Aunque los historiadores le sitúan junto a Hitler y Stalin en la galería de los grandes horrores del siglo, Pol Pot, que tendría ahora 69 años, sigue siendo un enigma. Oculto bajo numerosos rostros y alias, su biografía está repleta de lagunas. Su primera aparición pública a nivel mundial data de 1977, en Beijing, dos años después de que sus tropas tomaran el poder en Camboya.
El propio Pol Pot se ha cuidado de cultivar su leyenda. Llegó incluso a falsear la fecha de su nacimiento, añadiéndose más edad. Aunque se ha empeñado en afirmar que nació en 1925, en los archivos coloniales franceses figura que Saloth Sar, su verdadero nombre, vio la luz el 19 de mayo de 1928. Según sus propios relatos, su familia, campesinos acomodados de la región central del país, le envió a un monasterio budista, donde recibió la mejor educación posible para el lugar y la época. Quizá en esos tiernos años nació su obsesión enfermiza por la vida rural y primitiva. Aunque luego renegaría del budismo y aboliría toda práctica religiosa, lo cierto es que fue ordenado monje, y vistió los hábitos durante dos años.
Superados los arrebatos espirituales, el joven Saloth Sar (el sobrenombre de Pol Pot lo adoptaría después, en su etapa guerrillera) se sintió atraído por el trabajo manual. Estudió carpintería en una escuela de la capital, Phnom Penh. Y allí entró en contacto con los agitadores que plantaban cara al poder colonial francés. En 1946 empezó a militar en el Partido Comunista. Entonces primaba el credo de Mao, y el joven revolucionario comenzó a estrechar sus vínculos con los comunistas chinos.
En esos años, el Gobierno francés intentaba captar a los cuadros dirigentes de sus colonias y alejarles de los ambientes revolucionarios. Pol Pot consiguió una beca para estudiar en París, pero en su caso la maniobra terminó volviéndose en contra de los dirigentes galos. El inquieto camboyano llegó a la capital gala en 1949, a los 21 años, y fue expulsado en 1953 por sus actividades subversivasæ. El aprendiz de terrorista fue descuidando cada vez más sus estudios, lo que facilitó su expulsión. Fue un mal año para mandar de retorno a un joven imbuido de retórica revolucionaria. En 1953, Vietnam y toda la península indochina eran un volcán.
Aficionado al misterio y al secretismo, las sombras se tragaron a Pol Pot hasta 1963. De las conspiraciones de salón parisinas pasó a las espesas junglas camboyanas. Fue una década de duro adiestramiento militar e ideológico. Una década proclive a la intransigencia. En la región, la política imperial de Estados Unidos favoreció el auge de regímenes totalitarios. En el plano internacional, la política de bloques echó en brazos de Beijing a Pol Pot, que sólo abandonaba la jungla para ampliar sus horizontes revolucionarios en China, donde solía trabajar junto al fallecido Deng Xiaoping.
Terminada la fase de preparación, 1964 vio el nacimiento de una de las guerrillas más sangrientas y crueles. Los Jemeres Rojos hicieron oficialmente su aparición. Con la ayuda de China, y la más velada de Tailandia, los comandos golpeaban contra los gobiernos que Estados Unidos colocaba en Phnom Penh como equilibrio al régimen vietnamita. Aunque la muerte política de Pol Pot fue saludada con entusiasmo en las capitales occidentales, su poder fue preservado durante décadas por Washington y sus aliados.
Esa situación no impidió que los Jemeres Rojos alimentasen lentamente un odio profundo contra las potencias occidentales. En 1970, Camboya sufrió de manera terrible las consecuencias de la guerra de Vietnam. Su territorio también fue asolado sistemáticamente por las fuerzas estadounidenses, que arrojaron toneladas de bombas. Pol Pot, que tuvo aventajados maestros, no ha sido el único sanguinario en la región.
La guerra de guerrillas no tardó en cercar a los gobiernos-títere de Estados Unidos. El último en caer fue el del general Lon Nol. El 17 de abril de 1975, los Jemeres tomaban la capital. Por el camino habían quedado 600.000 personas. El terror, un verdadero pánico, se adueñó del país durante casi cuatro años. Obsesionado por la creación del hombre nuevo, Pol Pot instauró una utopía rural en la que no cabía la compasión. Dos millones de personas partieron en una larga travesía desde la capital hacia remotas zonas alejadas de la civilización.
Campos de la muerte
Sin comida, mal equipada, la población urbana sucumbió a las enfermedades y a los malos tratos. El objetivo era la transformación total y radical del país. Amparados en una inhumana pureza ideológica, los Jemeres abolieron el dinero, la propiedad privada, la religión. Se fundaron sociedades agrarias donde todos los bienes eran colectivos.
La peor parte fue a parar a las clases medias ilustradas. Un obstáculo para la demente utopía rural. Médicos, maestros, abogados, fueron obligados a renunciar a sus conocimientos y profesión. La tortura y las ejecuciones eran diarias. En los campos de la muerte, donde todavía anidan miles de calaveras, se cometieron atrocidades sin nombre.
Las noticias sobre el genocidio tardaron en llegar al resto del mundo. Uno de los pocos occidentales que hablaban la lengua jemer, el jesuita francés François Ponchaud, dio la voz de alarma a principios de 1976. Recogió terroríficos testimonios de las víctimas y sus familiares. La población estaba organizada como si se tratara de un ejército; los trabajadores no descansaban ni durante la noche, con jornadas de hasta 23 horas; eran forzados a desplazarse continuamente, destrozando las familias; la malaria, endémica en la selva, diezmaba a los más débiles... Los intelectuales izquierdistas europeos, que alabaron inconscientemente la guerra de Pol Pot contra la injerencia estadounidense, se llevaron las manos a la cabeza. Desaparecidos Hitler y Stalin, y en nombre del hombre nuevo, un nuevo apocalipsis desangraba un país. "Educar o "eliminar". Esa era la consigna.
Aunque desapareció hace más de veinte años, el reino del terror está presente en la Camboya de hoy. Una antigua escuela de la capital, Tuol Sleng, es ahora un infame museo del genocidio. La escuela fue entonces un microcosmos de lo que era el país: un inmenso campo de prisioneros. Montículos de calaveras y esqueletos despedazados pueblan las aulas, que fueron transformadas en salas de tortura. Miles de fotos sin identificar, de las víctimas, envejecen pegadas a los muros. Según los expertos que han trabajado en Tuol Sleng, murieron al menos 14.000 personas. Algunas voces reclaman el cierre del museo y la incineración de los restos. Otras defienden su permanencia tal y como está.
"Tuol Sleng no pertenece sólo a Camboya", dicen. Pol Pot, el Hermano Número Uno, también conocido como Tío Número Uno, no deshizo nunca el aura de misterio que le rodeaba. Mientras exterminaba a entre uno y tres millones de camboyanos (de una población total de ocho millones), pocos de sus compatriotas conocían su verdadero rostro. Dicen que ni tan siquiera su familia sabía que regía los destinos del país.
Afortunadamente, la utopía de Pol Pot no duró mucho. El enemigo tradicional, Vietnam, invadió Camboya y acabó con su régimen el 7 de enero de 1979. Fueron tres años, ocho meses y 29 días de miserias. Seguido por sus fieles, el derrotado cabecilla partió hacia el noreste. En Anlong Veng, cerca de la frontera con Tailandia, estableció su último refugio. Desde allí, como un tétrico fantasma, resurgía esporádicamente. Sus guerrilleros nunca dejaron de acosar a los sucesivos Gobiernos, pero fueron incapaces de salir de su aislamiento.
Aunque sabía perdida la partida, siguió al mando de los Jemeres Rojos, confinado en la jungla. Muy poco se conoce de esta etapa. Se sabe que disfrutó de largas estancias en una lujosa villa tailandesa, y que fue tratado por médicos chinos de sus ataques de malaria. También que volvió a cambiar de alias: en el forzado exilio se llamó Lamoth, o atendía por el número asignado según el estricto código militar de los Jemeres Rojos, 87. Y algo de su último amorío, una mujer mucho más joven que él, con la que convivió los últimos años y con la que tuvo un hijo. De los rasgos de su personalidad sólo ha trascendido que tiene una voz dulce y un carácter afable, según el parecer de alguno de sus lugartenientes.
Además del paludismo, el viejo jerarca se vio obligado a luchar contra las crecientes disensiones internas, que finalmente acabaron con él. Desde la pacificación oficial del país y las elecciones de 1993, supervisadas por la ONU, gran parte de los guerrilleros anhelaban sumarse al juego político y abandonar las privaciones de la selva. Uno de los comandantes más veteranos, Ieng Sanry, antiguo ministro de Exteriores de Pol Pot, se rebeló contra el jefe en 1995 y aceleró la descomposición de la guerrilla. Al menos 4.000 guerrilleros siguieron a Sanry, que logró negociar con el gobierno una amnistía.
Sin embargo, en los bastiones controlados por los Jemeres fieles a la utopía agraria, todo seguía igual que en los años gloriosos del reino del terror. Pero incluso los más ortodoxos debieron autorizar la propiedad privada y el dinero. La población se moría de hambre.
Un millón es suficiente
Entre abril de 1975 y enero de 1979, Pol Pot dirigió un genocidio sistemático y meticuloso. Tres millones de camboyanos perdieron la vida. Con la excusa de construir una sociedad utópica y rural, Pol Pot desarrolló varias técnicas de exterminio. En un comunicado, los guerrilleros decían que un millón de camboyanos era "suficiente" para el nuevo país.
Trabajos forzosos.- Para levantar la nueva sociedad, donde no existiría la religión, ni el dinero, ni la propiedad privada, la población fue organizada como si se tratara de un inmenso ejército. Cada pueblo era dividido en grupos formados por diez familias, llamados krom. Estaban dirigidos por un jefe, nombrado directamente por los Jemeres Rojos. La población, bajo la vigilancia de los soldados, era forzada a trabajar de noche y de día, con jornadas continuas de hasta 23 horas. Se abusaba de cada persona hasta el límite de sus fuerzas.
Desplazamientos.- El ejército de trabajadores era móvil. Cuando se terminaba un trabajo en un pueblo, los obreros forzosos eran desplazados a otro punto. No daba tiempo a que las familias se pudieran reunir. En octubre de 1975, miles de camboyanos originarios de la capital, Phnom Penh, fueron deportados a Koh-Tom, al sur del país. Recorrieron 300 kilómetros hacinados en camiones y barcazas. Miles de personas, desnutridas, enfermas, en condiciones sanitarias desastrosas, morían en las largas travesías.
Torturas.- Testimonio de una de las víctimas, torturada por robar fruta: "Me ataron a un árbol y empezaron a golpearme en la espalda. Yo empecé a rezar y a decirme: "Si voy a morir, que sea con dignidad". Evitaba los golpes en la cabeza protegiéndola con el hombro. Recibí golpes durante todo el día..."
Ejecuciones.- Los Jemeres Rojos no hablaban de ejecución, sino de "reeducación". Un eufemismo de la pena capital. Cometían sus crímenes en la selva. Los pueblos camboyanos están rodeados por miles de muertos anónimos. Fosas comunes repletas de cadáveres.
Exterminio.- Un comunicado de los Jemeres: Hay que construir la Kampuchea democrática sobre bases nuevas. Hay que desterrar la cultura colonial e imperialista, no sólo del país, también de las personas. Para construir la nueva Kampuchea un millón de hombres es suficiente. No habrá prisioneros, que serán puestos a disposición de los jefes locales.
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