Eric Hobsbawm, el reputado historiador británico, escribió una vez una frase que bien podría resumir la ya larga historia del nacionalismo serbio: “Forma parte de la esencia de una nación interpretar mal su pasado”. No olvidemos que el nacionalismo como práctica política presente busca en el pasado hechos o mitos que ayuden a conseguir o justificar objetivos futuros. Es decir, la nación no se entiende sin su pasado, el cual proporciona ejemplos de virtud y ayuda a definir una identidad colectiva específica sobre la que construir un proyecto político. Los franceses tienen su revolución, los españoles su “Reconquista” y los italianos su reunificación. Todas las naciones que pretenden definirse como tal buscan en su historia elementos sobre los que desarrollar esta tarea. Este relato mítico-simbólico, al estar marcado por la agenda política, puede ser de lo más variado, sin embargo, conocerlo ayuda a entender el porqué de muchas decisiones o actitudes.
El caso serbio es un claro ejemplo de esta dinámica. En palabras del premio Nobel, Elías Canetti, los serbios también tienen sus símbolos de masas, pilares sobre los que definen su actitud nacional y sus reivindicaciones patrias.
La gloria perdida de los Nemajic
El primero de estos pilares es, sin duda alguna, la dinastía Nemanjic, bajo la cual, según la intelectualidad serbia, se origina el primer estado independiente serbio. El fundador de esta dinastía fue Stefan Nemanja, un noble nacido alrededor del año 1113 y que a lo largo de su vida logró someter a vasallaje al resto de nobles de la región. Su hijo, del mismo nombre, logró asentar de forma definitiva el poder de su padre, consiguiendo en 1217 ser coronado rey por el pontífice romano Honorio III. No obstante, el primer acto de clara autonomía del reino se produciría dos años más tarde, cuando bajo el reinado del hijo menor de Stefan, Sava, se fundaba la Iglesia ortodoxa serbia. Desde este momento, los miembros de la dinastía asumieron el papel de protectores de la fe, implicándose estos directamente en el proceso de evangelización de los Balcanes. Todos los súbditos y vasallos de los Nemanja debían pertenecer a la misma comunidad religiosa, donde Sava y sus sucesores serían considerados santos mayores. Todo aquel que en adelante se hiciera cargo del reino y sus asuntos se preparaba también para convertirse en santo. Cada rey tenía su propio cronista encargado únicamente de registrar todos los hechos por los que su señor era digno de santidad. La Iglesia ortodoxa se convertía en la prueba de la virtud del estado mismo, quedando de esta manera entremezclada la legitimidad política y religiosa.
De esta época data la construcción de gran cantidad de los monasterios ortodoxos que hoy vemos como parte natural del paisaje en Serbia y Kosovo. Monasterios que en su momento constituyeron verdaderos puntos avanzados del poder de los Nemanjic. Tanto fue así que en 1331, de la mano de Dusan, el reino alcanzaría el cénit de su poder. Las fronteras llegaron hasta Croacia por el norte, el mar Adriático por el oeste, el mar Egeo por el sur y a las puertas de Constantinopla por el este. Cuentan las crónicas que sólo una invasión desde la actual Hungría evitó que la Divina Puerta cayera en manos de Dusan. Sin embargo, no sólo territorialmente se expandió el reino, sino que también la administración sufrió una gran reforma bajo el mando de Dusan. Un nuevo código de leyes fue promulgado y un sistema tributario, que alcanzaba a todos los territorios, fue desarrollado. Tal era la preponderancia del reino en la región que en el año 1346 Dusan decidió adoptar el título de Zar, Emperador, mostrando así su superioridad tanto sobre los nobles como sobre otros reyes de la zona.
En la actualidad muchos son los serbios que siguen considerando a Dusan un héroe nacional. El relato de su poder se equipara con el ideal de la Gran Serbia, con la gloria de un estado que ocupe el lugar que realmente le pertenece. No obstante, menos son los que recuerdan que tras la muerte del Zar el reino se dividió entre sus sucesores y poco quedó de ese “Gran Estado Serbio”. Los conflictos entre la nobleza marcaron la tónica de los siguientes años, y sólo la inminente amenaza que suponía el avance del ejército otomano consiguió reducir las disputas entre los señores feudales. Knez (príncipe) Lazar, emparentado con los Nemanjic a través de su mujer Milica, logró reunir en torno a su figura un ejército lo suficientemente grande como para hacer frente a las tropas del Sultán Murad I. Lo que ocurrió a continuación es una historia que hoy en día todo serbio conoce. Si un primer pilar del nacionalismo serbio es sin duda la dinastía Nemanjic, el segundo pilar es la Batalla del Campo de los Mirlos.
La Batalla del Campo de los Mirlos. Quinientos años de dominación otomana
Los historiadores sitúan el enfrentamiento el día 28 de junio del año 1389 (15 de junio conforme al calendario juliano), en las llanuras que hoy bordean la ciudad de Pristina, capital de Kosovo. Según cuentan las crónicas, miles de guerreros procedentes de las actuales Serbia, Bulgaria y Rumania se enfrentaron en aquella jornada al ejército otomano que comandaba el Sultán Murad I. Los combates fueron terribles. Tanto el Sultán como Knez Lazar perecieron en la lucha, y sólo la extenuación y la superioridad numérica decantaron la balanza a favor de los invasores.
En la creencia popular balcánica esta derrota simboliza el inicio de más de quinientos años de ocupación, idea especialmente arraigada entre la población serbia, los cuales además consideran este hecho como el fin de la autonomía del estado serbio y su Iglesia. La gloria pasada quedaba enterrada bajo el dominio otomano y Knez Lazar se constituía como el último gran héroe de la nación serbia. Ni las figuras de Stefan Nemanjic, San Sava o Dusan despiertan hoy en Belgrado tanto entusiasmo como Knez Lazar. Y es que cientos de poemas se han compuesto en honor al príncipe tras su muerte en la batalla.
Un buen ejemplo de esto es la liturgia que se celebra cada año en el monasterio de Ravanica, donde descansan sus restos mortales, conmemorando el 28 de Junio como el día del martirio de la nación serbia. Según la tradición, los serbios y Knez con su sacrificio, consiguieron en el reino de los cielos lo que legítimamente les pertenecía en la tierra. El mito y el trauma de la pérdida de la Gran Serbia se han mantenido a pesar de los años, reinterpretado y relatado mil veces. Sin embargo, el fin abrupto del sistema comunista y la República Yugoslava consiguió reabrir una herida que algunos consideraban ya cerrada. El espejismo federal yugoslavo no consiguió resolver la cuestión nacional balcánica, y el colapso de este hizo saltar a la palestra los viejos símbolos nacionales.
SlobodanMilošević. Una nueva batalla por la Gran Serbia
En el caso serbio, el político que mejor supo interpretar la nueva situación fue sin duda alguna Slobodan Milosevic. Procedente del Partico Comunista Serbio, Slobodan fue durante años el hombre de confianza de Ivan Stambolíc, presidente de la República de Serbia durante los años 80. Gracias a esta aventajada posición pudo conocer de primera mano los problemas de las minorías serbias fuera de la República durante el final de la década. Tensiones como las que se vivían entre albaneses y serbios en Kosovo ayudaron a que Milosevic pasara a considerarse como un defensor del pueblo serbio y no del sistema comunista. Célebre es el discurso que el ambicioso líder pronunció el 27 de abril de 1987 en Pristina, capital de Kosovo, ante una masa de descontentos serbios. Milosevic salió al balcón del ayuntamiento, y lo que se esperaba que fuera una lluvia de abucheos y piedras pronto se convirtió en aplausos y vítores. Slobodan se convirtió aquel día, con sólo dos frases, en el hombre que pedía Serbia. “Nadie tiene derecho a pegar a este pueblo. Nadie os humillará jamás”. Además de este respaldo a los serbios que habían acudido a la protesta, Milosevic ese día escuchó sus quejas. Tal fue el impacto de esta actitud entre la población que antes de partir de nuevo a Belgrado Milosevic haría una promesa a los serbios de Kosovo.
¨Camaradas, debéis quedaros aquí. Esta es vuestra tierra. Estas son vuestras casas, vuestros campos, vuestros huertos, vuestra memoria. No debéis abandonar vuestra tierra porque la vida aquí sea difícil, porque sufráis aquí injusticias y humillaciones. Retroceder ante los obstáculos, desmovilizarse cuando hace falta luchar, desmoralizarse cuando la situación es demasiado dura no forma parte del carácter de los serbios y los montenegrinos.
Debéis quedaros aquí en nombre de vuestros ancestros y de vuestros descendientes. Para no avergonzar a los primeros y no decepcionar a los segundos. Pero yo no os propongo quedaros aquí sufriendo y soportando una situación que no os satisfaga. Al contrario: debéis cambiarla de acuerdo con todos los espíritus progresistas de Serbia y de Yugoslavia.¨
El mensaje era claro. Kosovo es la cuna del pueblo serbio, y bajo ningún concepto puede este perder la tierra de su origen. La intelectualidad belgradense se pronunció rápidamente en favor del nuevo líder, y sólo un mes más tarde del discurso de Prístina se iniciaban las llamadas veladas literarias de protesta ¨De Kosovo-Para Kosovo¨. En ellas, distintos escritores exponían sus visiones del problema. Los mitos de la dinastía Nemanjic y la Batalla del Campo de los Mirlos estaban de nuevo a la orden del día. El 28 de junio de 1987, con motivo del aniversario de la derrota de Lazar, Milosevic visitó el emplazamiento donde se cree habían tenido lugar los combates. Sería el propio Slobodan quien ordenó la construcción de un monumento conmemorativo en esa misma llanura.
Las palabras que supuestamente había pronunciado Knez Lazar en la víspera de la batalla quedaban ahora marcadas en el lugar para siempre. ¨Cualquiera que sea serbio, y serbio de nacimiento. Y no venga a Kosovo para librar batalla contra los turcos. No le dejéis tener descendencia masculina ni femenina, no le dejéis que recoja cosecha alguna¨.
Es obvio que la veracidad de estos versos es bastante discutible. Sin embargo, no dejaban lugar a dudas sobre el carácter nacionalista del que sería dos meses más tarde nombrado secretario general del Partido Comunista de Serbia. El ascenso de Milosevic era imparable. Miles de serbios sustituían la foto de Josip Broz Tito por la del carismático nuevo líder. Durante todo el año 1988 las manifestaciones nacionalistas, tanto en Serbia como en otras partes de Yugoslavia, marcarían el ritmo de la agenda política. No obstante 1989, en el sexto centenario de la derrota del Campo de los Mirlos, se sellaría definitivamente la nueva política nacional serbia. Mientras el mundo asistía sorprendido al colapso del bloque soviético y el fin de la Guerra Fría, en Serbia también se esperaba que 1989 fuera un año especial. Una nueva Constitución, que reducía drásticamente la autonomía de las provincias de Kosovo y Vojvodina fue aprobada, y el 8 de mayo de ese mismo año, Milosevic era elegido presidente de la República Serbia. El carismático líder nacional se preparaba para entrar por la puerta grande en la historia balcánica. La celebración de los seiscientos años debía suponer un hito sin precedentes. Más de un millón de serbios se reunieron el 28 de junio en el campo, donde seis siglos atrás Knez Lazar había sido derrotado. La carga simbólica del lugar era evidente. Milosevic subió al atril a reafirmar su nuevo proyecto político. El pueblo, que hasta hace bien poco era considerado socialista y obrero, se convertía ahora en primordialmente serbio.
Los retos futuros se planteaban en el discurso en clave nacional. Y aunque Milosevic habló de tolerancia y cooperación, el pueblo serbio era presentado como una víctima, y por tanto, tenía derecho a exigir compensaciones por el daño recibido. El pasaje más polémico del mitin, y que probablemente más veces ha sido reproducido por la prensa, rezaba lo siguiente:
“Seis siglos más tarde estamos comprometidos en nuevas batallas, que no son armadas, aunque tal situación no puede excluirse aún. En cualquier caso, las batallas no pueden ganarse sin la resolución, el denuedo y el sacrificio, sin las calidades nobles que estaban presentes en los campos de Kosovo en aquellos días del pasado. Nuestra batalla principal ahora es implementar el bienestar económico y el progreso político y cultural, y la prosperidad social general, para encontrar un rápido y exitoso futuro a la civilización que vivirá en el siglo XXI.¨
Los serbios debían prepararse para resistir y la renuncia a Kosovo, cuna de la nación, no era algo negociable. A pesar de que Milosevic concluyera su intervención gritando ¨¡Larga vida y hermandad entre pueblos!” era evidente la imposibilidad de que las posiciones enfrentadas en Yugoslavia llegaran a un acuerdo negociado. El desarrollo de los acontecimientos posteriores es de sobra conocido, y las batallas de las que hablaba Milosevic pronto llegaron. Años de guerras sacudieron los Balcanes y finalmente, como si se tratara de la última trinchera, el conflicto en Kosovo estalló en todas sus dimensiones. El 17 de febrero de 2008, la antigua provincia autónoma de Kosovo declaraba unilateralmente su independencia. Serbia perdía su patria mítica, los viejos mitos eran robados de nuevo por el viejo enemigo, representado a la perfección por los musulmanes albanokosovares.
Cientos de albanokosovares celebran el 17 de febrero la recién proclamada independencia
Un trauma sacudía Belgrado. A pesar de la caída de Milosevic y el fin de la guerra, aún son muchos los que sueñan con la promesa de la Gran Serbia. Tremendamente ejemplificador es cómo, a pesar del descrédito que había sufrido su figura, al entierro de Milosevic en 2006, celebrado en la pequeña localidad de Pozarevac, acudieron de manera espontánea más de 50.000 personas. La vieja promesa sigue presente, y mientras Serbia no encuentre su razón de ser en otros relatos, la herida continuará abierta. La antigua geografía balcánica de víctimas y verdugos debe ser reconsiderada. Nuevos significantes y metáforas deben articular otro relato histórico que ayude a la convivencia futura de la región.
elordenmundial.com
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