El 24 de noviembre de 1965, Mobutu Sese Seko (1930-1997), por aquel entonces Comandante en Jefe del Ejército de la República Democrática del Congo (RDC), dio un golpe de Estado y ejerció de facto la Presidencia de su país hasta su nombramiento oficial en 1970. Un año después nació la República de Zaire, el Reino de Mobutu, un régimen hecho a su imagen y semejanza, controlado con mano de hierro y heredero del sistema de ocupación colonial.
Si bien es cierto que la sucesión de los acontecimientos estuvo condicionada por el contexto de la Guerra Fría, Mobutu no fue sino un producto de más de setenta años de ocupación extranjera basada en la humillación, el sometimiento y el expolio. Su régimen supuso la reconfiguración de una férrea estructura de unipersonal y patrimonial del poder desamparada en el momento de su ascenso, pero que ni comienza ni termina con su persona. La historia del poder en Zaire, renombrado hoy como su denominación anterior, ha girado en torno a la violencia, la corrupción y la impunidad, dimensiones que se mantuvieron tras la caída de Mobutu, durante la Gran Guerra Africana (1998-2001) y que amenazan al Congo en la actualidad.
Debido a su posición geopolítica, el destino del país siempre ha estado ligado al de sus vecinos y, como resultado de su abundante riqueza en recursos naturales, ha sido objeto de la codicia de potencias y empresas extranjeras que no han dudado en intervenir en defensa de sus intereses desde mediados del siglo XIX, condicionando el desarrollo del país. Como resultado de los dramas coloniales terminó por consolidarse una conciencia colectiva protagonizada por la violencia que tomó forma de conflicto armado tras la caída de Mobutu. El proceso de paz que siguió a la guerra terminó con un acuerdo entre las partes que desembocó en la celebración de las primeras elecciones presidenciales libres en 2006.
Joseph Kabila, vencedor de aquellas elecciones, reeditó su victoria en 2011. Tras diez años de mandato democrático la Constitución le impide presentarse a una nueva convocatoria prevista en principio para noviembre de este año. Los palos en las ruedas ya han comenzado y tan solo nos queda preguntarse si la estructura tradicional del poder fue enterrada con el proceso de paz o si, por el contrario, el país ha entrado en un bucle histórico de difícil solución. Una panorámica de sus orígenes coloniales nos ayuda a profundizar en la cuestión.
La falacia de la filantropía leopoldina y el Congo belga
El modelo colonial del Congo arranca con el reparto geográfico de África. A lo largo del siglo XIX los europeos comenzaron a realizar incursiones cada vez más profundas por todo el continente. Las expediciones belgas se extendieron en torno a la cuenca del río Congo, un enclave estratégico y con abundante riqueza en recursos naturales codiciado por todas las potencias europeas. Corría el año 1885 cuando la Conferencia de Berlín, recompensando la supuesta labor humanitaria y de progreso que estaban realizando los belgas en la región, concedió a Leopoldo II (1835-1909), Rey de Bélgica, la soberanía del territorio. De esta forma quedaba resuelto el litigio europeo y nacía, en el marco de un nuevo orden colonial, el Estado Libre del Congo, una propiedad personal del Rey de Bélgica, un vasto y rico territorio por civilizar.
A la hora de repartir la tarta africana, sobre Bélgica recayó la actual República Democrática del Congo (también conocida como Zaire)
La esclavitud era una realidad de sobra conocida para los habitantes del lugar, quienes se habían visto sometidos a la actividad esclavista desde el siglo XV –e incluso anteriormente, alrededor del siglo VIII, con el comercio árabe de esclavos–. El desembarco de Leopoldo II llevó como bandera la lucha contra esta lacra, pero el objetivo último de la misión fue la ampliación de sus dominios, el monopolio del poder y el control de unos recursos naturales ahora de su propiedad.
Los abusos y la explotación continuaron ante el aumento de la demanda internacional de recursos procedentes de la región, sobre todo de marfil y de caucho, material muy codiciado en plena época de desarrollo industrial. La actividad económica extractiva en particular, realizada de manera forzosa, estuvo caracterizada por el terror, el sufrimiento e incluso la muerte. Su impronta en el imaginario colectivo alimentó durante las décadas siguientes una incipiente cultura basada en la violencia. El Rey construyó su poder político sobre la base de unas relaciones clientelares, tanto con particulares como con compañías comerciales controladas por él mismo, con el objetivo de garantizar el dominio del territorio.
El resultado de los más de veinte años de dominio del monarca fue el expolio de los recursos naturales sin beneficio alguno para una población víctima de prácticas genocidas que resultó diezmada –se estima que murieron entre ocho y diez millones de personas durante el periodo– como consecuencia de la explotación, la destrucción o desplazamiento de las comunidades, así como por la proliferación de enfermedades. Mientras tanto, Bruselas se llenaba de palacios y riqueza. Fue finalmente en 1908 cuando Leopoldo II cedió su gran propiedad al pueblo belga y se instauró un sistema colonial al uso de la época pero viciado por las prácticas, la estructura y la cultura que llevaba asentándose desde las dos últimas décadas.
El colonialismo belga que sucedió al patrimonialismo leopoldino ejerció su dominio sobre un sistema político basado en la conjunción de una Administración centralizada, un Ejército fuerte y una Iglesia con el monopolio de la enseñanza como elemento de adoctrinamiento. Si no era por coerción, la población se sometería como resultado de su alienamiento con el orden establecido. A pesar de la gran riqueza del territorio la Administración colonial nunca invirtió en el desarrollo del país o de su población.
Tras la Segunda Guerra Mundial, en pleno proceso de descolonización, las autoridades se vieron obligadas a permitir la independencia del territorio. Así nació la República Democrática del Congo, en 1960. Comenzó entonces un periodo de inestabilidad e incertidumbre que fue recibido inicialmente con júbilo. La ausencia de una élite autóctona capaz de lidiar con los entresijos de una estructura estatal contemporánea, así como la influencia de la Guerra Fría en un enclave tan estratégico y la abundante riqueza natural del país, propiciaron que el acceso a la independencia diera lugar, tras un breve paréntesis, a una nueva estructura patrimonial bajo el mando Mobutu Sese Seko.
De la creación de Zaire, el Reino de Mobutu, a la crisis de los Grandes Lagos
Tras la retirada de la Administración belga, Patrice Lumumba (1925-1961), antiguo combatiente por la independencia, fue elegido Primer Ministro y se convirtió en el primer mandatario del país en acceder al poder de forma democrática. El nacimiento de un Estado que velara por los intereses de su población se difuminó cuando grupos étnicos de varias regiones del país, en ocasiones apoyados por gobiernos extranjeros, iniciaron movimientos de oposición al Gobierno que pusieron en jaque la integridad del nuevo Estado. Casos paradigmáticos son la rebelión de Stanleyville y la creación de la República de Katanga –una de las regiones más ricas del país–, cuya independencia se prolongó desde 1960 hasta 1963.
Ante el devenir de los acontecimientos el Primer Ministro solicitó apoyo a la Unión Soviética, acto que fue considerado en Washington como una oportunidad de Moscú para expandir su área de influencia al corazón de África. Lumumba fue apartado del cargo por el Presidente Joseph Kasavubu apenas unos meses después de acceder al poder. Comenzó una lucha por el poder que terminó con el asesinato de Lumumba en 1961, en una operación coordinada con la CIA, al tiempo que la crisis política se agravaba.
La llegada al poder de Mobutu con un golpe de Estado se produjo 1965, tras cinco años de incertidumbre, e inició un periodo en el que el nuevo mandatario no ostentó inicialmente el poder absoluto. No obstante, no tardó en consolidar su posición e implantar un sistema absolutista basado en una adulación divinizada hacia su persona. Así nació en 1971 Zaire, el Reino de Mobutu. Durante sus primeros años de mandato Mobutu se dedicó a consolidar su poder mediante la neutralización, tanto política como física, de sus opositores. Llevó a cabo una serie de reformas para consolidar el nuevo sistema y adoptó un falso discurso nacionalista con el objetivo de alienar a la población en la defensa de sus intereses personales. La estructura del poder en el nuevo orden se asentó sobre la figura de un líder cuasi-espiritual que buscaba el resurgir de su pueblo, pero la realidad fue un sistema económico cuyas raíces se hundían en un neo-patrimonialismo al servicio del beneficio a partir de la explotación de los recursos naturales y en connivencia con el bloque occidental de la Guerra Fría, que veía en el régimen de Mobutu un pivote central en la contención del marxismo en el continente.
Treinta años de Mobutu fueron suficientes para destruir cualquier atisbo de institucionalidad estatal. El control del territorio era ejercido a través de una red formada por aliados y familiares. El beneficio de los recursos se centralizó en el propio Mobutu y, por desborde, en su círculo más cercano. Mientras tanto regiones enteras del país, así como sus poblaciones, se veían envueltas en la más extrema pobreza no solo a nivel económico, sino también en lo que a educación, sanidad y desarrollo se refiere.
El apoyo occidental al régimen fue volviéndose incómodo con los años y la desintegración de la Unión Soviética precipitó su final. Mobutu no fue del todo consciente del incipiente nuevo orden que arribó en la década de los noventa y confiaba en los instrumentos de coerción y en la divinización de su figura como elementos perpetuadores del régimen. Ante la imposibilidad de un cambio de forma ordenada y democrática, no fue sino un enfrentamiento armado el que determinó su caída en desgracia.
La crisis humanitaria que se desencadenó en los países vecinos a principios de la década como resultado de la guerra civil repercutió en Zaire con la llegada de refugiados y fraguó el contexto de las revueltas. La Primera Guerra del Congo, que tuvo lugar entre 1996 y 1997, fue un conflicto interno con amplias repercusiones regionales que llevó al poder a Laurent-Désiré Kabila (1939-2001), de ideología izquierdista, con el patrocinio de Uganda y Ruanda. Su mandato, orientado inicialmente a la destrucción de los vestigios de Zaire y la articulación de una nueva República Democrática del Congo, fue breve. Kabila fue asesinado el 16 de enero de 2001.
Fantasmas del pasado en los albores del Siglo XXI
Los entresijos de su muerte se fraguaron a partir de agosto de 1998 con el estallido de una nueva guerra que en esta ocasión presentó mayor incidencia del conflicto interétnico de la región de los Grandes Lagos. La Segunda Guerra del Congo es también conocida como la Gran Guerra Africana (1998-2003). Kabila eludió su deuda con Uganda y Ruanda como respuesta al malestar generado en la población debido a la presencia de altos cargos ocupados por extranjeros y buscó nuevos aliados en Zimbabue y Namibia. Uganda y Ruanda optaron por la intervención armada en el territorio para la defensa de sus intereses nacionales, directamente relacionados con la crisis de los refugiados. En paralelo el poder local inició un proceso de reconfiguración que se caracterizó por la fractura del mismo. Las redes clientelares del sistema buscaron nuevos aliados, ya fueran regionales o internacionales, que continuaron con el expolio de los recursos naturales y sumieron al país en una etapa de violencia generalizada.
Durante cuatro años predominó el caos como resultado de la fragmentación del poder en diversos señores de la guerra respaldados por actores externos. Joseph Kabila, hijo de Laurent, sucedió a su padre en el cargo siendo nombrado oficialmente por el Parlamento apenas unos días después de su muerte. Si bien el traspaso de poder no contó inicialmente con el apoyo de todo el sistema político, la formación de un Gobierno formado exclusivamente por tecnócratas, así como el inicio de un proceso de reformas políticas y económicas que contó con el beneplácito de las potencias occidentales, le otorgaron la legitimidad necesaria como para capitanear un proceso de diálogo auspiciado por Naciones Unidas que terminó con un acuerdo de paz en 2003. Tan solo un año después tuvo lugar la formación de un Gobierno de transición –el conocido “1+4”, presidido por Joseph y con los cuatro principales señores de la guerra como vicepresidentes– que rigió el país hasta la convocatoria de elecciones en 2006. El balance de seis años de guerra fue dramático, se estima que murieron alrededor de cinco millones de personas.
Aunque los acuerdos de paz no trajeron un escenario de estabilidad total, puesto que Joseph tuvo que hacer frente a un golpe de Estado y la rivalidad regional se mantenía al tiempo que ciertos grupos armados continuaban su actividad en el este del país, fue posible reducir el perfil del conflicto generalizado y celebrar en 2006 las primeras elecciones presidenciales libres del siglo XXI. Joseph venció en la segunda vuelta a Jean-Pierre Bemba, Vicepresidente del Gobierno 1+4, que además quedó disuelto tras las elecciones. La victoria de Joseph le concedió el monopolio de un poder legitimado democráticamente y cada vez más institucionalizado.
En noviembre 2011 Joseph Kabila fue reelegido por segunda vez aunque en esta ocasión su rival no aceptó los resultados. Ese mismo año tuvieron lugar elecciones legislativas y el grupo de Kabila, “Mayoría Presidencial”, obtuvo una amplia mayoría absoluta. A pesar de las críticas, los episodios de violencia y las coacciones a la libertad de expresión, finalmente Kabila nombró Primer Ministro a Agustín Matata Ponyo, cuyo gabinete se orientó a realizar una profunda reforma económica que estabilizara el sistema.
Con el objetivo de cerrar el conflicto en el este del país se firmó en febrero de 2013 el “Marco para la Paz, la Seguridad y la Cooperación en la República Democrática del Congo”, en Addis Abeba. El acuerdo busca por extensión la estabilidad de la región y apuesta por la cooperación en materia de seguridad, tanto política como económica. No obstante, la espiral del conflicto parece interminable y varios grupos armados aún siguen rigiendo en el este del país.
2016: ¿Vuelta a la casilla de salida?
La Presidencia de Kabila debería terminar este mismo año 2016, en noviembre, puesto que según la Constitución el Presidente tan solo puede optar a un máximo de dos legislaturas de cinco años. Ante la imposibilidad de renovar su mandato por la vía constitucional han sido varias las fórmulas empleadas por Kabila para facilitar su perpetuación en el poder. Si en enero de 2015 la celebración de elecciones fue condicionada mediante una nueva ley a la actualización del censo electoral –reclamación histórica de la oposición, puesto que el censo actual data de 1984, pero que en este contexto habría retrasado la convocatoria durante varios años debido a la complejidad de su elaboración–, el Senado terminó por retirar la cláusula ante la presión social. Fracasado su primer intento, a finales de 2015 el Tribunal Constitucional decidió retrasar las elecciones presidenciales hasta la celebración de elecciones regionales tras una reforma territorial. Recientemente el Gobierno ha declarado que debido aproblemas logísticos y presupuestarios la convocatoria podría retrasarse.
La sucesión del poder en la República Democrática del Congo es una cuestión de candente actualidad. En las últimas semanas vienen produciéndose enfrentamientos y protestas civiles –duramente reprimidas– contra las intenciones de Kabila de continuar en el cargo por encima de la ley. Entretanto el principal aspirante opositor, Moise Katumbi, está siendo investigado acusado de haber contratado mercenarios. Ante esta situación cabe preguntarse si la estructura del poder tradicional, producto de la colonización, la violencia y el expolio, se perpetuará una vez más. La RDC ya no es el jardín de Leopoldo II, ni el reino de Mobutu. Tampoco es un país-epicentro de un conflicto continental abierto aunque sigan existiendo vestigios del mismo. Sigue siendo, no obstante, un Estado frágil institucionalmente y con una tradición democrática que podemos contar con los dedos de ambas manos.
Una correcta sucesión presidencial ayudaría a la consolidación de una verdadera República Democráticadel Congo. No obstante, dadas las condiciones actuales, la posibilidad de la perpetuación del poder tradicional sigue abierta. De aquí a noviembre saldremos de dudas.
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