El Reino Unido ha dado la espalda a Europa y ha perdido voluntariamente su derecho de influir en los acontecimientos de la Unión Europea (UE), aunque estos, inevitablemente, le afectarán en el futuro. Quiera o no quiera.
A muchos les ha sorprendido la victoria del Brexit, pero lo cierto es que Londres nunca formó parte del proyecto europeo e históricamente siempre lo boicoteó cuanto y cuando pudo.
El denominado 'cheque británico' y los obstáculos a la creación del euro son dos claros ejemplos de esa forma tan "insular" —por decirlo finamente— de hacer política. Para los funcionarios de Bruselas, los británicos han sido como el perro del hortelano, que no come ni deja comer.
El Reino Unido se sumó a la organización supranacional en 1973, cuando esta aún era conocida como la Comunidad Económica Europea (CEE). Dos años después, el Gobierno convocó un referéndum de confirmación. Hasta Margaret Thatcher, que no era todavía primera ministra pero sí líder de la oposición, hizo campaña en favor de la asociación. Pero entonces la CEE era muy distinta de la actual UE, pues por aquel tiempo no solo era más pequeña y menos contradictoria, sino que además se limitaba esencialmente a tratar aspectos mercantiles y no tenía apenas funciones políticas ni mucho menos monetarias. En el contexto actual, la Dama de Hierro habría votado sí al Brexit. ¿Por qué? Pues porque Thatcher, al igual que la mayoría de los ingleses, siempre se opuso a apoyar una mayor integración política en el seno de la Unión. Lo de crear los Estados Unidos de Europa siempre les provocó urticaria. Solo se han interesado por el mercado único, pero han rechazado de plano crear el Banco Central Europeo (BCE) y entrar en la moneda única, argumentando que la libra es un sacrosanto símbolo de su soberanía nacional. De ahí surgió la excepción británica y, por extensión, la idea de la Europa de las dos velocidades, un eufemismo para seguirles incluyendo en el grupo, cuando en realidad no estuvieron nunca dentro del todo.
Fue precisamente Thatcher quien negoció en 1984 el cheque británico. Este descuento de la contribución del Reino Unido al presupuesto total comunitario —de 6.200 millones de euros en 2015— fue una vergonzosa concesión que se ha ido manteniendo con los años, a pesar de que no está contemplada en los tratados y de que el panorama ha cambiado drásticamente con la entrada de países del Este de Europa.
Y el 'tory' David Cameron, como un alumno aventajado de Tatcher, ha seguido esa estela ventajista al arrancar a Bruselas unas condiciones humillantes e incluso xenófobas para que pudieran mantenerse como uno más en la familia.
Esto va a ser un divorcio largo y poco amistoso. La Comisión Europea está que trina. Especialmente su presidente, el luxemburgués Jean-Claude Juncker, que ha estado muy certero en sus primeras reacciones. Sobre todo cuando dijo aquello de que "si alguien se pasa años diciendo a sus ciudadanos lo mala que es la UE, no debería ser una sorpresa que la gente acabe creyéndoselo". Juncker quiere castigar al euroescepticismo anglosajón, y con razón.
Esa defensa a ultranza de su independencia les ha llevado finalmente a colocarse justo al borde del abismo. Y a afrontar una década de incertidumbre, como pronostica el Foreign Office.
La votación ha abierto una enorme crisis política que ha fracturado al Partido Laborista y ha colocado la primera piedra de la desintegración del Reino Unido. Hasta un emocionado diputado escocés pedía protección en el Parlamento Europeo, reunido en Bruselas, y recibía una calurosa ovación del hemiciclo, mientras el eurófobo inglés Nigel Farage miraba la escena con desdén.
En materia de seguridad también va a ser un desastre para el Reino Unido porque tendrá que renunciar, por ejemplo, a la orden de detención europea, un eficaz instrumento de lucha contra la delincuencia y el terrorismo. También se sentirá la fuerte onda expansiva en la OTAN…
En materia de política exterior, Londres renunciará a su autoridad en el continente. Eso significa un revés muy elocuente para sus relaciones con Washington. Estados Unidos hubiera preferido que su estrecho aliado y amigo continuara siendo su cabeza de puente en la UE, para defender allí sus posiciones transatlánticas. Eso se va a terminar. Se acabarán los privilegios. Los norteamericanos pierden así la importante influencia que su 'estado número 51' ha tenido hasta ahora al otro lado del Canal de la Mancha. En la Casa Blanca deben estar muy enojados porque el 'primo inglés' les ha traicionado.
Tras comprender las serias consecuencias que se les vienen encima, tres millones de personas buscan repetir el plebiscito. O frenar su aplicación. Resulta patético. Y hasta gracioso, si no hubiera tanto en juego.
El exalcalde de Londres, Boris Johnson, se había convertido en el único ganador real de todo este monumental embrollo de múltiples aristas, porque el antieuropeo Farage no tiene —todavía— suficiente masa electoral para aspirar a Downing Street. Pero, sorprendentemente, Johnson ha dado un paso atrás y se ha apartado de la lucha por el poder dentro del
Partido Conservador, lo que ha aumentado, si cabe, la incertidumbre. El proceso posBrexit lo liderarán otros políticos, con menos fuste que él. Johnson parece que ha visto las orejas al lobo, que se han metido en un jardín lleno de espinas.
Pero el Reino Unido ha sido la novia que todo el mundo odia. La que le hace al novio abandonar su carrera de ensueño por un puesto de trabajo estable pero aburrido. La que le impone su estilo en el armario, se opone a sus amigos y se burla de sus aspiraciones.
Aunque resulte traumático, es mejor que se marchen porque Europa, sin esa rémora, tendrá al menos la oportunidad de regenerarse sobre la base de los ideales humanistas que la hicieron posible hace 65 años. Y cuanto antes se vayan, mejor.
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