La Cumbre Árabe de El Cairo decidió crear una fuerza común destinada (aunque no se afirmara claramente) a hacer frente al aumento del poder de Irán más que al del Estado Islámico. La intervención de Arabia Saudí y de sus aliados en Yemen responde a la misma preocupación, aún cuando Teherán negocia sobre su programa nuclear y el desenlace de estas negociaciones tendrá unas consecuencias importantes para las relaciones regionales.
La noche del 25 al 26 de marzo Arabia Saudí emprendió la operación «Tormenta Decisiva» en Yemen y el bombardeo de posiciones de las milicias hutis que se habían apoderado de la capital, Sanaa, habían derrocado al presidente Abd Rabbo Mansour Hadi y avanzaban hacia el sur y al gran puerto de Aden. En la coalición creada bajo la égida de Riad participan diez países, más o menos intensamente y más o menos directamente: cinco de los seis países del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG) (además de Arabia Saudí, los Emiratos Árabes Unidos, Kuwait, Qatar y a excepción de Oman), a los que hay que añadir Egipto, Marruecos, Jordania, Sudán y Paquistán.
Esta coalición obtuvo el apoyo de Estados Unidos. La portavoz del Consejo Nacional de Seguridad declaró que el presidente Barack Obama «había autorizado el suministro de apoyo logístico y de información para apoyar las operaciones militares del CCG» 1. Se estableció una célula común de planificación con Arabia Saudí. Sin embargo, de creer a Jamal Khashogji, un periodista saudí muy bien relacionado con los círculos dirigentes de su país, según un artículo titulado «The Salman principle» (La doctrina Salman), Riad habría puesto ante Washingtonhecho consumado: «Hemos decidido intervenir en Yemen, habrían dicho en esencia los dirigentes saudíes. ¿Están de acuerdo con nosotros o no?». Si se confirmara, esta afirmación supondría un cambio importante en la política saudí que, aún así, sigue siendo muy dependiente de Estados Unidos, incluso en términos militares.
Paquistán expresó algunas reservas al tiempo que afirmaba estar determinado a garantizar la seguridad e integridad territorial del reino wahhabita. El ministro de Defensa Khawaja Asif declaró en una intervención en el Parlamento: «No participaremos en ningún conflicto que provoque diferencias entre países musulmanes y agrave las líneas de fractura que también están presentes entre nosotros y cuyas consecuencias debemos soportar», aludiendo a las persistentes tensiones entre la minoría chií y la mayoría sunní 2.
Esta alusión a las divisiones confesionales reafirma a todas aquellas personas que leen el enfrentamiento actual a través del prisma de un choque entre sunnismo y chiísmo, cuyo antagonismo se remonta a los propios orígenes del Islam, a las guerras de sucesión tras la muerte del profeta Mahoma en 632. Esta visión es lo que ilustra un mapa del diario LeMonde publicado el 27 de marzo. En muchos comentarios reaparecen todos estos clichés abstractos y ahistóricos (enfrentamiento milenario, odios inextinguibles, querellas teológicas) para explicar los acontecimientos en detrimento de análisis políticos y geopolíticos.
Toda la dificultar de superar la lectura confesional y de descubrir los desafíos de poder que estructuran realmente los conflictos de la zona radica en el hecho de que los propios actores implicados sobre el terreno dan crédito a la oposición sunni-chií y actúan en consecuencia. La lectura confesional lleva a una simplificación objetiva de la confrontación y suprime la complejidad tanto en el espíritu de los analistas que somos como en el de los combatientes.
Nos explican que los hutis son chiíes y que su progresión indispone al poderoso vecino saudí. Sin embargo, cuando en septiembre de 1962 un golpe de Estado republicano puso fin al milenario imanato zaydita instalado en Sanaa, siguió una larga guerra civil. Y Riad apoyó, financió y armó a las tribus zayditas que hoy se califican de «chiíes». Los zayditas son una rama del Islam dependiente del chiísmo. Contrariamente a los chiíes iraníes solo reconocen cinco imanes en vez de doce. Considerados «moderados» durante mucho tiempo (en sus mezquitas a menudo rezan al lado de los sunníes), en los últimos años han sufrido la influencia de Teherán. Pero como reconocía Simon Henderson, un analista perteneciente a unthink tank estadounidense dependiente del poderoso lobby proisraelí y poco susceptible de simpatía hacia los mulás: «No conocemos la magnitud del apoyo de Irán a los hutis ni sabemos si los iraníes consideran su toma de poder un objetivo estratégico fundamental o una consecuencia de acontecimientos fortuitos.» Y la declaración de un diputado iraní el año pasado en la que afirmaba que tres capitales árabes —Damasco, Bagdad y Beirut— ya estaban bajo control de Teherán no ha bastado para ver en ello un gran objetivo iraní 3. Además, en la década de 2000, durante las presidencias de Hachemi Rafsandjani (1989-1997) y Mohammad Khatami, (1997-2005), se produjo un acercamiento entre Teherán y Riad.
Cuatro fuerzas sobre el terreno
No se puede reducir Yemen a un esquema confesiona. En primer lugar, es uno de los cuatro países en los que la «primavera árabe» llevó a la salida del presidente tras una larga lucha marcada por enfrentamientos armados, pero también por el papel activo de la juventud que no ha renunciado a este lugar, aunque le debilite la militarización de los enfrentamientos entre elites. Al menos cuatro fuerzas ocupan el terreno a merced de alianzas inestables:
en primer lugar, el expresidente Ali Abdallah Saleh, al que sigue siendo fiel una parte importante del ejército. El presidente también es zaydita, pero durante muchos años se opuso a los hutis;
los hutis, entre 2004 y 2009. Durante mucho tiempo Saleh luchó contra ellos (apoyándose entonces en los islamistas sunníes) antes de aliarse con ellos esperando recuperar su poder. Su alianza parece frágil y el Congreso General Popular del expresidente criticó su ofensiva contra el sur;
los sudistas, que añoran su independencia de los tiempos de la República Democrática y Popular de Yemen (RPDY), Yemen del Sur. Desde la unificación de ambos Yemen en 1990 se han sublevado varias veces contra la autoridad central y vuelven a reclamar la independencia. Hoy aliados circunstanciales de Hadi y del partido Al-Islah cercano a los Hermanos Musulmanes en su lucha contra los hutis, no olvidan que ambos llevaron a cabo una represión violenta contra ellos, sobre todo en 1994;
por último, Al-Qaeda en la Península Arábiga (AQPA), la única filial de Al-Qaeda que dispone de una base territorial. Sin duda se opone a los hutis, pero no tiene ninguna simpatía por el presidente Saleh ni por Arabia Saudí, donde está implantada y donde prosigue su acción clandestina y sus atentados. La Organización del Estado Islámico (OEI), por su parte, reivindicó su primera acción en Yemen, un atentado contra una mezquita de Sanaa que causó unos 150 muertos el pasado 20 de marzo. Pero estos acontecimientos no parecen preocupar a la coalición creada por Arabia Saudí.
Es evidente que lo que se juega en esta guerra supera Yemen, que no es sino uno de los frentes en una zona que se sume en el caos y se descompone bajo los embates de las intervenciones extranjeras, de los regímenes dictatoriales aferrados al poder y de las milicias no estatales.
Uno de los interrogantes es la implicación saudí. La monarquía pretende alinear un centenar de aviones de combate y habría concentrado 150.000 soldados en su frontera con Yemen, un despliegue impresionante. ¿Se trata de demostrar que el país quiere reconquistar su papel fundamental en toda la zona, frente a Irán y en un momento en que Estados Unidos se desvincula en parte? ¿Marca esta movilización una inflexión política impulsada por el nuevo rey Salman y los príncipes jóvenes que le rodean? Eso es lo que opina Nawaf Obeid, un intelectual saudí cercano al poder: «La nueva dirección saudí, organizada en torno a jóvenes príncipes dinámicos y tecnócratas, desarrolla una doctrina de política exterior para recoger los desafíos lanzados por las tensiones regionales. Esta doctrina se basa en la legitimidad de la monarquía y el papel fundamental del reino para el mundo musulmán. Como guardiana de los dos lugares santos de La Meca y Medina, Arabia Saudí está en una posición única para alzarse por encima del desbarajuste de la última década y superar las divisiones entre los principales países sunníes» 4.
Con todo, ¿cuenta el ejército saudí con los medios para llevar a cabo esta estrategia? En 2009 ya sufrió una derrota frente a las milicias hutis que, sin embargo, estaban mal armadas aunque tenían pleno control de su territorio. ¿Puede enviar tropas de tierra a riesgo de que sus soldados se estanquen y ello a pesar del apoyo del mariscal [egipcio] Abdel Fattah Al-Sissi, que parece olvidar que Yemen fue un Vietnam para el ejército egipcio entre 1962 y 1967? Muchos comentaristas egipcios se preguntan por la duración de esta intervención y por sus objetivos políticos 5.
Y es que si en parte las cartas se vuelven a barajar en la zona, la llamada alianza «sunní» no está exenta de fisuras y «el peligro persa» no es suficiente para colmar todas las brechas. Arabia Saudí parece un poco más conciliadora que en 2014 respecto a los Hermanos Musulmanes, se ha acercado a Qatar y a Turquía, mientras que El Cairo denuncia regularmente a este último país. Incluso las organizaciones islamistas parecen reservadas en parte respecto a una intervención que divide al mundo musulmán. El Frente Salafista Egipcio, cuyo mascarón de proa es el carismático jeque Abou Ismaïl (hoy en la cárcel), analiza el conflicto como «un enfrentamiento ente Occidente y el Islam», en el que «los regímenes árabes que apoyan la causa estadounidense-sionista tratan de hacer fracasar los levantamientos de los pueblos árabes». Al tiempo que estigmatizaba el «complot iraní», condenó los bombardeos saudíes y recordó que no se había creado ninguna coalición para salvar a los musulmanes de Siria e Iraq 6. Por lo que se refiere a los Hermanos Musulmanes egipcios, al tiempo que apoyan a Riad, que pretende querer restablecer «el poder legítimo» en Yemen, les resulta fácil recordar que este mismo poder legítimo en El Cairo es el de Mohamed Morsi.
El desafío de las negociaciones sobre el programa nuclear
No se puede desdeñar la importancia geopolítica de Yemen. Este país controla la entrada al mar Rojo (hacia el Canal de Suez) y el estrecho de Bab El-Mandeb, sin duda menos importante que el de Ormuz, pero a través del cual pasa una parte importante del petróleo y del gas destinados a Europa. Por otra parte, desde el 11 de septiembre Yemen es un eslabón fundamental de la «guerra contra el terrorismo» y de las fuerzas especiales estadounidenses estacionadas ahí que coordinan las acciones contra AQPA (sobre todo el lanzamiento de drones). Ahora bien, Estados Unidos acaba de evacuar su base de Al-Anad tras el avance de los hutis sobre Aden. Y AQPA y los estadounidenses se encuentra uno a lado del otro en el combate contra los hutis.
Washington se enfrenta a un dilema similar en Iraq, mientras que las milicias chiíes encuadradas y adiestradas por Teherán llevan a cabo la ofensiva contra la OEI. Durante la ofensiva en curso de las tropas de Bagdad contra la ciudad de Tikrit controlada por la OEI, estados Unidos condicionó su ayuda aérea a la retirada de los consejeros iraníes.
En vísperas de que concluyan las negociaciones sobre el uso de energía nuclear por parte de Irán, Arabia Saudí ha reforzado su posición. Sea cual sea el resultado, se trata de afirmar su posición frente a Teherán y de prepararse para dos escenarios: un acuerdo y que los occidentales integren a Irán en el juego regional o un fracaso con todas las escaladas militares factibles (*).
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