martes, 30 de junio de 2015
El éxodo que no cesa: ¿qué ha pasado con los cristianos de Irak?
En dos fases migratorias, un total de 200.000 cristianos buscaron refugio en la región del Kurdistán, huyendo del avance de los yihadistas. Viajamos a la región para conocer su situación
El avión inicia el aterrizaje sobre el aeropuerto internacional de Erbil, y Meryinnota cierta sensación de vacío en el estómago. Es la primera vez que vuelve a Irak desde que emigró junto a su familia en los albores de “la guerra sectaria” de 2006. Con pesar, recuerda aquella fatídica noche en la que su padre apostó por el exilio. “Una milicia suní entró en nuestra casa de Bagdad. Nos robaron los objetos de valor y luego le prendieron fuego”, revela a El Confidencial. “Fue entonces cuando mi padre comprendió que este no era un país para cuatro niñas cristianas”.
En los días que siguieron a los saqueos del barrio cristiano de Dora (al sur de Bagdad), la familia de Meryin huyó del país. Su salida formó parte de la diáspora posterior a 2006, en la que cerca de 400.000 cristianos abandonaron Irak. Tras pasar varios meses en un campo de refugiados de Siria, Naciones Unidas les ofreció un permiso de residencia en Canadá. “Yo siempre digo que soy canadiense”, expresa la joven, "después de nueve años en Norteamérica no queda en mi sangre ni rastro de mi antigua nacionalidad”.
En la salida del aeropuerto, su tío Edmon agita los brazos con emoción. Ha conducido desde el pueblo cristiano de Al Qosh para recoger a Meryin. Ambos acuden al bautizo de un familiar que tendrá lugar en el monasterio de la localidad. Al contrario que Meryin, Edmon dice que preferiría morir antes que abandonar su región, cuna ancestral de los asirios, siriacos y caldeos. Y estas son las dos caras del cristianismo iraquí: aquellos que ligan su fe a la tierra –la antigua Caldea y Asiria– y quienes prefieren gozar de libertad religiosa y han empezado de cero en Estados Unidos, Australia, Europa o Canadá.
Cisma: volver a casa o emigrar
Hace un año que los cristianos iraquíes se vieron obligados a abandonar sus pueblos de la región del Nínive ante el avance de los yihadistas en el norte de Irak. En dos fases migratorias, la primera tras la caída de Mosul en junio y la segunda durante la primera semana de agosto, un total de 200.000 cristianos buscaron refugio en la región del Kurdistán, según REACH, una iniciativa de información humanitaria. En ese momento, el obispo ordenó que las iglesias y las escuelas de la ordenación, así como los edificios inacabados, se pusieran a disposición de quienes habían huido de sus casas.
En uno de los 26 campos de desplazados cristianos de Erbil, 110 familias habitan los jardines de la iglesia de Mari Lia en el barrio cristiano de Ainkawa. “Quienes viven aquí se dividen ahora en dos grupos: los que tienen esperanza en el futuro y quienes rezan para que el futuro no llegue”, dice el padreDouglas Bazi, de la archidiócesis caldea de Erbil. Según explica a este diario, algunas familias pretenden retornar a sus casas de Bartela y Qaraqosh, mientras que otras prefieren permanecer en el centro o abandonar definitivamente el país.
Como dice el padre Douglas, “lo que era una situación de emergencia se ha convertido en una situación permanente” y los IDPs (personas desplazadas internamente) se impacientan después de, durante doce meses, habitar en una “caravana” con ropa y electrodomésticos prestados. Distintas organizaciones y fundaciones, en su mayoría cristianas, como Gold Foundation o Help Iraq, han donado alimentos, medicinas y materiales. En la entrada al recinto, el padre Douglas ha establecido una escuela con clases de inglés, matemáticas, historia pero también manualidades y fotografía para los niños. “La educación es la clave para que Daesh (acrónimo árabe de ISIS) no pueda con nosotros”, asegura.
Un año en los campos de desplazados
En la puerta de la iglesia, un grupo de hombres conversa sobre el tiempo que hará ese día en Qaraqosh, las propiedades que han dejado atrás o sus anteriores trabajos. “Tienen miedo a olvidar”, aclara el sacerdote. En la explanada del jardín, unos niños juegan al voleibol mientras varios hombres se sientan a observar el partido. Uno de ellos, Sargon, camina hasta su vivienda, una cabina de unos 8 m2 en la que duerme junto a su mujer y sus dos hijos. Angustiado, recuerda el día en el que los yihadistas llegaron hasta su casa, “hubo combates entre los Peshmerga y Daesh. Una de las bombas mató a dos niños y a una joven de mi pueblo. Fue en ese momento cuando decidimos que Qaraqosh no era un lugar seguro”. Su vecino asegura que las bombas le dejaron sordo y se levanta la camiseta para mostrar sus cicatrices.
Al final del campo, dos mujeres tienden la ropa en la zona de la lavandería. Asienten con la cabeza y aseguran que aquí están bien, que la iglesia y las organizaciones cubren sus necesidades más básicas. Pero hoy es un día especialmente difícil, dicen, hace un año que llegaron de Qaraqosh. “Yo estoy pensando volver”, confiesa una de ellas, que prefiere arriesgarse a seguir viviendo entre paneles prefabricados. “Yo no…”, exclama otra, “yo quiero salir de este país como sea”.
Pronto se organiza un corrillo, unos y otros explican los impedimentos o ventajas de dar marcha atrás y volver a casa. “Todavía no es una zona segura,Daesh está cerca y podrían volver a entrar”, exclama una madre mientras sostiene en brazos a su hijo. De pronto un hombre interrumpe la conversación, en tono malhumorado dice que no es justo plantear esa pregunta. “Hemos perdido nuestra casa, nuestros vecinos musulmanes las han saqueado y han matado a nuestros familiares. ¿Estamos en posición de elegir? Si no nos marchamos de aquí es porque no tenemos dinero”, concluye.
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