martes, 28 de julio de 2015

El Estado Islámico y la revolución negativa

La emergencia y la rápida expansión del Estado Islámico (EI) se explican por una combinación de factores. Sin duda, la ocupación estadounidense de Irak creó las condiciones para la mutación de Al-Qaeda en EI, pero el nuevo fundamentalismo es, principalmente, el resultado del fracaso de las revoluciones árabes.

El fascismo es siempre el resultado de una revolución fallida”
Antonio Gramsci

La fulgurante aparición del así llamado Estado Islámico (Daesh, según el acrónimo árabe) en Irak y Siria, con sus metástasis por todo el mundo, imprime al yihadismo un sello de siniestra novedad que, como ocurre siempre con la extrema violencia, hace olvidar su propia genealogía, así como las fuerzas locales que lo combaten o la historia alternativa que lo desmiente. El restablecimiento, noventa años después, del Califato Islámico sobre un territorio tan grande como Italia, la suspensión de hecho de las fronteras coloniales del 1916, el modernísimo uso propagandístico de la imaginería nihilista y, desde luego, la capacidad para atentar en distintos puntos del planeta al mismo tiempo (Francia, Túnez, Kuwait, Somalia) revelan un salto cualitativo que no se puede desdeñar. Pero ese salto cualitativo está inscrito en una acumulación de experiencias históricas y medidas políticas recientes sin cuyo conocimiento todo permanece en la sombra. En definitiva, el Estado Islámico, ¿es un fenómeno nuevo o viejo? Es, como veremos, las dos cosas al mismo tiempo.

Una larga historia

Es viejo. Para no alejarnos demasiado en el tiempo, nos limitaremos a recordar la raíz ideológica de Daesh así como la de Al-Qaeda, su matriz organizativa: el wahabismo, una corriente reformista retrógrada fundada en 1753 en la Península Arábiga, vinculada desde el principio a la familia Saud y considerada durante dos siglos minoritaria e incluso herética. Su actual influencia en el mundo musulmán sólo puede explicarse a través de dos acontecimientos en los que la responsabilidad occidental es inexcusable. El primero es el llamado “Acuerdo del Quincey” –por el nombre del barco donde se celebró el encuentro– firmado en febrero de 1945 entre el presidente Franklin Roosevelt y Abdel Aziz Saud, fundador en 1932 del reino de Arabia Saudita. Mediante ese acuerdo, Estados Unidos pasaba a gestionar las riquezas petroleras más abundantes del planeta. A cambio, se le garantizaba armamento y apoyo a la familia Saud, que a partir de entonces utilizó la colosal renta energética para difundir el wahabismo –en plena Guerra Fría– como freno contra el socialismo y el nacionalismo panarabista. Fue esta gigantesca obra propagandística, indisociable de la alianza entre la democracia liberal estadounidense y la teocracia medieval saudita, la que permitió al wahabismo abandonar el desierto y el desprecio general y convertirse en pocas décadas, según la expresión del sociólogo tunecino Hamadi Redissi, en “una nueva ortodoxia” (1).

El segundo acontecimiento, derivado del primero, es más reciente. Me refiero a la invasión y ocupación de Irak en 2003 tras doce años de sanciones criminales denunciadas por los propios enviados de Naciones Unidas. La destrucción del Estado y el ejército baasista, la descomposición del tejido social iraquí, la doctrina Bremer (2) y la “guerra sectaria” de 2006-2008 azuzada por la potencia ocupante y por el gobierno colaboracionista pro-iraní generaron el caos por el que se coló Al-Qaeda, hasta entonces inexistente en el país. Si algo demuestra, contra los complotismos sumarios, que Estados Unidos, como el dios de Leibniz, tiene que estar siempre “poniendo el reloj en hora” y que no puede hacerlo sin desajustar los horarios, es el revés iraquí, que marca sin duda el declive de la hegemonía estadounidense. Cuando la administración Obama retira sus soldados de Irak, deja un país devastado en manos de un gobierno dictatorial y corrupto que, controlado paradójicamente desde Irán, somete a crecientes humillaciones a la numerosa minoría sunnita. Sin la ocupación estadounidense primero, y sin el malestar creciente de un sector de la población al que el gobierno de Al-Maliki excluyó y reprimió sin cesar, Al-Qaeda no hubiese entrado en el país ni habría ganado la fuerza suficiente como para mutar de repente y conquistar, ahora bajo el nombre de Estado Islámico (EI), la tercera parte del territorio iraquí.

De las razones más amplias de esta mutación nos ocuparemos enseguida. Ahora hay que recordar que, en términos estrictos, el Estado Islámico es la prolongación cismática de la organización Al-Qaeda. Fue el conocido Abu Musab Al-Zarqaui, muerto en 2006 en un bombardeo estadounidense, el que reunió contra la ocupación toda una serie de grupos yihadistas, inicialmente asociados a Al-Qaeda, que fueron alejándose cada vez más de Osama Ben Laden. El líder de Al-Qaeda era considerado blando y poco conocedor del terreno y se volvió cada vez más incapaz de mantener la disciplina en sus filas. El Estado Islámico de Irak, embrión del EI, nace precisamente ese año, a mediados de 2006, y a fines de la década es prácticamente independiente de la franquicia original. Un año antes se había unido al grupo de Al Zarqaui el hoy autodenominado primer Califa del EI, Abu Bakr Al-Baghdadi –cuyo verdadero nombre es Awad Ibrahim–, un clérigo nacido en Faluya y encarcelado durante un año, tras la invasión estadounidense, por las fuerzas de ocupación. Es la cárcel, y no la mezquita, en efecto, la verdadera escuela de los yihadistas radicales, tanto en Irak y Siria como en Europa (3).

Un acontecimiento inesperado

Pero la mutación del EI no puede explicarse sólo desde su propia historia, al ritmo de la ocupación estadounidense de Irak. A fines de 2010 ocurre algo inesperadamente normal, primero en Túnez y después en toda la región, desde Mauritania hasta el Golfo: los pueblos de la zona –árabes y no–, congelados desde el fin de la Guerra Fría, se deshielan de pronto y tratan de sacudirse el cepo de las dictaduras bajo las que vivían desde 1945. Las mal llamadas “primaveras árabes”, en efecto, no sólo consiguieron derrocar a cuatro dictadores en pocos meses (Ben Ali, Mubarak, Ali Saleh y Gadafi) y activar intifadas locales –una especie de 1848 “árabe”– que amenazaron el humillante “orden establecido” regional sino que, sobre todo, desmintieron el imaginario que asociaba esta zona del mundo a la pasividad o al fanatismo; millones de jóvenes ocuparon las plazas, en un modernísimo movimiento copiado en Madrid y Nueva York, para pedir democracia, justicia social y soberanía económica, tres demandas sintetizadas en la expresión “dignidad” (karama). Durante unos pocos meses, este hervor popular dejó realmente fuera de juego a las tres fuerzas mellizas que en las últimas décadas habían conferido “estabilidad” a Medio Oriente y al Norte de África: las dictaduras, las intervenciones extranjeras y el yihadismo radical. Contra esos tres mellizos se rebelaron los pueblos de la región y, como no se puede tocar uno sin tocar los otros dos, junto con los dictadores y la intervención colonial (momentáneamente en suspenso) cayó también el apoyo a Al-Qaeda. No fue sólo una percepción.

Como bien escribió en marzo de 2011 el redactor jefe del periódico libanés Al-Akhbar, Khaled Saghiyé, fueron las revoluciones árabes entonces en curso, y no la operación estadounidense, las que mataron a Ben Laden (4).

Se nos olvida, por tanto, la novedad absoluta de las revueltas “árabes” y su relación negativa con el yihadismo. La reaparición del yihadismo, así como su nuevo formato, son el resultado del fracaso de las revoluciones democráticas, por evocar la conocida frase de Gramsci sobre el fascismo. Si la primavera árabe se levanta contra las tres fuerzas mellizas, éstas vuelven ahora con fuerza renovada tras el triunfo de las distintas contrarrevoluciones. Vuelven las intervenciones extranjeras, ahora multinacionales y a veces contradictorias (en Libia, la primera, freno de la revolución, en Yemen, en Bahrein, en Siria, donde luchan por delegación al menos ocho naciones), acompañadas de guerras civiles y violencias sectarias. Vuelven las dictaduras: la siria, que nunca se fue, o la egipcia, aun más brutal que la de Mubarak, por no hablar de todas las que se mantienen, desde Arabia Saudita hasta Argelia, de Jordania a Marruecos, endurecidas tras las malogradas primaveras. Si exceptuamos Túnez, a punto de sucumbir, la tónica general es la de una recidiva autoritaria a la que no escapan los propios países occidentales, cada vez más dispuestos a aplicar leyes liberticidas e islamofóbicas en nombre de la seguridad.

Y vuelve, claro, el yihadismo, al que los jóvenes dieron la espalda en 2011 junto a las dictaduras por ellos derrocadas. Como he escrito a menudo, el EI es una contrarrevolución porque es una revolución en sentido contrario, que involucra a la misma gente que lo descartó cuatro años antes. El caos y la dictadura son el fermento natural del yihadismo y no es raro, por tanto, que creciera primero en el Irak ocupado y que ahora –salto oncológico– parasite el caos que generaron en Siria los crímenes del régimen contra la justísima revolución y la subsiguiente militarización del conflicto; militarización explotada enseguida desde el exterior por las fuerzas más reaccionarias de la región. Que se haya asentado territorialmente en Irak y en Siria no es una casualidad, pues son estos dos países los que han vivido un proceso similar –aunque de distinta genealogía– de descomposición y violencia. Pero en todo caso la implantación territorial del EI, su apoyo “internacionalista” y su modernísimo nihilismo mediático son inseparables del fracaso de las intifadas democráticas y del retorno de los imperialismos y las dictaduras que el EI mismo contribuye a alimentar.

La novedad del EI

El EI, se ha dicho, tiene una larga historia, pero su indudable novedad respecto de la matriz Al-Qaeda tiene que ver con el fracaso de las revoluciones democráticas y se revela en tres frentes.

El primero es su carácter territorial. Mientras que Al-Qaeda funcionaba como una franquicia comercial muy posmoderna, el EI está empeñado en localizar físicamente “Dar al-Islam”, la casa de los verdaderos creyentes, por oposición a “Dar al-Harb”, el campo enemigo de los infieles a los que hay que combatir hasta la muerte. Buena parte de su éxito tiene que ver con este “giro moderno” inesperado que, por lo demás, ha llevado a la suspensión de hecho de las fronteras surgidas de los Acuerdos Sykes-Picot de 1916. Cuando parecía que esas fronteras sólo podían ser cuestionadas por el propio imperialismo o –sueño muerto– por la denuncia de los regímenes panarabistas, ha sido el yihadismo más reaccionario el que ha derribado la geografía colonial del siglo XX (5).

El segundo es su carácter no sólo territorial, sino “estatal”. En medio de un creciente colapso de los Estados de la zona (lo que los estadounidenses llaman “Estados fallidos”), el EI es mucho más que un grupo terrorista que se agota en los combates y la violencia indiscriminada. No sólo ha logrado estructurar un ejército regular jerárquico y bien armado sino que, sobre todo, está consiguiendo establecer instituciones más o menos estables en las zonas bajo su control (de Raqqa, en Siria, a Mosul, en Irak). Más allá de la policía y los tribunales, el EI adopta la forma de una administración estatal regular, desde la distribución de alimentos al urbanismo, y desde los hospitales hasta la fiscalidad (¡incluso ha construido hoteles!). Comodín de diferentes actores que inicialmente lo financiaron, lo permitieron o lo utilizaron, hoy el EI es completamente autárquico. Vende petróleo a Turquía, al régimen sirio, a China y se autofinancia sin problemas a través del secuestro y los tráficos ilegales de patrimonio artístico, drogas y mujeres. Sus abundantes ingresos le sirven para reforzar el ejército, pero también para “construir” la adhesión material de unas poblaciones abandonadas por los Estados-nación de la zona. En Irak, sin duda, la población sunnita que no ha huido prefiere el terror yihadista, al desprecio de Bagdad y la persecución y violencia de las milicias chiitas e iraníes.

Pero, en tercer lugar, el creciente apoyo al EI tiene que ver con su radicalidad nihilista, apoyada en las más modernas tecnologías visuales. Los cuidadosos montajes cinematográficos de destrucción arqueológica o degüellos y ejecuciones, presentados como si se tratase de un documental o una película de arte y ensayo, entre el gore y el esteticismo rebuscado, no buscan sólo la intimidación del enemigo sino sobre todo el reclutamiento de posibles adeptos. La muerte tiene aquí una dimensión cinematográfica y publicitaria que atrae a miles de jóvenes rebeldes “cansados de la civilización” y la hipocresía y que encuentran en el EI una protesta total contra la “moral burguesa”. Es importante entender que no es el islam, sino esta manifestación de sobrehumanidad nietzscheana, la que explica en parte el fenómeno. Tiene mucha razón el antropólogo Alain Bertho cuando declara que no estamos asistiendo a una radicalización del islam sino, al contrario, a una islamización de la radicalidad (6). Es la radicalidad la que cuenta, la que atrae, la que recluta a jóvenes musulmanes y conversos de todo el mundo que –como sostenía provocativamente el arabista Olivier Roy– no encuentran “otra causa rebelde en el mercado” (7). Muchos de los jóvenes que fueron radicalmente demócratas en 2011 son radicalmente antidemócratas en 2015 y, en medio de la miseria económica y vital, esperan bebiendo y fumando al EI y su promesa de drogas más duras. Como prueba de esta primacía de la radicalidad, recordemos que tras el atentado en enero contra Charlie Hebdo aumentó en Francia el número de conversiones al islam, que el 52% de los jóvenes británicos no musulmanes mira con simpatía las acciones del EI y que el 25% de los voluntarios internacionales en Siria e Irak son conversos occidentales. Si tiene algo que ver el islam con el EI, es más bien, como recuerda el académico Ramzy Baroud, con el “islam periférico”, hasta el punto de que sus portavoces se expresan en un árabe torpe y con acento anglosajón.

El regreso de los zombis
Si queremos combatir realmente al EI conviene insistir, por tanto, en que: 1) se trata del resultado de una revolución fracasada, 2) es inseparable del regreso del imperialismo y la dictadura, con sus secuelas de violencia fratricida y sectaria y 3) que las primeras y más numerosas víctimas de su radicalidad rebelde son los propios musulmanes, que componen asimismo el grueso de las fuerzas que lo combaten. Combatir al EI con intervenciones y bombardeos en la zona y con medidas islamofóbicas en las metrópolis europeas –deberíamos tener suficiente experiencia histórica al respecto– sólo servirá para subrayar la hipocresía occidental y, frente a ella, aumentar el prestigio del terror. No es fácil volver atrás cuatro años, pero las intifadas populares de 2011 deberían recordarnos cuál es la solución: democracia y soberanía. Las “primaveras árabes” revelaron hasta qué punto estas tres fuerzas mellizas (imperialismos, dictaduras y yihadismo) están muertas; yo he hablado a menudo del “retorno de los zombis”. Por desgracia sabemos por las películas que los zombis, aunque estén muertos, pueden gobernar el mundo –y seguir matando vivos– por toda la eternidad.

1. Hamadi Redissi, Le Pacte de Nadjd ou comment l’islam sectaire est devenu l’islam, editorial du Seuil, París, 2007.
2. N. de la R.: Lewis Paul Bremer III fue director de Reconstrucción y Asistencia Humanitaria en Irak entre mayo de 2003 y junio de 2004. Las decisiones erradas de su breve gestión empeoraron la ya caótica situación iraquí.
3. Un libro informativo y riguroso sobre el origen y funcionamiento del EI es el de Javier Martín: Estado Islámico, geopolítica del caos, Libros de la Catarata, Madrid, 2015.
4. Khaled Saghiyé: “No hay sitio para Ben Laden”, Rebelión, 3-5-11.
5. Ibrahim Hamidi, Decadencia de los Estados centrales y ascensión de los emiratos guerreros, diario Al-Hayat, 13-11-14.
6. Entrevista de Catherine Tricot a Alain Bertho, Una islamizzazione della rivolta radicale, Alfabeta2, 7-6-15.
7. Olivier Roy, “Pour lutter contre la tentation djihadiste, il faut dégonfler la bulle imaginaire qui l’entoure”, Le Point, 17-11-14.



Por Santiago Alba Rico
Escritor y filósofo. Residente en Túnez desde hace diecisiete años.
 Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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