miércoles, 1 de julio de 2015

YIHADISMO EN ÁFRICA: AMENAZA, CONTEXTO Y RESPUESTA


África, y a pesar del limitado interés que aún suscita, ocupa hoy el epicentro de la geoestrategia mundial. Frente a las oportunidades –dinamizadas por un enorme potencial económico, energético y humano–, los desafíos de seguridad siguen dinamitando el progreso y la estabilidad continental. Entre ellos, la violencia yihadista se está extiendo de forma alarmante, mientras la comunidad internacional sigue centrado el foco en Oriente Medio. Libia, Mali, Nigeria y Somalia son hoy los principales escenarios del yihadismo en África, y aunque comparten parámetros comunes, cada uno de ellos exige una investigación profunda sobre la amenaza –su entidad, sus estrategias y sus acciones– y el contexto en el que esta se desarrolla. Solo así se vislumbrará la respuesta más oportuna y eficaz para erradicar el estigma del terrorismo yihadista en África, que no solo está masacrando a su población y socavando la estabilidad de sus gobiernos, sino que su repercusión es cada vez más patente y peligrosa fuera de las fronteras continentales.

LA DERIVA YIHADISTA EN ÁFRICA

En este mundo globalizado e incierto, hay cinco veces más víctimas mortales en ataques terroristas que a principios del siglo XXI, según el índice Global Terrorism Index 20141 . Desde entonces, y hasta 2013, se han registrado 48.000 ataques, en los que se ha asesinado a 107.000 personas. Y, lo que es más alarmante, el incremento ha sido exponencial a partir del 2011: en este año se sucedieron las revueltas árabes, se inició la guerra en Siria, y las muertes del fundador de Al Qaeda, Osama Bin Laden, y del dictador libio Muamar al Gadafi. Unos acontecimientos que han tenido, a diferente escala, una enorme influencia en el auge y el devenir del extremismo islámico a nivel mundial.

Además, desde mediados de 2014, el movimiento yihadista libra una batalla interna que enfrenta a la originaria Al Qaeda –centrada en Pakistán y Afganistán, y cada vez más debilitada2 bajo el poder de Al Zawahiri– con su antes aliado y ahora acérrimo enemigo: el autodenominado Estado Islámico (Daesh), liderado por Al Baghdadi, que en Irak y Siria extiende una campaña de terror atroz, indiscriminada y sin precedentes. Una lucha que se sustenta sobre una desmedida ambición por acaparar el poder y el liderazgo de la yihad global, antes que en diferencias respecto a su ideario salafista, y cuya repercusión es muy notoria más allá del escenario de confrontación territorial. 

África –especialmente, su mitad norte– no ha escapado a la nueva deriva internacional del yihadismo. En cuanto a su progresión, y aunque la incidencia del terrorismo islámico sigue siendo muy superior en Oriente Medio, el continente africano es la región del mundo donde más rápido ha proliferado esta cruenta y difusa amenaza, tanto por el número y la entidad de los grupos extremistas como por sus zonas de actuación, que atraviesa sin control las porosas fronteras nacionales. Además, en el norte de África, el mayor proveedor mundial de radicales hacia Irak y Siria, comienza a tener efecto la antes mencionada fragmentación del liderazgo de la yihad global. Así, en Egipto, Libia, Túnez y Argelia, en una campaña orquestada por el propio Al Baghdadi3 , han emergido milicias islamistas aliadas con el Estado Islámico; mientras que Al Qaeda del Magreb Islámico (AQMI) –la filial africana más importante para Al Zawahiri– reclama a ambos «dejar a un lado sus diferencias y frenar los enfrentamientos».


Sin embargo, y aunque comparten la pretensión maximalista de imponer la sharia (ley islámica), la relación de los grupos extremistas africanos con sus correligionarios en Oriente Medio es fundamentalmente de lealtad y compromiso ideológico, pero no de jerarquía ni de dependencia, pues el movimiento yihadista internacional dista mucho de tener una estructura centralizada. Por otro lado, también difieren en su ambición territorial, ya que el islamismo en África no tiene, por el momento, una constatada vocación internacional, sin que esto signifique que sus acciones no busquen una repercusión global, y el alcance de sus objetivos todavía se mantiene en un contexto local y, cada vez más, regional. 

Y es el contexto en el que se asientan las milicias islamistas en África, junto al apoyo externo, lo que les ha permitido desarrollar una importante capacidad de captación, radicalización y financiación, que son los principales soportes de su persistencia y expansión. La falta de legitimidad de los gobiernos y la inestabilidad política; la mala gobernanza, la corrupción y la debilidad de las instituciones; la ausencia del imperio de la ley, o las reivindicaciones sociales son factores comunes en muchos países donde está hoy presente el yihadismo en África. Todo estos ingredientes, mucho más que la pobreza o el subdesarrollo, generan unos sentimientos de desarraigo y frustración social que los yihadistas explotan entre la población musulmana –que en África profesa mayoritariamente un sufismo moderado y tolerante, y que es la principal víctima de la violencia yihadista– para captar adeptos a su causa y someterlos a su interpretación radical, fanática y violenta del Islam. 

Por último, los grupos yihadistas africanos han incrementado su poder económico gracias a su incursión en las intricadas redes del crimen organizado –tráfico de armas, drogas, recursos naturales e, incluso, de seres humanos–, la extorsión o el secuestro de occidentales, además de los continuos saqueos de poblaciones indefensas. Esta financiación ilícita y criminal, que se “adapta” a las peculiaridades regionales, les ha permitido, por un lado, tener una menor dependencia de ayudas y donaciones externas; y, por otro, ejercer una suerte de “acción social” para ganarse el beneplácito de la población, que muchas veces recibe de los yihadistas lo que no llega desde el poder estatal. 

Hasta aquí, hemos planteado, de forma genérica, un problema tan complejo como es el extremismo islámico en África. Y aunque, en mayor o menor medida, los parámetros comunes que hemos presentado convergen en la mayoría de los escenarios africanos donde está presente el yihadismo; cada uno de ellos exige una investigación profunda sobre la amenaza –su entidad, sus estrategias y sus acciones– y el contexto en el que esta se desarrolla. Solo así se vislumbrará la respuesta más oportuna y eficaz para erradicar el estigma del terrorismo yihadista en África, que no solo está masacrando a su población y socavando la estabilidad de sus gobiernos, sino que su repercusión es cada vez más patente y peligrosa fuera de las fronteras continentales. 


PRINCIPALES ESCENARIOS DEL YIHADISMO EN ÁFRICA 

En la actualidad, los principales focos de interés en África, por la gravedad de la amenaza yihadista, son Libia, Mali, Nigeria y Somalia. Todos ellos registran no solo el mayor número de víctimas mortales en 2014, sino que también destacan por la capacidad e intención de los grupos extremistas locales de lanzar sus ataques más allá de las fronteras nacionales. En el  norte de África, Libia ha descendido progresivamente hacia el total desgobierno, después del derrocamiento del régimen de Gadafi; en el Sahel, el gobierno de Mali no ha alcanzado un acuerdo de paz con los rebeldes tuareg; en el Golfo de Guinea, el auge económico de Nigeria apenas ha reducido la desigualdad social; y, en el Cuerno de África, el gobierno de Somalia no consigue consolidar un proyecto nacional inclusivo. Todos ellos factores de inestabilidad política de los que han sacado partido los grupos yihadistas, y que están condicionando la respuesta, tanto en el ámbito interno como internacional. 

Libia: la anarquía política alienta al yihadismo 

Dos gobiernos, dos parlamentos y un país –en la vecindad inmediata de Europa– hundido en una profunda anarquía. Desde el final del régimen del dictador Gadafi en 2011, consecuencia de unas fallidas revueltas sociales y de una cuestionada intervención internacional, Libia sobrevive en un contexto de creciente inestabilidad, cercana a un “punto de no retorno”, con el diálogo político estancado y un conflicto armado cada vez más enconado, que Naciones Unidas ha definido reiteradamente como «una auténtica guerra civil». 

La situación libia derivó en el absoluto caos a partir de mayo 2014, cuando el ex general Khalifa Haftar lanzó la Operación Dignidad, que congregó a numerosas milicias no islamistas –entre ellas, la de Zintan– para aniquilar al grupo yihadista Ansar Al Sharia Libia, que se estaba haciendo con el control absoluto de Benghasi. Sin embargo, su aspiración final era derrocar al gobierno libio, de mayoría islamista y liderado entonces por Ali Zeidan. El resultado fue la convocatoria de unas nuevas elecciones, celebradas en junio con un ínfimo 18% de participación, en las que los islamistas moderados sufrieron una flagrante derrota. Lejos de aceptarla, y apoyados por la compleja coalición armada Amanecer Libio6 , instauraron de nuevo el Congreso General Nacional en Trípoli –con Omar Al Hassi al frente y respaldado por Turquía y Qatar–, y expulsaron a la recién elegida Cámara de Representantes, que encontró asilo en Trobuk. Así, desde agosto de 2014, con el reconocimiento mayoritario de la comunidad internacional y el apoyo explícito de Egipto y Arabia Saudí7 , el gobierno de Abdullah Al Thani intenta sin éxito cubrir el inmenso vacío de poder y seguridad. Sin embargo, ninguno de los bandos tiene una visión coherente de futuro, y solo han conseguido exacerbar la rivalidad social y tribal y fragmentar territorialmente el país.

En esta guerra sin cuartel, que Lybia Body Count cifró en 2.825 víctimas mortales8 en 2014, los yihadistas son otra pieza de una “bomba de relojería” que explotará, a pocos cientos de kilómetros de Europa y con consecuencias difícilmente predecibles, si no se avanza en una solución política y dialogada al conflicto. Aunque el extremismo salafista estaba presente y fue muy perseguido en las postrimerías del régimen de Gadafi, la participación activa de los yihadistas en las revueltas de 2011 les proporcionó un respaldo social, e incluso político, con el que antes no contaban. Por cuestiones ideológicas, pues su pretensión última es imponer la sharia y erradicar cualquier régimen democrático, quedaron al margen del proceso político y se hicieron fuertes en sus enclaves de Derna o Benghasi, ciudad donde fundaron oficialmente la milicia extremista Ansar Al Sharia Libia en junio de 2012. 

Aunque se desconoce su entidad real, y también su liderazgo actual tras la muerte de Mohamed al-Zahawi9 , en las filas de este difuso grupo extremista militan desde antiguos miembros del extinto Grupo Islamista de Combate Libio10 hasta islamistas de las brigadas Abu Obayda Bin Al Jarah, Malik o 17 de Febrero. En su gestación, como subraya Javier Jordán11, se ha beneficiado de la ausencia de una estructura estatal para reclutar adeptos, pues «aunque no carece de capacidad para generar terror, el grupo ha preferido destacar la dimensión social de sus actividades con el fin de no dañar su imagen ante la población local». En cuanto a sus alianzas con la yihad global, estas son muy confusas: por el momento, no ha jurado lealtad pública ni a Al Qaeda central ni al Estado Islámico, pero está constatado que sus campos de entrenamiento proveen de yihadistas a Irak y Siria. 

Además, con una orientación más clara, en Libia –al igual que en Túnez, Egipto o Argelia12 – han surgido nuevos focos extremistas ligados firmemente al Estado Islámico de Al Baghdadi, como el proclamado Consejo de la Shura de los Jóvenes Islámicos 13 en Derna, una escisión de Ansar Al Sharia que podría estar detrás del ataque del pasado 28 de enero a un hotel de Trípoli, donde al menos diez personas fueron asesinadas14. Y, para cerrar el enrevesado yihadismo libio, por la abandonada región meridional de Fezzan, antes reducto de los mejores guerreros de Gadafi, transitan y trafican grupos como AQMI, la Brigada Al Mourabitoun, MUYAO o Ansar Dine, que difícilmente podrán asentarse mientras se mantenga firme el liderazgo de las tribus y clanes, que han creado milicias de autodefensa para proteger sus propios territorios. 

Frente al colapso del “fallido estado” libio, la comunidad internacional se muestra impotente para conseguir que las facciones de Trípoli y Trobuk alcancen un pacto político firme y duradero que estabilice el país. Con este objetivo, desde 2011, y con un mandato reforzado por la Resolución 2144/2014, la Misión de Apoyo de Naciones Unidas para Libia (UNSMIL, por sus siglas en inglés) –de carácter exclusivamente civil–, intenta consensuar un diálogo nacional e inclusivo que permita instaurar un régimen democrático. El pasado enero, Ginebra acogió las primeras conversaciones de paz auspiciadas por Naciones Unidas, a las que finalmente acudieron representantes de ambas facciones pero que fueron suspendidas sin acuerdo. Con la vista puesta en una futura reunión en Libia, el enviado especial de Naciones Unidas, el español Bernardino León, declaraba en Túnez que ya se plantea el despliegue de una fuerza de cascos azules, pero una vez que se acuerde un gobierno de unidad nacional y se cuente con la aprobación de todas las partes en conflicto15. La solución es tremendamente complicada y exige un mayor compromiso internacional: abandonar Libia a su suerte es una opción demasiado peligrosa para toda la región, y más aún para Europa. 

Mali: el yihadismo regresó a Azawad 

Muy lejos del interés mediático que provocaron la revuelta tuareg y la eclosión violenta del yihadismo en la región de Azawad en 2012, Mali sigue sin avanzar en la definitiva estabilización del país y sin afrontar las causas profundas que subyacen en este largo conflicto saheliano. El 11 de febrero, en un ambiente extremadamente tenso por los últimos enfrentamientos entre los rebeldes tuareg, comenzó la cuarta ronda de las conversaciones de paz de Argel, que desde junio de 2014 intentan consensuar un pacto inclusivo entre las autoridades de Bamako y los distintos grupos rebeldes y comunidades tribales del norte del país. El acuerdo es tan complicado como necesario: todavía sigue pendiente instaurar una nueva administración territorial, garantizar el poder estatal en todo el norte maliense y acometer el “desarrollo urgente” de las infraestructuras y los servicios básicos en la región, prometido reiteradamente desde Bamako. Por el contrario, la permanente violencia en el norte amenaza con quebrantar cualquier esperanza de paz y, con ello, la posibilidad de resolver la vieja cuestión sobre el estatus político de la región septentrional del país, causa de constantes enfrentamientos y revueltas armadas desde la independencia en 1960. 

En el plano político, las elecciones en septiembre de 2013 llevaron a Ibrahim Keita a la presidencia, y abrieron la vía democrática a un proceso de transición política, cuyo objetivo prioritario era restaurar la paz en el norte. Por entonces, la comunidad internacional ya había desplegado un importante apoyo militar en Mali. En enero, la ofensiva yihadista contra Bamako de Al Qaeda del Magreb Islámico (AQMI), el Movimiento por la Unificación de la Yihad en África Occidental (MUYAO) y el tuareg Ansar Dine había encendido todas las alarmas, y precipitó la intervención de Francia: la contundente Operación Serval consiguió  recuperar, en apenas treinta días, todos los enclaves norteños. Durante los combates, diezmaron y expulsaron a las milicias extremistas que, desde hacía meses, imponían el rigorismo y la violencia de la sharia a un población aterrorizada, pero también sorprendida al descubrir la crueldad yihadista: hasta entonces, recibían de unos “pacíficos islamistas”, con los que convivían desde hacía años, una “ayuda social” –gracias a los beneficios que les reportaba el crimen organizado y los secuestros de occidentales–que no llegaba desde Bamako. 

A la lucha contra los yihadistas se unieron las fuerzas africanas de AFISMA, que fue relevada, en julio de 2013, por la misión de Naciones Unidas MINUSMA16. Durante unos meses, la estabilidad volvió al norte; pero los extremistas islámicos tardaron poco en recuperar su actividad terrorista, y la violencia se ha agravado aún más por los continuos enfrentamientos entre las facciones rebeldes tuareg, divididas entre leales y contrarias al gobierno de Bamako. 

En la actualidad, la batalla contra los grupos yihadistas está en manos de la Operación Barkhane, heredera de Serval aunque con menos fuerzas (800 efectivos) presentes en el país; y de los cascos azules de MINUSMA, que debe reforzar su entidad y sus capacidades operativas y de protección, pues se ha convertido en objetivo prioritario de los islamistas y, con 44 fallecidos desde el inicio de su despliegue17, en la misión más peligrosa de Naciones Unidas. «Ninguna misión ha sido tan costosa en “términos de sangre”: los ataques a las bases y con IED (artefactos explosivos improvisados) son diarios», declaró el vicesecretario general de Naciones Unidas, Hervé Ladsous18. Por último, también despliegan en el norte soldados de las fuerzas regulares malienses, instruidos por la misión europea EUTM Mali desde 2013 pero que, por su falta de experiencia en combate y su precario equipamiento, están resultando ineficaces para enfrentar un contexto tan violento. 

La respuesta internacional en apoyo a la estabilización del país se completa con el reciente despliegue de la misión civil de la Unión Europea EUCAP Sahel Mali, cuyo objetivo es asesorar, hasta enero de 2017, en la formación de los cuerpos nacionales de seguridad (gendarmería, policía, guardia nacional). Sin embargo, este apoyo exterior resultará baldío mientras las autoridades políticas no adopten medidas contundentes que garanticen la estabilidad y el desarrollo de todo el país, y que destierren, también, la corrupción que ha minado, por décadas, la buena gobernanza y el futuro de Mali. Con todo, es urgente afianzar un proyecto nacional, integrador e igualitario, que concite el apoyo de toda la población; y, más aún, alcanzar un acuerdo inclusivo en el norte del país que, además de traer la paz, permita volcar todo el esfuerzo de seguridad en erradicar la lacra yihadista. 

Nigeria: Boko Haram, los yihadistas más sanguinarios de África 

Era una presunción no deseada, de la que finalmente se han cumplido los peores augurios: los yihadistas de Boko Haram se han convertido hoy en los despóticos y violentos protagonistas del futuro inmediato de toda Nigeria. Después de cerrar el año más cruel y sanguinario de su corta historia, con más de 9.000 asesinatos, su última víctima han sido las elecciones presidenciales y legislativas, aplazadas, por el momento, hasta el 28 de marzo y el 11 de abril, respectivamente19. Aunque la decisión de la cuestionada Comisión Electoral ha terminado por dilapidar el crédito internacional de la primera potencia económica de África; la cruenta realidad que vive el norte del país –especialmente, los estados más orientales– demandaba el retraso de estos comicios. Al menos si su principal objetivo es que todos los nigerianos puedan ejercer su derecho al voto y, con ello, lograr que los resultados sean ampliamente representativos. 

Muy a su pesar, el presidente Goodluck Jonathan ha tenido que reconocer una “derrota temporal” ante los yihadistas, a los que ahora pretende enfrentar toda su capacidad militar, que ya está siendo reforzada desde el exterior: «las fechas de las elecciones no se cambiarán –declaró su asesor de seguridad, Sambo Dakusi20 –, y todos los campos terroristas serán desmantelados en estas seis semanas». Un promesa matizada día después por el propio Jonathan: «aunque no podamos recuperar todos los territorios en el estado de Borno, sí lo haremos en Adamawa y Yobe. Incluso en Borno, donde al menos el 70 por ciento podrá votar en las elecciones»21 . 

Dentro y fuera de Nigeria, al desconcierto provocado por la constatación de que el yihadismo ha asestado un duro golpe a la democracia nacional, se une la incredulidad sobre la capacidad real de desplegar una ofensiva contundente y efectiva en tan corto espacio de tiempo. Sin duda, la evidencia más clara de la execrable fortaleza de Boko Haram es que la estrategia del gobierno nigeriano ha fracasado. En el plano político, ha sido constante la pretensión de minimizar la amenaza, mucho más hacia el exterior, tanto que incluso se ha intentado ocultar. 

En abril de 2014, y durante quince días, nada de supo del secuestro de las 273 niñas de Chibok –más de 200 siguen en paradero desconocido–; un acto que finalmente generó una masiva repulsa internacional de la que hoy apenas quedan ecos. Por entonces, el presidente Jonathan volvió a rechazar cualquier apoyo internacional, más allá del ámbito de la inteligencia, argumentando que podía enfrentar, con sus propios medios, la liberación de las niñas. Un decisión que suscitó muchas críticas entre amplios sectores nigerianos: «un Estado no puede negar arbitrariamente o restringir la asistencia internacional –declaró el director ejecutivo del influyente Socio-Economic Rights and Accountability Project de Nigeria– por motivos políticos cuando es incapaz de responder satisfactoriamente a una crisis como el secuestro de las colegialas.

En cuanto a las medidas represivas, ni el estado de emergencia en Borno, Adamawa y Yobe, decretado en mayo de 2013, ni el incremento de la presencia militar y policial en la región, solo notoria en las grandes ciudades, han resultado eficaces. Lejos de amedrentarse, Boko Haram ha respondido plantando cara al ejército más potente de África Occidental (con 88.000 efectivos23, es el mayor proveedor de militares a las misiones de Naciones Unidas en el continente africano); pero que se ha mostrado inoperativo por su obsoleto equipamiento, por su mala preparación y, sobre todo, por su baja moral. A principios de enero, el primer objetivo del ataque yihadista en Baga –localidad fronteriza con Chad, Níger y Camerún– fue la base militar multinacional, de la que huyeron los soldados nigerianos sin enfrentar batalla24, dejando tras de sí un arsenal de armamento y munición, pero también a una población indefensa que fue bestialmente masacrada. Amnistía Internacional denunció que más de 2.000 personas podrían haber sido asesinadas25, frente a fuentes oficiales que rebajaron sorprendentemente esta cifra a 150 víctimas mortales26; pero, sin controversia alguna, los islamistas sellaron su ataque más brutal y ambicioso hasta el momento, y también dejaron constancia de que nada va a detenerles en su deleznable pretensión de erradicar cualquier atisbo de democracia, de instaurar un califato islámico regido por la intransigencia de la sharia y acabar, si es preciso, con todos los “infieles” –sean musulmanes o no– que han vendido Nigeria a los intereses occidentales. 

Boko Haram –traducido generalmente como “la educación occidental es pecado”– sólo ha necesitado cinco años para convertirse en los milicia islamista más numerosa (su entidad puede superar los 10.000 efectivos27) y más sanguinaria de África. Aunque su historial se remonta a 200228, su violencia no estalló de forma virulenta y masiva hasta 2009, tras la ejecución pública de su fundador Mohamed Yusuf, además de la muerte de 600 de sus seguidores, en una ofensiva militar y policial en Maiduguri29, capital de Borno y origen del movimiento islamista. Desde entonces, y bajo el liderazgo de Abubacar Shekau, Boko Haram se ha hecho fuerte gracias a su capacidad, por un lado, de reclutar adeptos, para después radicalizarlos, entre una población extremadamente pobre, que reclama más atención del poder central y que alberga un profundo sentimiento de agravio respecto a las poblaciones del sur; y, por otro, de financiarse a través de la extorsión, el saqueo y el secuestro de nacionales y extranjeros.

En la actualidad, los yihadistas siguen atentando de forma brutal e indiscriminada, sin importar la religión de sus víctimas, secuestrando a niñas para convertirlas en sus esposas o venderlas, y asesinando a mujeres y niñas a las que obligan a inmolarse en concurridos espacios públicos. Ya es difícil imaginar hasta dónde puede llegar su barbarie. Pero su nueva y macabra estrategia se centra, desde julio de 2014, en la ocupación fáctica de amplios territorios –17 localidades están aún en su poder, y su gran obsesión sigue siendo Maiduguri (un millón de habitantes) – y en los ataques frontales a fuerzas militares. Además, ya no limitan sus acciones terroristas y criminales a las fronteras nigerianas, pues Camerún es, desde hace tiempo, una víctima más de sus atrocidades; y ahora, también, Níger y Chad30 . 

Con todo, y en una estrategia que pretende imitar, o incluso superar, a la de sus correligionarios en Irak y Siria –aunque nunca ha jurado lealtad al autodenominado Estado Islámico ni a Al Qaeda–; Boko Haram está dando preocupantes y claras muestras de su intención de “regionalizar” su yihad. Una amenaza que ya ha provocado la reacción militar de los países limítrofes y que sustenta la iniciativa de desplegar una fuerza militar –formada por 7.500 efectivos– auspiciada por la Unión Africana31 y respaldada por Naciones Unidas, aunque difícilmente podrá desplegar antes de seis meses. Por todo ello, superado por las circunstancias y en un momento de extrema convulsión internacional por la extensión de la barbarie yihadista en todo el mundo, el presidente Goodluck Jonathan ha tenido que aceptar un política de hechos consumados –Chad, desde finales de enero, está atacando localidades fronterizas nigerianas como medida de autodefensa– y también reconocer que la ayuda internacional es hoy la única salida viable para erradicar la enorme lacra yihadista que se ha generado, y que no ha podido controlar, dentro de su territorio de soberanía. 

No obstante, y aunque sea la amenaza más grave, Boko Haram no es el único desafío que deberá enfrentar el nuevo presidente de Nigeria. El cristiano Goodluck Jonathan y el ex general musulmán Muhammadu Buhari afrontan los comicios electorales más ajustados de la historia democrática del país, que comenzó en 1999; pero también el reto de frenar la recurrente violencia en la petrolera región del Delta del Níger y los continuos enfrentamientos con las milicias Fulani en el centro del país (Middle Belt). Y, sobre todo, deben acabar con la desigualdad social y el subdesarrollo del país, que subyace siempre en el trasfondo de la conflictividad que impera en Nigeria. 

Somalia: ¿el declive de Al Shabaab? 

El grupo extremista Harakat al-Shabaab ab-Muyahidín (“Movimiento de Jóvenes Muyahidines”), que definitivamente se afilió a la Al Qaeda de Al Zawahiri en febrero de 201232, atraviesa el momento más vulnerable y débil de su existencia. El desgaste conseguido por las fuerzas africanas de AMISOM y el ejército regular de Somalia, con el decidido apoyo de Estados Unidos, junto con la progresiva pérdida de apoyo social y financiación, han minado la fortaleza, el liderazgo y el dominio territorial del yihadismo somalí. Sin embargo, su derrota definitiva está aún muy lejos, pues resulta evidente su capacidad de atentar en la capital Mogadiscio, de donde fueron expulsados en agosto de 2011; de lanzar ataques en zonas rurales del centro y sur del país33; o de asesinar de forma selectiva y brutal, dentro y fuera de Somalia, como demostraron con las matanzas de no musulmanes en las localidades keniatas de Kormey o Mandara a finales de 2014. 

Hoy, la clave para acabar con esta milicia salafista y yihadista, con clara influencia del wahabismo saudí, está en manos del Gobierno Federal de Somalia –algo impensable hace  apenas una década–, que debe lograr que la solución política y social prevalezca sobre la estrictamente militar. Para conseguirlo, y con el necesario apoyo y supervisión de la comunidad internacional, las autoridades somalíes deben afianzar la transición política y extender su autoridad a todo el territorio; consolidar la reconciliación y la distribución del poder con los clanes y milicias locales; y, sobre todo, atender a su población, que sigue hundida en los niveles de pobreza y subdesarrollo más sangrantes del mundo. Con todo, y aunque los desafíos son descomunales, deben erradicarse las razones que permitieron a Al Shabaab –brazo armado de la extinta Unión de Cortes Islámicas, que dominó Somalia hasta 2006– erigirse en el grupo yihadista más violento y cohesionado de África, gracias a su ingente financiación, a su enorme capacidad de reclutamiento e, incluso, a un significativo apoyo social.

Tras el derrocamiento del presidente Siad Barre en 1991, Somalia se hundió en el caos y el desgobierno, tan solo dominado por los señores de la guerra y por distintas milicias armadas. En este convulso escenario, el progresivo avance de la Unión de Cortes Islámicas – una suerte de autoridad estatal cuyo objetivo principal era instaurar la sharia (ley islámica) en todo el país– provocó la reacción de la comunidad internacional para paliar la expansión del fundamentalismo islámico en una región de enorme importancia estratégica mundial. Entonces, se gestó en Kenia un Gobierno Federal de Transición, que accedió a territorio somalí en febrero de 2006; pero el golpe definitivo no llegó hasta diciembre, cuando más de 3.000 soldados etíopes tomaron Mogadiscio y expulsaron a los islamistas del poder. Sin embargo, no consiguieron quebrantar la fortaleza de los yihadistas de Al Shabaab, que mantuvieron el apoyo de muchos clanes y comunidades somalíes, ante la desconfianza que provocaban la incursión de Etiopía, su más ancestral enemigo, y la autoridad de un gobierno “fabricado” en el exterior. 

A partir de 2007, la Misión de la Unión Africana para Somalia35 –que hoy cuenta con 22.000 efectivos sobre el terreno y que ha sufrido cientos de bajas en combate desde su despliegue– cambió el escenario de seguridad, gracias a una ofensiva incesante contra los yihadistas, en la que participa, desde 2010, el incipiente Ejército Nacional Somalí. Mientras tanto, la progresiva expansión del poder estatal del Gobierno Federal de Somalia, instaurado definitivamente en septiembre de 2012, comenzó a generar una creciente confianza en la población; al tiempo que retiraba su apoyo a los yihadistas de Al Shabaab por sus continuas matanzas de civiles indefensos y, más aún, por prohibir la llegada de ayuda humanitaria durante la cruenta sequía de 2011, que provocó más de 200.000 muertes. También en el exterior, la nueva deriva yihadista minó el apoyo económico que llegaba a manos de los extremistas desde la diáspora somalí. 

Hoy, en el seno de Al Shabaab, su estructura de mando está muy erosionada, tanto por sus luchas internas como por la muerte de su líder Ali Zubeyr (alias Godane), en septiembre de 2014, en un ataque con drones de las fuerzas americanas. A pesar de ello, y con Abu Ubaidah al frente36, los yihadistas somalíes, lejos de amedrentarse, han incrementado sus atentados en Mogadiscio –incluido el ataque directo a la base de Naciones Unidas el pasado diciembre37 – y siguen luchando por el dominio territorial, lo que demuestra su tenaz resistencia. En cuanto a su financiación, la recuperación de los dos principales puertos – Kismayo en 2012 y Barawe en 2014– por las fuerzas de AMISOM ha cortado su principal fuente de ingresos: el contrabando con el carbón; pero aún mantiene una extensa red de extorsión, que alcanza incluso a las ONG, y que les permite seguir sufragando sus acciones y reclutar nuevos islamistas. Por último, es difícil de predecir si, más allá de los ataques fuera de territorio somalí, Al Shabaab terminará por comprometerse definitivamente con la yihad global, al menos como una estrategia forzada que garantice su proyecto extremista. 

A pesar de los últimos atentados, y gracias al esfuerzo internacional, el declive de Al Shabaab es hoy patente. Sin embargo, la solución militar nunca será definitiva, y solo una acción más rotunda de Gobierno Federal de Somalia consolidará, todavía a largo plazo, el éxito sobre el yihadismo y la estabilización definitiva del país. Para ello, es necesario revisar la “hoja de ruta” de septiembre de 2012, que no debe centrarse únicamente en la celebración de unas elecciones democráticas y en la promulgación de una nueva constitución, ambas previstas para 2016. También debe focalizarse en la instauración de un sistema judicial, basado en el respeto al imperio de la ley, y en la consolidación de unas fuerzas de seguridad y policiales imparciales y operativas, de las que ahora se critica su constante violación de los derechos humanos. Para conseguirlo, es urgente subsanar las tensiones internas en el gobierno, que han provocado hasta tres gabinetes en apenas dos años, y las disputas entre el poder federal y las entidades regionales y locales: un escenario político que amenaza con truncar los avances alcanzados y del que, con toda seguridad, Al Shabaab intentará sacar partido. 

UNA RESPUESTA MÁS COHERENTE E INTEGRAL 

El terrorismo yihadista está atenazando África, y su expansión terminará por socavar los incontestables avances logrados en el ámbito económico, político, social y de seguridad en muchos países y regiones del continente. Hasta ahora, y no solo en los cuatro países  analizados, las respuestas –tanto de carácter nacional como, en su caso, internacional– han dado resultados muy exiguos, y se han focalizado excesivamente en medidas represivas en el ámbito de la seguridad para eliminar o neutralizar el entramado terrorista. Sin embargo, y aunque la solución militar y policial es de vital importancia, esta nunca pondrán punto y final a las causas profundas que subyacen en la abyecta y alarmante capacidad de captación, radicalización y financiación de los extremistas islámicos. 

Tan solo desde una perspectiva más profunda y ambiciosa, la derrota del yihadismo en África comenzará a tener visos de realidad. Ninguna nación del mundo puede enfrentarse en solitario al desafío que representa el extremismo islámico, y es evidente que los países africanos están muy lejos de tener las capacidades mínimas para lograr unos niveles mínimos de seguridad que permitan avanzar en estos ámbitos. Por ello, la comunidad internacional debe ampliar su consenso y compromiso con África, y hacerlo desde una estrategia coherente, que se ajuste con mayor precisión al contexto; integral, que aborde todos los aspectos de la amenaza y aporte los medios y el material necesarios; y, por último, consensuada con los países, las organizaciones regionales y la Unión Africana. No obstante, la máxima responsabilidad y liderazgo recaerá siempre en los gobiernos de los países que están sufriendo en sus territorios la expansión y la barbarie yihadistas, cuyas acciones deben contemplar, principalmente, los siguientes aspectos para mejorar la gobernabilidad, la seguridad y el desarrollo estatal: 

  • - Implantar o regenerar sistemas democráticos y representativos, que provoquen que la población se sienta partícipe del proyecto nacional.
  • - Fortalecer las instituciones estatales, con especial atención al sistema judicial y el respeto al imperio de la ley, y eliminar la inestabilidad política. 
  • - Generar fuerzas de seguridad y policiales bien dimensionadas, adiestradas y equipadas; imparciales y al margen del poder político; y que la población reconozca como fiables y no represivas. 
  • - Ejercer una administración efectiva, centralizada o no, en todo el territorio, y controlar las fronteras estatales. 
  • - Promover el diálogo político e inclusivo con todas las partes, también con los grupos armados, excepto con aquellos que se considere inaceptables.
  • - Fomentar políticas socio- económicas que reduzcan la desigualdad e incentiven el desarrollo en todos los ámbitos, desde la reducción de la pobreza hasta el acceso a los recursos básicos y la construcción de infraestructuras. 
  • - Por último, luchar contra la corrupción, el crimen organizado y el radicalismo confesional. 



Sin duda, los desafíos son descomunales y su cumplimiento requiere mucho esfuerzo, tiempo y, sobre todo, determinación y voluntad política. No reconocer la urgencia de afrontarlos es negar la posibilidad de que África –un continente necesario y epicentro hoy de la estrategia mundial–, pueda afianzar, aún a muy largo plazo, un futuro pacífico y estable. De lo contrario, habrá que asumir que amenazas transnacionales como el terrorismo yihadista en África, igual que en otras partes del mundo, seguirán afectando a nuestra aparentemente sólida estabilidad.



Este fue un trabajo realizado por: 

Jesús Díez Alcalde 
TCOL. ET.ART.DEM 
Analista del IEEE


No hay comentarios:

Publicar un comentario