vista como una potencia responsable y comprometida para con los asuntos africanos; intervencionista pero siempre bajo la legalidad internacional y la legitimidad de la UA o la ONU.
La ONU y la UA desarrollan diversas misiones de paz en África. Etiopía participa en la mayoría de ellas.
No conviene tampoco pensar que todo esto se produce en una situación interna de armonía. El FDRPE tiene su red extendida por todo el país, y el dominio de la vida política, desde la cúspide hasta la base de la pirámide, es absoluta. Poco o nada se mueve en Etiopía a nivel político sin que algún tentáculo de la coalición gobernante esté al tanto. Este nivel de dirigismo y control ha facilitado que el país vaya exactamente en la dirección que el aparato gubernamental desea, pero del mismo modo ha impuesto unas limitaciones más que severas a la proliferación de libertades y disensiones políticas.
Sin embargo, también cabe destacar que la oposición al régimen etíope es bastante limitada, tanto por no existir un rechazo generalizado entre la población –al fin y al cabo las cosas van bien en Etiopía, o al menos bastante mejor que con el Derg y el último emperador– como por la incapacidad de la oposición de organizarse –en parte por la persecución gubernamental–, marcar un discurso deslegitimador del FDRPE y tener unos resultados electorales contundentes –aunque la coacción electoral del partido gobernante es habitual entre el campesinado cuando se acercan los comicios–.
Las fracturas del nuevo imperio
El hecho de que Etiopía lleve una línea claramente ascendente no implica que ese largo camino esté plagado de retos y, en parte, de responsabilidades para con la región del Cuerno de África dadas las grandes diferencias que se van a empezar a dar durante los próximos años respecto de sus vecinos. Del mismo modo, el enorme avance económico que está protagonizando y seguirá protagonizando el país provocará que a nivel interno las demandas y necesidades cambien, y de su adecuada respuesta depende la correcta marcha de este o, caso contrario, en un aumento de la inestabilidad social, política y retos de tipo territorial e incluso ambiental.
A futuro, una de las cuestiones más relevantes y a la vez más acuciantes para el país es la explosión demográfica –algo aplicable prácticamente a la totalidad del África subsahariana–. A día de hoy viven en el país en torno a 97 millones de personas, siendo este el segundo estado más poblado de África, sólo por detrás de Nigeria. De igual manera, el número de hijos por mujer ronda todavía hoy los 4,5 puntos, lo que hace que Etiopía aún esté lejos de haber completado una transición demográfica que estabilice la cantidad de habitantes, lo que presumiblemente debería ocurrir a partir de ese horizonte de 2025 cuando el país haya alcanzado cierta solidez económica. Con todo, las estimaciones apuntan a que para el año 2040 Etiopía de cobijo a 170 millones de personas.
Y es que la cuestión demográfica, si bien es positiva en tanto en cuanto facilita recursos humanos al país y mantiene un equilibrio generacional, en muchos otros aspectos obliga a correr contrarreloj. A nivel económico los ritmos de crecimiento han de ser muy altos, de lo contrario el aumento poblacional “se come” buena parte del desarrollo económico. India es el ejemplo más paradigmático de esta situación, y Etiopía, si bien no seguiría los pasos del país del Ganges, sí podría experimentar síntomas similares. Esta problemática además bien se puede extender a otras cuestiones, como las infraestructuras, la capacidad energética, la situación sanitaria o la educativa. Es por ello que un aumento poblacional tan importante es un considerable reto para un país que si bien crece con fuerza, proviene de una situación muy precaria en muchos ámbitos.
Las tierras y los recursos agrícolas, oportunidad y potencial fuente de conflictos para Etiopía. Fuente: Visionscarto
De igual manera, los rápidos cambios ocurridos durante todos estos años anteriores ya empiezan a dejarse ver en la esfera política. El lento pero continuo avance del nivel educativo, también del económico, y el progresivo acceso a las tecnologías de la información están provocando un cuestionamiento del estamento político, lo que irremediablemente redundará en la legitimidad del FDRPE y su papel monolítico en la sociedad etíope.
A nivel externo parece ya evidente el rol hegemónico que parece haber tomado Etiopía en el este de África, también por la enorme debilidad de los países vecinos y por una Kenia que no termina de encontrar el rumbo, lastrada por la inestabilidad política y los zarpazos de Al-Shabab. Sea como fuere, y sin menospreciar a otros líderes regionales africanos, Etiopía tiene a su alrededor la situación más complicada del continente. Hacia el este, una Somalia fallida cuyo gobierno oficial apenas llega más allá de Mogadiscio, carcomido por los distintos señores de la guerra y más recientemente por el yihadismo, siendo además este último una amenaza transnacional de primer nivel tanto para Kenia como para Etiopía.
Hacia el norte, su vecino eritreo sigue siendo foco de tensión. Aunque las relaciones han mejorado desde la guerra de finales del siglo pasado, lo cierto es que las rencillas históricas, una frontera discutida y la conveniencia de ambos países de mantener las ascuas provoca que no se pueda considerar este un escenario pacificado. Del mismo modo Etiopía mantiene en los últimos años una fuerte presión diplomática y económica sobre Eritrea en un claro intento por provocar el colapso de este régimen. Si esto llegase a ocurrir, Etiopía debería prepararse tanto para un conflicto armado como para una migración masiva de eritreos, lo que siempre es foco de inestabilidad.
Algo similar podría ocurrir en la parte occidental del país. Limítrofe con Sudán del Sur, desde la independencia de este país en 2011, Etiopía se ha cuidado de mantener relaciones equidistantes con sucedido y sucesor tanto para no generar una sensación de desequilibrio como para mantener la puerta abierta hacia ambos países, necesarios por diversos motivos para el estado etíope. Sin embargo, desde su independencia, la situación de Sudán del Sur es cuanto menos que frágil. Pobre, políticamente inestable y con problemas de índole humanitaria como es Darfur, el miedo etíope a que todo el país se desestabilice está más que fundado.
De igual manera tampoco conviene olvidar los problemas que históricamente ha causado el río Nilo. Sudán, pero sobre todo Egipto, miran con recelo la nueva y gigantesca presa etíope. Bien es cierto que se han producido algunos arreglos entre el país del curso bajo y el país del curso alto que apuntan a una notable relajación de las tensiones, pero ni mucho menos es algo que despeje cualquier posibilidad de conflicto. Bien por la producción de electricidad, el agua utilizada para labores de irrigación –un problema habitual en Asia Central, por ejemplo– o como simple maniobra política si Etiopía quisiese presionar a Egipto en otro frente, el frente noroeste no queda apaciguado para los etíopes.
Y es que la geopolítica etíope no debe verse únicamente desde una securitización a la vieja usanza. Precisamente fue en Etiopía a raíz de las hambrunas de los ochenta cuando se tomó conciencia de la importancia de la seguridad alimentaria, y como es de esperar esta relevancia no ha desaparecido del país. A día de hoy las sequías y por extensión las hambrunas siguen siendo una amenaza de primer orden para Addis Abeba, lo que obliga al gobierno etíope a darle una solución integral y en el largo plazo, rozando prácticamente el cueste lo que cueste.
Tampoco es acertado pensar que Etiopía vive asediada por tremendas amenazas. Al fin y al cabo qué estado africano no tiene una buena lista de problemas a sus espaldas. En este reparto, Etiopía no es ni mucho menos de los peor parados, especialmente gracias a su fortaleza del Estado y la ausencia de disparidades interiores de tipo económico o étnico que motiven la inestabilidad.
De igual forma, las oportunidades para este país son numerosas. Ya hemos comentado, por ejemplo, las dependencias que está generando a su favor con los vecinos, especialmente en el plano energético. Más allá de esto, Etiopía es consciente de que necesita explotar una salida al mar sólo posible por dos puntos: vía Yibuti, el diminuto pero relevante estado a su oriente o Somalilandia, el estado de factoescindido de Somalia hace un cuarto de siglo. En relación a estos dos estados, Yibuti también necesita de Etiopía en tanto en cuanto su valor es como punto logístico y comercial, necesitando de un gran socio económico que canalice su comercio a través de su puerto. Igualmente, Etiopía, como estado legitimado en la zona y con poder en la Unión Africana, podría tener en su mano un futuro reconocimiento de Somalilandia, algo a lo que la organización africana se resiste por su concepción sacra de las fronteras coloniales.
Quizás por todo ello ha llegado el momento que el milenario imperio esperaba, una época en la que los etíopes sean dueños de su presente y de su futuro. El milagro más evidente de lo que será el siglo de África. Así arranca la andadura del león africano, y en vista de sus capacidades, no ha hecho más que comenzar.
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