Nicolás de Pedro, CIDOB :::: El domingo 29 de marzo Islam Karímov renovará su mandato presidencial. El resultado no es sólo previsible, sino seguro. Sin embargo, el futuro del país, a medio y largo plazo, resulta muy incierto. La gran cuestión pendiente, y sobre la que sólo cabe conjeturar, es la de la sucesión del presidente Karímov. Sus 77 años hacen de ésta una cuestión cada vez más acuciante.
El hermetismo del régimen uzbeko, la naturaleza opaca de su sistema político y el creciente déficit de estudios sobre el terreno dificultan la prospectiva. Así, los escenarios que barajan los analistas son muy abiertos y cubren un espectro amplio que oscila desde una transición sin apenas cambios, gestionada en las bambalinas del poder –con la emergencia de un nuevo hombre fuerte–, hasta la descomposición del régimen –con fuertes turbulencias políticas y sociales y un papel central para las fuerzas islamistas–.
Islam Karímov dirige el país con mano de hierro desde las postrimerías de la Unión Soviética. En los casi veinticinco años de independencia, aquellos que han desafiado su poder se han visto forzados al exilio o han sido encarcelados. Como el resto de regímenes centroasiáticos –excluyendo el particular caso de Kirguizstán– Uzbekistán mantiene la apariencia formal de un país democrático (en su Constitución y estructura institucional), pero profundamente autoritario en la práctica.
Esta situación determina, por ejemplo, que los otros tres candidatos que concurren a estas elecciones presidenciales o el juego de los cinco partidos representados en el parlamento resulten irrelevantes políticamente. Lo realmente importante es lo que sucede en el núcleo de poder presidencial y sus aledaños. La importancia otorgada a cualquier gesto o la facilidad con la que se difunden algunos rumores no son sino reflejo de la falta de información real. Y las fuertes pervivencias en el sistema político uzbeko conllevan que los análisis tengan el familiar aroma de laKremlinología clásica.
En las quinielas sucesorias suelen destacar algunos nombres, todos ellos del círculo más cercano al presidente Karímov. En primer lugar, Shavkat Mirziyoev, primer ministro desde diciembre de 2003 y, según muchos observadores, el candidato con más papeletas para reemplazar algún día al actual presidente. En segundo lugar, Rustam Inoyátov, el poderoso jefe desde 1995 del SNB (Servicio de Seguridad Nacional, heredero del KGB). Rustam Azímov, primer vice-primer ministro, y Elyor Ganiev, ministro de relaciones económicas, inversiones y comercio, son otros de los habituales en estas listas.
Sin embargo, y aunque ambos asuntos irán vinculados, la cuestión no es tanto el quién, sino el cómo. Es decir, si esta sucesión, incluso si se gestiona dentro del régimen, se producirá sin demasiados sobresaltos. Son conocidas, y más desde la reciente caída en desgracia de la hija del presidente, Gulnara Karímova, las luchas e intensas rivalidades en la trastienda del poder. Pero lo cierto es que no sabemos siquiera si la sucesión tendrá lugar con Karímov en vida o no. Un elemento más para la incertidumbre que rodea la vida política uzbeka.
Uzbekistán tiene, pese a todo, algunos elementos sobre los que consolidar su estabilidad política y social más allá de la presencia de Islam Karímov. La economía uzbeka presenta cifras macroeconómicas aparentemente saneadas –crecimiento del 7-8%, equilibrio presupuestario, aunque con una inflación cercana al 10%– y una diversificación, que incluye un sector servicios (48% del PIB) y un tejido industrial de cierto peso (32% del PIB), en claro contraste con el resto de economías centroasiáticas. Además, el país es autosuficiente desde el punto de vista energético y aunque no cuenta con unas reservas de hidrocarburos como las de Kazajstán o Turkmenistán, exporta gas natural a China. La tasa de paro oficial ronda el 5 por ciento, pero numerosas estimaciones de referencia la sitúan muy por encima. De hecho, la absorción de la creciente masa laboral en una sociedad demográficamente dinámica sigue siendo uno de los grandes retos. Y más en el contexto del deterioro de la economía rusa, principal destino de la emigración laboral uzbeka y origen de unas remesas que contribuyen en más de un 10 por ciento al PIB del país.
La reciente evolución de Rusia es, de hecho, una de las dos grandes preocupaciones en la agenda exterior de Tashkent. La otra es el conflicto en Afganistán y la presencia de combatientes uzbekos en las filas del Estado Islámico en Siria. En cuanto a la Federación Rusa, Uzbekistán no ha ocultado nunca su inquietud ante los procesos de integración regional liderados por Moscú, especialmente frente a la Unión Eurasiática de la que también forman parte Kazajstán y Bielarús y próximamente Kirguizstán y Armenia. El Gobierno uzbeko recela de un proyecto que, entiende, cuestiona la independencia de sus miembros y amenaza la soberanía real uzbeka. Desde la perspectiva de Tashkent, y de forma más intensa desde la intervención militar rusa en Ucrania, la Unión Eurasiática recuerda demasiado a los tiempos en los que Moscú actuaba como centro metropolitano de Asia Central.
A lo largo de las últimas dos décadas, la orientación estratégica de Uzbekistán ha oscilado entre el acercamiento y el alejamiento, según las fases, a Rusia y EEUU, con China jugando un papel cada vez mayor. Para algunos observadores exteriores, no es tanto que Tashkent haya oscilado sino que ha dado verdaderos vaivenes estratégicos. Pero lo cierto es que hay una línea clara en los objetivos de cabecera de la política exterior uzbeka desde 1991: el refuerzo de la soberanía y capacidad de maniobra de Tashkent frente a las grandes potencias y el mantenimiento del régimen de Karímov a toda costa.
Afganistán y el Estado Islámico son el otro gran quebradero de cabeza para Tashkent. Uzbekistán es la república centroasiática ex soviética donde el componente musulmán resulta más relevante políticamente. El valle de Ferganá, compartido con Tadzhikistán y Kirguizstán y donde se concentra casi un 20 por ciento del total de la población centroasiática, actúa como epicentro de este fenómeno, aún inmerso en proceso de definición.
Tashkent se ha enfrentado a la actividad terrorista del llamado Movimiento Islámico de Uzbekistán (MIU) creado a mediados de los noventa por radicales uzbekos en el Afganistán talibán. El MIU ha evolucionado y perdido capacidad de influencia dentro de Uzbekistán en los últimos años, tanto por la desaparición de sus líderes históricos (Djuma Namanganí y Tohir Yuldosh) como por su creciente orientación a la actividad en el escenario Af-Pak. El MIU es responsable de una parte significativa de la actividad terrorista dentro de Pakistán y, en consecuencia, forma parte de aquello que el ejército pakistaní considera los “talibán malos”. En tiempos recientes, el MIU ha incrementado su actividad en el norte de Afganistán, pero queda por ver su capacidad real para penetrar en Asia Central y su papel en el escenario afgano post-retirada de EEUU y la OTAN.
La presencia de yihadistas centroasiáticos en el escenario sirio es la gran preocupación del momento. Si bien, es poco lo que se sabe con certeza y, como reflejo de ello, las estimaciones sobre el número de combatientes oscilan desde algunas docenas hasta los 2.000 o 4.000 individuos. En cualquier caso, se aprecia por vez primera lo que parece una preocupación genuina por el fenómeno yihadista. Como es sabido, los regímenes centroasiáticos –y el uzbeko no ha sido una excepción, sino todo lo contrario– han tendido a exagerar la amenaza terrorista como mecanismo frente a las demandas internacionales de reformas y apertura política. Caben pocas dudas sobre la voluntad de los yihadistas de aprovechar la coyuntura crítica que representará un hipotético proceso sucesorio. Aún sin fecha, pero crucial para la estabilidad del conjunto de Asia Central.
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