Adrián Tarín ::::: La historia de Aleksandr Lukashenko al frente de Bielorrusia es una historia de autoritarismo, represión política y social, soberanía económica y condenas interesadas de Occidente. Desde que venciera en 1994 en las elecciones presidenciales a Vyacheslav Kebich y Stanislaw Chouchkievitch, posiblemente los únicos comicios democráticos y libres a los que se ha sometido el mandatario, las sucesivas reformas políticas que ha emprendido durante sus más de 20 años de gobierno han ido encaminadas a aumentar su control político frente a los poderes judicial, legislativo y mediático, instaurando una “vertical del poder” más férrea y evidente que la rusa.
Fruto de esta arquitectura legal, que en la práctica imposibilita cualquier disidencia ordenada, Lukashenko ha conseguido aprobar leyes de interés personal y no general –como la supresión del límite de mandatos o la posibilidad de disolver el parlamento-, así como manipular los resultados electorales siguientes. De hecho, tanto en la segunda (2001-2006), tercera (2006-2010) y actual (2010-2015) legislatura han sido constantes las acusaciones, dentro y fuera del país, de fraude en los comicios y referéndum celebrados. Al mismo tiempo, integrantes de los grupos opositores, que veían reducidas contundentemente sus expectativas de participación política, fueron apartados de la vida pública, detenidos o encarcelados. Tras vencer en sus terceras elecciones consecutivas, y al calor de las revoluciones de colores que se desataron con el apoyo político y mediático –y quizá económico- de Occidente, la disidencia liberal y socialdemócrata bielorrusa llamó a sus compatriotas a inundar la Plaza de Octubre de Minsk, en un intento por derrocar a Lukashenko. La respuesta no se hizo esperar. Lukashenko declaró que había que “partir el cuello” a la oposición, y la policía cumplió con su jefe. En estos 20 años, activistas de ONG, diputados, políticos y periodistas han sido encarcelados por defender alternativas a Lukashenko.
Oficialmente, el antidemocrático control político que ejerce el presidente y la represión policial han sido contestadas por la comunidad internacional con sanciones y condenas. Posiblemente, la más contundente de todas sucedió tras los hechos de la Plaza de Octubre, no tanto por la gravedad de la actuación policial sino por entender Estados Unidos (EEUU) y la Unión Europea (UE) frustrados sus intenciones de ver liberalizado el mercado bielorruso. En aquélla ocasión, la UE prohibió a Lukashenko y a otros miembros de su gobierno viajar por su territorio. Pero las reacciones de la comunidad internacional, aunque en ocasiones hayan podido ser sinceras y estrictamente motivadas por las continuas vulneraciones de los Derechos Humanos que se producen en el país, suelen estar más vinculadas con el ejercicio de soberanía económica que desarrolló Lukashenko desde su llegada al poder. Ya desde 1994 el mandatario implementó lo que hoy es conocido como “socialismo de mercado”: medidas inspiradas en el socialismo real, como el control de precios, la planificación económica y las nacionalizaciones del incipiente sector privado bancario, sin renunciar por completo a la propiedad privada. Ello motivó conflictos con el Fondo Monetario Internacional (FMI) y con otros organismos occidentales. De hecho, no es la primera vez que Occidente tolera ataques a los Derechos Humanos en un antiguo país soviético a cambio de una exitosa transición hacia el libre mercado. Durante la Primera Guerra de Chechenia, la comunidad internacional sólo emitió tibias condenas y sanciones, ante la conveniencia de mantener como aliado a un Borís Yeltsin comprometido con el capitalismo. De hecho, el único actor que se resistió a lacatastroika fue Bielorrusia y, sin entrar a valorar si fue una decisión acertada o no, continúa pagado su precio por ello. El aislamiento al que fue sometida Bielorrusia desde que decidió elegir la deriva de su propia economía llevó al país a relacionarse preferentemente con actores enemistados con Occidente, como Rusia, Yugoslavia, Irak, Irán, China o Venezuela.
El papel que juega Rusia en el conflicto entre la comunidad internacional y Bielorrusia no es baladí. Además de la implementación de un sistema económico incómodo para los intereses occidentales, el acercamiento entre Lukashenko y Vladímir Putin sitúa aún más en el punto de mira a la república. Manteniendo en suspenso el paréntesis de 2007-2010 por ciertas desavenencias políticas y económicas, desde la llegada al poder de Lukashenko Bielorrusia ha avanzado hacia la integración en Rusia y en las organizaciones internacionales patrocinadas por Moscú. A cambio, ha obtenido beneficios en la importación de hidrocarburos y una política arancelaria provechosa. Así, casi la mitad del comercio exterior bielorruso se realiza con la Federación. La sintonía es tal, que Lukashenko ha llegado a considerar a su país como un escudo humano de 10 millones de habitantes para proteger a Rusia de Occidente.
La tirantez entre Occidente y Bielorrusia, al margen del ya mencionado “castigo” por desviarse de la senda económica, recuerda demasiado a la mantenida con Rusia. Tanto la UE como EEUU han jugado torpemente sus cartas respecto a Bielorrusia, subestimando y despreciando sus intereses nacionales. De este modo, igual que actúa la UE respecto algunos países tradicionalmente considerados parte del ámbito de influencia ruso, en 2004 concedió la integración de Polonia, Letonia y Lituania, Estados próximos geográficamente a Bielorrusia y agentes que respaldan a la oposición en el exilio. Del mismo modo, y como se mencionó anteriormente, la ruptura de la alianza Milósevic-Lukashenko tras la guerra de Kosovo y la de Hussein-Lukashenko tras la invasión de Irak, contribuyeron a dotar de argumentos a Lukashenko en su imaginario de Occidente como enemigo del mundo eslavo.
Hasta aquí quedan esbozados de forma muy esquemática y sintética los compromisos de Occidente contra la vulneración de Derechos Humanos en Bielorrusia: represalias por una economía disonante y unas relaciones internacionales inconvenientes, así como preocupación por aquellos actores políticos capaces de virar el rumbo de Bielorrusia hacia posturas más cercanas. No obstante, existe en Bielorrusia otra oposición política que queda al margen de la preocupación de los organismos internacionales: los sindicatos y movimientos sociales de inspiración anarquista.
Desactivada o controlada la oposición política democrática, la estrategia del último lustro llevada a cabo por Lukashenko –y que cuenta con el silencio político y mediático de Occidente- parece estar basada en la criminalización de la disidencia anarquista. Ya en 2011, cuando se produjo la detonación de un artefacto explosivo en el metro de Minks, las autoridades responsabilizaron a “un grupo extremista anarquista”, deteniendo a algunos ciudadanos y condenando a muerte a dos de ellos. Ninguna organización, formal o informal, anarquista ha reivindicado el atentado o ha apoyado a los detenidos. De importancia para la acusación resulta la palabra “extremista” al referirse a los anarquistas, ya que sirve de argumento social y legal para -prácticamente- todas las detenciones que ha sufrido el movimiento. De hecho, en las celebraciones del último Año Nuevo, agentes de policía interrumpieron un concierto de música punk, y detuvieron y filmaron a algunos asistentes bajo la acusación de propagar ideología extremista.
No obstante, la insistente persecución contra los movimientos anarquistas locales comenzó antes del atentado de 2011. El inmovilismo del régimen y la represión política indujo a la radicalización de la disidencia clandestina, especialmente activa entre 2009 y 2010, y que con cierta frecuencia recurrió a la destrucción de la propiedad en sus actos de protesta. Así, entre estos dos años se produjeron varios incidentes que han servido de acusación para, en diferentes momentos, arrestar a decenas de activistas. En 2009, un reducido grupo de anarquistas lanzó botes de humo contra un edificio militar como respuesta a las maniobras militares conjuntas entre Rusia y Bielorrusia; meses más tarde se realizó una pintada y se lanzó una bengala contra un casino en Minsk; poco después, otra bengala fue lanzada por dos individuos contra una comisaría en Soligorsk; el 1º de mayo de 2010, otro pequeño grupo introdujo bengalas en la sede central de la Federación de Sindicatos, organismo vinculado a Lukashenko, al tiempo que se lanzó un cóctel molotov contra el Belarusbank; y en agosto de 2010, activistas incendiaron un coche oficial de la embajada rusa en solidaridad con los ecologistas en el bosque Kimkhi (Rusia).
El 3 de septiembre, ocho anarquistas fueron detenidos sin que constase acusación formal. Pasados nueve días, todos quedaron en libertad sin cargos a excepción de dos: Mikalai Dzjadok y Aliaksandar Frantskievich, a quienes se les acusó prácticamente de la totalidad de las acciones antes narradas. Frantskievich admitió ser el camarógrafo que documentó algunos de los ataques, pero Dzjakov siempre ha negado su participación. Tras tres años en prisión, Frantskievich quedó en libertad, mientras que Dzjakov continúa aún en el presidio, condenado a cuatro años y medio, pena que se ha visto aumentada por “desobediencia” dentro de la cárcel.
Como reacción a las detenciones, en octubre, una comisaría en Bobrusjk fue atacada con cócteles molotov, siendo detenido días más tarde Sergej Sliusar, uno de los anarquistas que fue liberado en septiembre sin cargos. Tal y como sucedió en la anterior ocasión, fue puesto en libertad tras nueve días en el calabozo, demostrando que la acciones policiales se encontraban basadas en archivos ideológicos y no en pruebas concretas.
Sin emgargo, días tarde fueron detenidos y enjuiciados Pavel Syramolatau, Ihar Alinevich, Jauhen Vas’kovich y Artsiom Prakapenka, todos ellos acusados del ataque de Bobrusjk y de haber participado en otras acciones. Alinevich admitió participar en el lanzamiento del bote de humo contra un edificio militar en 2009, pero negó su implicación en los demás cargos. Fue condenado a ocho años de presidio en una cárcel de máxima seguridad, donde todavía continúa. Vas’kovich, que no presenta vínculos con el movimiento anarquista aunque sí forma parte de la oposición democrática, fue sentenciado a siete años de prisión en un penal de máxima seguridad. Siempre ha negado haber participado en actos de violencia, afirmando su preferencia por la desobediencia civil y las acciones pacíficas. Misma suerte corrió Prakapenka, anarquista declarado, pero que también rechazó su implicación en el ataque contra la comisaría. Por último, Syramolatau fue liberado en 2012 tras pasar un año en una prisión de máxima seguridad.
Después de las detenciones la radicalidad del movimiento atenuó, aunque no así los encarcelamientos. En 2013, cinco antifascistas fueron arrestados tras repeler una agresión de un numeroso grupo de neonazis. Dos de ellos, Dzmitry Zvan’ko y Dzmitry Stsyashenka, fueron condenados a cinco y cuatro años de prisión respectivamente. La última detención, ocurrida en marzo de 2014 contra Dzmitry Rezanovich, sucedió en suelo ruso, cuando el activista pretendía cruzar ilegalmente la frontera entre Rusia y Ucrania tras huir de Bielorrusia como exiliado. Según Rusia, Rezanovich tenía planeado atentar contra la central nuclear de Kursk y participar en el Maidán, por lo que fue deportado a Bielorrusia y actualmente se encuentra en prisión preventiva. En los últimos días, las actuaciones policiales contra el movimiento anarquista parecen haberse acrecentado, y la Cruz Negra Anarquista ha denunciado que desde el 25 de febrero hasta el 1 de marzo de 2015 diez activistas libertarios han sido detenidos en el país por diversas causas.
Ni los medios de comunicación en Occidente ni los organismos internacionales han utilizado estas detenciones como argumentos para posibles sanciones o condenas a Lukashenko. En esta ocasión, y al tratarse de una oposición al régimen antipática con el capitalismo, la comunidad internacional ha preferido dar validez a unas leyes y a unos tribunales que, en otras ocasiones, han considerado ilegítimos, mostrando, una vez más, que los intereses económicos priman sobre lo humanitario en la alta política internacional.
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