El centenario del genocidio del pueblo armenio viene cargado de buenas sorpresas pero también de decepciones. En la conmemoración se juegan otros genocidios, otras reivindicaciones. Las grandes injusticias históricas suelen ser irreversibles. Un muerto no resucita. La reparación válida es fundamentalmente simbólica.
Enrique Martínez Moreno tenía claro, cuando redactó el proyecto uruguayo de ley de conmemoración del cincuentenario, que había que dar la lucha por la justicia a nivel del derecho internacional, y que la convención de las Naciones Unidas sobre genocidio tenía que ser un instrumento importante. Transcurridos otros 50 años, es poco lo que se ha avanzado en el reconocimiento del crimen contra el pueblo armenio y menos aun lo que se ha hecho por prevenir e impedir las aniquilaciones masivas de otros pueblos. La movilización unitaria de la colectividad armenia de Uruguay en 1964 y 1965 sigue siendo uno de los hitos entre los actos de conmemoración del genocidio. Y la ley redactada por Enrique Martínez Moreno y refrendada en 1965 por todo el espectro político uruguayo ha sido durante décadas un punto de referencia a nivel internacional.
Un primer hecho: el 24 de abril de 1915 (11 de abril en el calendario juliano de la época) el gobierno de Turquía inició una serie de acciones que provocarían el exterminio o el desplazamiento de entre uno y dos millones de armenios, ciudadanos de ese Estado. El genocidio se extendió a otros pueblos cristianos que vivían en los antiguos territorios del imperio otomano, y no cesó hasta 1923. Hubo variadas formas de destruir a las naciones minoritarias, dependiendo de las etapas de la escalada, y también de los modos de proceder de las autoridades militares de cada región. El primero de los múltiples procedimientos fue el descabezamiento de la comunidad, mediante la ejecución sorpresiva de intelectuales y de dirigentes políticos y religiosos. Luego, las matanzas masivas (que ya habían sido ensayadas por el sultán Abdul Hamid II entre 1894 y 18971), la destrucción de los poblados, las marchas forzadas al desierto, la conversión por la fuerza a la fe musulmana, la deportación acompañada por la anulación del lugar físico de origen. Sólo quedaron algunos miles de armenios en Constantinopla (Estambul, desde 1930) y algunos otros centros poblados próximos a Occidente, y muchos armenios “secretos” en Anatolia.
Y, es claro, los pobladores de la parte de Armenia bajo dominio ruso.
Un segundo hecho: tras un brevísimo interregno –al finalizar la Primera Guerra Mundial–, de reconocimiento del genocidio y de juzgamientos a sus responsables, el Estado turco pasó a negar la mera existencia del genocidio, y en esos trece se mantiene hasta hoy, a pesar de los sucesivos cambios de gobierno. La sola mención del genocidio es considerada delito castigable.
Por otra parte, los gobiernos turcos han sabido explotar la importancia geopolítica de su país frente a las potencias mundiales, atemperando las acciones que pudieran surgir en relación con los reclamos de reconocimiento. En consecuencia, las potencias han sido tibias a la hora de esos reclamos. También la mayor parte de los países comunes y corrientes. Estados Unidos no ha reconocido el genocidio como tal. Tampoco lo ha hecho Israel, en una incomprensible dualidad entre los reclamos por el genocidio propio y el ajeno. El propio Vaticano ha debido esperar la llegada del papa Francisco para decir lo que sabía desde el comienzo.
Entretanto, algunos grupos de capital han estado, estos últimos años, enchastrando la cancha. Si el reclamo por el reconocimiento del genocidio es un reclamo simbólico, desinteresado, de simple justicia ante la barbarie que tuvo lugar hace un siglo, hay otros reclamos que el pasaje del tiempo ha ido relativizando. A pesar de que la población armenia estaba dispersa en un amplísimo territorio del mapa de Turquía, había lugares de una concentración alta, y zonas de población armenia mayoritaria. Hace medio siglo, entonces, podía ser sensato reclamar devolución de tierras a la República Armenia, vecina de Turquía desde 1918. Hoy día tal reclamo resulta más problemático, puesto que en esas tierras han vivido durante un siglo varias generaciones de turcos y de kurdos que quedarían, ahora, despojados de “su” tierra. A pesar de ello, podría ser un rasgo de inteligencia el devolver a Armenia el mítico Monte Ararat, símbolo nacional desde tiempo inmemorial.
REPARACIONES. Hay aspectos más complejos: las reparaciones. Hasta ahora, los sobrevivientes del genocidio dispersos por el mundo han aceptado su destino y raramente han planteado interés en ser recompensados por el abuelito genocidado. Pero recientemente han aparecido firmas de abogados en Estados Unidos que ofrecen sus servicios para demandar a las firmas de seguros que no pagaron a los familiares las debidas reparaciones monetarias por las muertes de sus padres o hermanos. Se hace difícil imaginar quiénes (y cuántos) podían, en 1915, tener pólizas de seguros de vida o de propiedad entre los armenios de Turquía, y quiénes (y cuántos) de entre ellos pudieron haber guardado celosamente esos documentos durante un siglo, atravesando el horror y el exilio. Obviamente, no el campesinado ni el proletariado armenio, pero tampoco la pequeña burguesía. Me resulta penoso que una docena de señores adinerados –como los que mostraban los hermanos Taviani en su cuestionable filme La casa de las alondras– usen un genocidio como excusa para hacer más dinero.
En las actividades de conmemoración del centenario las hay más banales, y las hay trascendentes. Por un lado están los ciudadanos de Turquía de origen turco y kurdo que desafían el (des)orden impuesto desde el gobierno para avivar la memoria y asumir la carga histórica que el negacionismo de los sucesivos gobiernos ha tratado de esconder durante un siglo.2 Las posturas oficiales han sido, década tras década, no sólo de insistir en que allí no pasó nada, sino de institucionalizar la mentira, tanto a nivel del discurso de las autoridades políticas, militares y judiciales, como a nivel de los medios de comunicación y del sistema educativo todo.
EN TURQUÍA. Para numerosos turcos, la fuerza simbólica del siglo transcurrido desde el genocidio, y la asociación de ideas entre ese crimen impune y los numerosos crímenes impunes que se siguen cometiendo a diario, ha estado detonando acciones concretas. El primer paso con resonancia internacional fue el muy valiente pedido de perdón firmado por más de 30 mil intelectuales turcos a comienzos del año 2009.3 Mientras tanto, el velo de la ocultación se ha empezado a correr en la producción literaria de los últimos años (como en Orhan Pamuk y otros menos conocidos en el exterior), varios historiadores de gran coraje han abordado la investigación de documentos y la reescritura de la historia escamoteada, varios editores han publicado libros reveladores (desde Los 40 días del Musa Daga, de Franz Werfel, hasta los nuevos trabajos historiográficos) asumiendo el riesgo de prisión y tortura, y han ido creciendo los actos públicos de rescate de la memoria del horror, especialmente desde el asesinato del periodista armeno-turco Hrant Dink en enero de 2007, que provocara una inesperada y multitudinaria manifestación callejera, una marea humana de más de 100 mil personas.
Algunos aspectos de estos cambios –imprevisibles hasta hace muy pocos años– son muy emocionantes. Uno de ellos es la solidaridad que la causa de los armenios ha estado recibiendo de parte de los dirigentes kurdos, una castigada nación que un siglo atrás había sido utilizada por parte de los gobernantes turcos –en nombre del Corán– para masacrar armenios, y que hoy recupera su voluntad de existir como grupo nacional y homenajea a sus vecinos que fueron, por un momento, adversarios. La ciudad de Diarbekir, en territorio kurdo y con gobernantes kurdos, inició la reconstrucción de una iglesia armenia del siglo XIV, a pesar del gobierno de Ankara. En noviembre de 2012 volvió a funcionar su campanario.
Mientras tanto, las comunidades de descendientes de armenios dispersas en el mundo han cultivado su desunión con perseverancia, un dato que los dirigentes turcos manejan con astucia. A la diáspora armenia le resulta difícil entender los cambios que se han estado produciendo en Turquía, especialmente entre los intelectuales turcos y entre los dirigentes kurdos. El paso del tiempo hace que se vaya borroneando en sus integrantes la noción de cuál es la realidad allí, si bien conservan en alguna medida el imperativo moral de que hay pendiente un acto de justicia en relación con sus ancestros. Pero esa diáspora armenia tiene poco peso numérico, y la propia Armenia es un país pequeño con una población pequeña, otro dato geopolítico relevante para el negacionismo de los dirigentes turcos. Hrant Dink era portavoz de una postura de dirigentes armenios de Turquía que reclamaban de sus connacionales del exterior que les dejaran a ellos la iniciativa para resolver la cuestión con Turquía. Aun a costa de la prisión o de la muerte.
Las autoridades políticas turcas han variado su discurso, si bien en forma zigzagueante. En algún caso, se ha llegado a maquillar el negacionismo, como en un abortado intento de acercamiento entre Armenia y Turquía producido con la excusa de un partido de fútbol. En las últimas semanas, el presidente Recep Tayyip Erdoğan ha admitido la muerte masiva de armenios (haciendo un descuentito y reduciéndola a medio millón –como si medio millón fuera una bicoca–), repitiendo una y otra vez que no se trató de un genocidio sino de consecuencias de la guerra, en la que habría muerto igual cantidad de turcos. No importa que no haya existido guerra contra los armenios y que la guerra en cuestión haya sido contra las potencias aliadas.
Ahí se entrevera nuevamente el juego. Porque en el discurso oficialista turco hay un dejo de antimperialismo, y ese dejo tiene asidero. Las potencias europeas necesitaban aniquilar el imperio otomano a fin de quedarse con el Cercano Oriente y su petróleo (y de paso algunas otras riquezas naturales), objetivo en el que siguen perseverando un siglo más tarde. Es cierto que la batalla de Galípoli fue un cruentísimo acto de barbarie y que los turcos que pelearon allí lo hicieron en buena medida contra el imperialismo europeo. Pero nada tenían que ver los armenios con Galípoli, y –es más– mientras transcurría la interminable batalla, el Estado turco regido por el partido de los Jóvenes Turcos estaba procediendo metódicamente al exterminio de la población armenia (y de otros pueblos no-musulmanes). Erdoğan echó mano este año a la celebración de la victoria de Galípoli para esconder la persecución de los armenios y no le fue bien: la mayor parte de los países invitados a los fastos no confirmó su asistencia, forma diplomática del pito catalán.
Las vueltas de tuerca son muchas, también en la historia de la Turquía de hace un siglo. El partido de los Jóvenes Turcos gana el gobierno con el apoyo de los partidos revolucionarios armenios, que los consideran hermanos en los novísimos ideales político-sociales (parcialmente importados de la Europa occidental imperialista, qué se le va a hacer). Mi familia conserva una magnífica foto en la que se ve a la población armenia de Akseray (la población masculina, como era normal en ese entonces), la ciudad de mis abuelos maternos, celebrando en 1908 el triunfo de los Jóvenes Turcos (mi abuelo enarbola una de las banderas turcas), los mismos que los iban a deportar y matar pocos años después. El genocidio, perpetrado ante la mirada complaciente de los aliados germanos, se detiene al finalizar la Primera Guerra Mundial, y los responsables pasan a ser juzgados por sus crímenes. Pero Mustafá Kemal, héroe de Galípoli, que va a convertirse en el político de mayor envergadura pasada la guerra, considera que un juicio en territorio ocupado no es un juicio respetable, y no sólo perdona a los genocidas sino que incorpora a su gobierno a algunos de ellos. A partir de 1919 se reanudan las persecuciones contra los armenios, que se extenderán hasta 1923. Es decir, el genocidio iniciado en 1915 tiene un respiro por manes del fin de la Primera Guerra Mundial, pero se reanuda rápidamente y deja limpia Turquía de infieles.
A cien años de la barbarie, los descendientes de los sobrevivientes siguen sin entender cómo fue posible el genocidio. Cómo son posibles, cien años después, los genocidios.
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