viernes, 19 de agosto de 2016

Yibuti, el centinela de Bab el-Mandeb


Al sur de la ciudad de Yibuti, capital del país al que da nombre y en lo que un día fue el pueblo de Ambouli se encuentra, adosado al único aeropuerto con pista asfaltada del país, Camp Lemmonier, una base que con el paso de los años está adquiriendo toques de condominio. De incalculable valor para Francia, la base del país ha visto ondear la tricolor gala desde su independencia en 1977, y desde el año 2002 también aloja las barras y estrellas norteamericanas. No les ha arrastrado hasta aquí la casualidad, y es que Yibuti, a pesar de su reducido tamaño, mantiene una posición envidiable en la geoestrategia regional. Yibutíes, estadounidenses, franceses y más recientemente chinos, japoneses o saudíes son conscientes de ello, aumentando el valor y los roces por tomar posición en el puente geoestratégico entre el África oriental y la península arábiga.

Una excepción en el Cuerno de África

Lo que hoy es Yibuti fue bautizado al inicio de la colonización como Somalia francesa, pasando en 1967 a cambiar por “Territorio Francés de los Afars y de los Issas” en otro de tantos intentos de la Comunidad Francesa de retener de manera dulcificada a algunos enclaves coloniales y ultramarinos. Los futuros yibutíes votarían en 1977 materializar la independencia, naciendo así el actual estado. Sin embargo, conscientes de su debilidad como país y temerosos de las ambiciones irredentistas de la Somalia de Siad Barre, que había invadido Etiopía en ese mismo año, firmaron con los franceses un acuerdo por el cual París garantizaba la protección de Yibuti a cambio de disponer de una base militar en el país.

No obstante, los gobernantes yibutíes –que en realidad han sido dos, Hassan Gouled Aptidon entre 1977 y 1999 y el actual, Ismaïl Omar Guelleh, que lleva en el poder desde entonces– supieron ver el valor de su reducido país, justo a las puertas del estrecho de Bab el-Mandeb, un punto de incalculable valor como cuello de botella en el tránsito de mercancías, especialmente hidrocarburos, entre el canal de Suez y toda la región asiática. Ya que Yibuti no tiene recursos que explotar más allá de la pesca –el desierto impide la agricultura y su suelo carece de minerales o recursos fósiles–, el país debía conformarse como una atractiva estación en esa vital y concurrida ruta comercial.

Con todo, el potencial de Yibuti no ha impedido que en su seno surgiesen profundas luchas de poder, que durante los años noventa desembocarían en una guerra civil entre la minoría Afar –etíopes– y los Issa, de origen somalí, dada la autocracia monopartidista de Gouled Aptidon. La paz llegaría en 2001, ya con Guelleh, con el compromiso de conferir al país algunas garantías políticas democráticas que efectivamente se han implementado, si bien el presidente ha seguido perpetuándose en el poder. Esta relajación del juego político ha sido clave para dotar al país de cierta flexibilidad en las demandas internas y gozar de un mínimo de estabilidad. De hecho, y con la excepción de la no reconocida Somalilandia, Yibuti es el estado más estable y liberal del Cuerno de África.

En esta situación, qué decir tiene que la presencia extranjera ha sido fundamental para la estabilidad del país africano. A los franceses, cuya base en Yibuti es la mayor de toda África a nivel permanente, se le sumaron en 2002 los estadounidenses en el contexto de la “Guerra contra el Terror”. Por la calidad de las infraestructuras y la posición del país, la base de Camp Lemmonier se volvió esencial a la hora de vigilar la zona del Cuerno de África y la presencia de Al Qaeda en Yemen, entonces un serio peligro para el endémicamente débil régimen yemení –hoy desaparecido por los embates de una guerra civil–. La cuestión es que con tanta presencia extranjera en su territorio, el estado yibutí obtenía un doble beneficio: por un lado se fortalecía su valor geoestratégico y por otro recibía cuantiosas sumas de dinero al permitir la estancia de las potencias occidentales, y todo eso sin contar con la protección de estas, si bien a su vez quedaba expuesto como objetivo del creciente movimiento yihadista.


No obstante, no todo es viento a favor para el diminuto estado. De hecho, Yibuti adolece de muchos males que también se pueden encontrar en buena parte del continente africano, y probablemente, de no ser por los ingresos occidentales, serían todavía peores. Por ejemplo, su Índice de Desarrollo Humano en el año 2014 le situaba en el puesto número 168 de 188 estados, justo entre los dos Sudanes –aunque también huelga decir que es el país con mejor IDH en su vecindario inmediato–; casi un tercio de las cerca de 860.000 personas que pueblan el país es analfabeta; entre un 60% y un 80% está en paro en zonas urbanas y rurales respectivamente y las tres cuartas partes del país viven en la pobreza, cuando no más de un 40% en extrema pobreza. En resumidas cuentas, la situación yibutí es tremendamente complicada, en parte causada por la ausencia total de recursos que explotar y por unos estados vecinos arrasados por la guerra o sumidos en un subdesarrollo todavía peor que el de la excolonia francesa.

Mientras el pasado y el presente del país se ejemplifica en Camp Lemmonier, el futuro parece estar al otro extremo de la capital yibutí. En contraste con el antiguo puerto de la ciudad, ya obsoleto, sin infraestructuras auxiliares y absorbido por el descontrolado crecimiento de la ciudad, encontramos a las afueras el nuevo puerto de Doraleh, que más que un puerto al uso es simple y llanamente una terminal de carga y descarga. Además, esta moderna infraestructura financiada por los Emiratos Árabes se complementa unos kilómetros más al oeste con otra terminal para hidrocarburos en lo que se estima es un macroproyecto logístico en toda la zona para dotar al país –o a los intereses extranjeros puestos en el país– de unas infraestructuras adecuadas y acordes al potencial de Yibuti.

Un enclave de incalculable valor

Catalogar el valor geoestratégico de los distintos lugares del mundo sería un esfuerzo gigantesco y ambiguo, más todavía cuando las dinámicas globales son interdependientes y a la vez cambiantes. De hecho, y aunque sea por diferentes razones y en distinta intensidad, la mayoría de los países del mundo tienen puntos de cierto valor geoestratégico, desde Panamá con su canal hasta Malí en el África occidental, pasando por qué no por las islas Spratly del sudeste asiático. Algunos destacan por su potencial en el aspecto financiero, otros por cuestiones relacionadas con los hidrocarburos y unos pocos por ser donde se canaliza el tráfico comercial nacional, regional o global. En definitiva, distintas capas que se agregan o no a un determinado lugar en tanto en cuanto esté insertado en diferentes y relevantes dinámicas.

Aunque su situación dista de la panacea, Yibuti reúne un buen número de requisitos y cualidades que hacen del país atractivo a los ojos extranjeros, y no sólo para un aspecto concreto de la geopolítica regional o global, sino que precisamente su polivalencia es su mayor garantía actual.

El primero de ellos es ser, de manera compartida con Yemen, el cuello de botella del Mar Rojo, o lo que es lo mismo, uno de los atentos vigilantes del estrecho de Bab el-Mandeb. Este chokepoint no tiene una importancia tan crucial como los de Ormuz y Malaca, relevantes por canalizar el petróleo saliente del Golfo Pérsico y la práctica totalidad del tráfico marítimo de Asia-Pacífico respectivamente, pero no deja de ser el cuarto del mundo en cuanto a tránsito de petróleo, tercero si le consideramos junto con el de Suez. Del mismo modo, y excluyendo los hidrocarburos, Bab el-Mandeb es paso obligado de las mercancías entre la región mediterránea –y europea por extensión– y el sudeste asiático; en definitiva, una de las puertas que conecta el declinante polo económico global con el ascendente.


A escasos treinta kilómetros cruzando el mencionado estrecho encontramos las tierras yemeníes, motivo más que relevante para resaltar la importancia estratégica yibutí y en buena medida relacionado también con la importancia de Bab el-Mandeb. El país arábigo ha sido, ya desde los tiempos en los que estaba partido en dos, un lugar altamente inestable y proclive a los conflictos armados, disminuyendo irremediablemente la seguridad en el chokepoint aledaño. Es más, durante el presente siglo, la presencia en Yemen de Al Qaeda, una de las filiales más fuertes de este grupo terrorista, ha sido constante y creciente, llegando a controlar partes del este del territorio nacional y contribuyendo notablemente a que el país rozase convertirse en un Estado fallido.

En los últimos años, y de una manera similar a lo ocurrido en la práctica totalidad del mundo árabe, Yemen ha sufrido su particular crisis política, una crisis interna mutada en guerra civil que ha acabado subsumida en el pulso que mantienen saudíes e iraníes por todo Oriente Próximo, motivando la intervención de Arabia Saudí en el país para hacer retroceder a los rebeldes hutíes del norte –chiíes, evidentemente–.

Estos sucesos en el propio Yemen, ahora sí abocado a ser un estado sólo nominalmente, poco importan a Yibuti, de nimio ejército y escasa proyección exterior. Ahora bien, lo que ocurre en el teatro regional, tanto en el entorno más inmediato como en proyecciones más distanciadas, es fundamental para los países interesados en hacer amistad con los yibutíes, la atalaya perfecta desde la que vigilar el incendio circundante.

En el propio continente africano también hay un sinfín de oportunidades para quien consiga posicionarse en Yibuti. Como parte del Cuerno de África, el diminuto país ha sido clave en la respuesta a conflictos y problemas de la zona. Somalia, por ejemplo, sigue tan rota como hace un cuarto de siglo, y suerte tienen los yibutíes de que su país linde con Somalilandia, ese estado no reconocido por sus vecinos continentales ni por la Unión Africana en su particular e irregular doctrina del principio de intangibilidad de las fronteras. Paradójicamente, sólo Yibuti separa un estado escindido de facto como es Somalilandia de uno independizado de iure, que es Eritrea. Parte integrante de la “Etiopía histórica”, consolidó su independencia en 1993 tras treinta años de guerra enmarcadas en la ya enormemente destructiva guerra civil etíope.

La cuestión actual es que Eritrea, lejos de seguir el ejemplo político de sus vecinos yibutíes, se ha convertido en uno de los países más autocráticos y autárquicos del mundo. Teniendo ciertos paralelismos con Corea del Norte, este país africano dedica buena parte de sus recursos y gasto público –bastante escasos de por sí– a las fuerzas armadas del país, haciendo imposible un mínimo desarrollo de la economía nacional y de su población, mayoritariamente viviendo bajo el umbral de la pobreza y con un nivel de emigración que bien podría ser calificado como éxodo.

Sin embargo no todo iban a ser complicaciones para el estado yibutí. De hecho, gracias a los eritreos se ha gestado su gran oportunidad de futuro en el ámbito económico. Prácticamente rodeada por Etiopía, el país que está llamado a ser el próximo león africano, Yibuti podría recibir el impacto positivo a nivel económico si el país etíope acaba conformándose como una potencia media.

Cuando Eritrea se separó de Etiopía, desgajó del país la totalidad del litoral de este, haciendo del estado etíope un país sin salida al mar. Para no verse abocados a la supuesta “maldición” de los países sin costa, Etiopía ha visto en el estable y progresivamente modernizado Yibuti un más que óptimo lugar para dar entrada y salida a las mercancías que necesita la economía nacional, dado que las relaciones con sus vecinos eritreos están más que deterioradas y la situación del país es cuanto menos desastrosa. Qué decir tiene que de darse el crecimiento y desarrollo etíope oportuno, Yibuti se vería igualmente beneficiado y su papel como apéndice logístico y auxiliar etíope estaría más que garantizado.

Plazas limitadas para un club exclusivo

Aunque Yibuti no es un país grande territorialmente hablando, sí tiene extensión suficiente como para alojar un buen número de infraestructuras o edificaciones, por muy desértico que sea este enclave africano. Sin embargo, es demasiado pequeño como para poder poner distancia entre los innumerables pretendientes que tiene. Franceses y estadounidenses ya están militarmente en el país, controlando fundamentalmente el tránsito en Bab el-Mandeb, la situación en Yemen y la deteriorada Somalia, así como posibles conatos de piratería en el Cuerno de África, una situación aparentemente controlada desde que se lanzó la Operación Atalanta.

A estos se le han ido sumando los japoneses con una estación en el país, un hecho más que relevante dadas las limitaciones que tiene el país nipón respecto a cuestiones de Defensa y seguridad, y los ‘petrodólares’ árabes, saudíes y de los Emiratos Árabes, concretamente. No obstante, a pesar de la amalgama de nacionalidades de cuatro continentes, en líneas generales todas ellas circulan por la misma senda, de ahí que en Yibuti exista cierta coexistencia pacífica entre todos los intereses y proyectos superpuestos. Los noratlánticos basan su presencia en la securitización de la zona; los árabes –de clara impronta suní y bajo la atenta mirada saudí– simplemente se dedican a hacer negocios en lo que bien podría ser el primer anillo de influencia más allá de la propia península arábiga.

Sin embargo, esta “armonía” se ha roto con el gran protagonista de los últimos años en buena parte del Sur global: China. El Imperio del Medio ha posado su vista en el pequeño estado africano, deseoso de tener una parte del pastel que Yibuti desbloquea. Y es que las ambiciones de Pekín son, simple y llanamente, geoestratégicas. Una hipotética base china en Yibuti sería el sustituto regional dentro delCollar de Perlas a un frustrado puerto en Adén (Yemen), hoy y en el medio plazo inviable dada la caótica situación que vive el país. Con un puerto, o más allá, con una base, China desea participar también en el control de Bab el-Mandeb, y lo que es más importante, proteger sus importaciones de crudo de Sudán, hoy embarcados en Puerto Sudán, unos cuantos cientos de kilómetros al norte de Yibuti.

De igual modo en Pekín ven con agrado hacerse hueco en el país yibutí por las oportunidades que ofrece el crecimiento etíope. China ya ha comenzado a posicionarse económicamente en Etiopía y la región, en líneas generales, ofrece perspectivas de futuro interesantes siempre y cuando haya infraestructuras de cierta calidad, y es aquí donde entra la inversión de los países arábigos y también de los chinos. Para que el continuo Etiopía-Yibuti prospere hace falta aún una vía férrea que conecte ambas capitales –especialmente Addis Abeba con el puerto de Doraleh–, algo que a día de hoy todavía no existe, así como unas conexiones viarias de cierto nivel, un objetivo que dista con la realidad. Así, no sería de extrañar que China acudiese a Yibuti con una suculenta oferta de inversión a cambio de un permiso de estancia, o hiciese lo propio con Etiopía para meter presión al gobierno yibutí.

El mayor problema para Yibuti provendría por tanto del terrible dilema que supondría tener que elegir entre los chinos o los estadounidenses. En Washington son reacios a compartir territorio con Pekín, menos todavía cuando buena parte de sus intereses son de la misma naturaleza –geoestratégicos–. Recientemente se renovó la concesión de la base norteamericana por diez años más, en un claro guiño yibutí al alineamiento con Estados Unidos. Sin embargo, los estadounidenses aplican un pragmatismo extremo: en tanto en cuanto les interese estar allí, estarán y pagarán un sustancioso alquiler; el día que no pinten nada harán las maletas y se irán. Pan para hoy y hambre para mañana, en definitiva. Sin embargo, el impacto chino podría ser más beneficioso a largo plazo de realizarse una inversión adecuada, especialmente si Etiopía sigue la senda del crecimiento. Ahora bien, en semejante encrucijada Yibuti se expone a una proxy war, aunque sea económica, entre EEUU y China; un potencial factor de desestabilización que ambas potencias promoverían con el fin de escorar al gobierno hacia sus intereses, todo un terremoto que el frágil estado africano no podría soportar.

Por el momento Yibuti ha acoplado su senda de desarrollo a las rentas proporcionadas por estados e intereses extranjeros, haciendo del país enormemente dependiente de estos. En este sentido, el país africano debería buscar aumentar su valor en alguna dinámica global que les otorgue cierto margen respecto de las potencias extranjeras, ya sean occidentales o potencialmente china. El país yibutí ha conseguido esquivar con cierta solvencia numerosos problemas políticos y económicos que son endémicos del continente, pero también han de saber que en buena medida no ha sido decisión suya, sino un ambiente sostenido desde fuera. Yibuti tiene por delante el tremendo reto de mantener un complicado equilibrio para con el exterior, pero al menos tiene la ventaja de que nadie querría dañar un tesoro tan preciado.

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