Todos los imperios impongan a los dominados su cultura, su modo de vida, su cosmovisión, porque los expolien económicamente, porque los degraden en términos humanos.
Son detestables, además, porque basan su dominio en la fuerza bruta. En ese sentido ningún imperio se diferencia de otro. Su mensaje es violento, y la violencia engendra más violencia: círculo vicioso del que es muy difícil salir.
¿Es Estados Unidos más malvado que el Imperio Romano? ¿O que la Confederación Inca en su expansión por medio continente sudamericano? ¿Quiénes fueron más despiadados: el católico reino de España en su conquista de América o las hordas de Gengis Khan en Asia Central? En definitiva, ¿no estaban alentados por similar ansia de poder los faraones egipcios que la "raza superior" de los nazis? Entramos al tercer milenio de ¿civilización? y la fuerza bruta sigue siendo la que marca la diferencia entre los pueblos. En ese sentido: ¡el tamaño sí importa! Continúa imponiendo las condiciones, igual que en la época de las cavernas, el que detenta el garrote más grande. Lo patético es que hoy ese garrote se llama energía nuclear, y con eso estamos eternamente ante un barril de pólvora, siempre listos para la catástrofe atómica que puede extinguir a la Humanidad en su conjunto y toda forma de vida sobre la faz del planeta.
La diferencia con el imperio actual radica únicamente –lo cual no es poco– en las características de su poderío. El poder destructivo que acumuló la sociedad estadounidense no tiene parangón en la historia. Como todo imperio seguramente también caerá. Pero por ahora, aunque va perdiendo el dinamismo de décadas pasadas, no. Al contrario, como gigante malherido, está dispuesto a tornarse cada vez más violento, a defender cada vez en forma más brutal sus privilegios. Por lo pronto, su capacidad bélica es desmedida: la mitad de los gastos militares del mundo se hacen ahí. Un 25% de su economía está dedicada a la industria de guerra, y si bien terminó formalmente la Guerra Fría, la agresividad belicista no termina.
Para dejar en claro que no cederían un milímetro en su creciente dominio planetario, la dirigencia de este país hizo algo que ninguna otra sociedad se ha atrevido a hacer hasta ahora: usar armas nucleares contra población civil no combatiente.
Llenándose la boca con altisonantes palabras como "democracia", "libertad", "derechos humanos", su agresividad no tiene comparación. Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial son, sin ningún lugar a dudas, la super potencia capitalista; en modo alguno era necesaria la carnicería de Hiroshima y Nagasaki para evidenciar su poder. Pero el poder es así: impune.
Vencida ya la Alemania nazi y a punto de capitular el gobierno de Japón, la suerte de esa gran contienda que enfrentó prácticamente a toda la humanidad ya estaba sellada para agosto de 1945. Arrojar armamento nuclear no cambiaba en nada la resolución militar. Fue, en todo caso, una amenaza. Tal como hoy día lo es, en buena medida, la hiper militarización del mundo. La paz no se construye de esa manera: los misiles nucleares de Corea del Norte son "malos". ¿Los de Washington son "buenos"?
"Aquí mandamos nosotros, y eso no se discute". Ese, solo ese, fue el mensaje que enviaron las dos explosiones atómicas. Una advertencia al mundo: a las otras potencias capitalistas, y al incipiente campo socialista.
Pero el mundo ya no es el mismo. Hoy día Estados Unidos no tiene el monopolio nuclear. El mundo cambia, y aunque el campo socialista ha sufrido últimamente duros reveses, la reacción de las grandes masas humanas que siguen viviendo con penurias no ha terminado. La historia la escriben los que ganan; en este caso, sobre los hongos nucleares que costaron miles de vidas. Pero la historia no ha terminado.
¿Pedirán perdón alguna vez los dirigentes estadounidenses por esa inmoral masacre cometida en Japón en 1945? Es lo mínimo que se podría esperar de un país civilizado.
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