Con frecuencia, tomamos a Túnez por lo que no es, una sucursal de Occidente. El yihadismo actual se alimenta por igual del impulso saudí y de las esperanzas frustradas de la revolución. Europa le da la espalda al Mediterráneo, como se ha visto en Grecia y no se quiere ver en Túnez.
Por más que sea una aberración, el yihadismo, como Frankenstein, es hijo de la razón. O de una lógica perversa, si se prefiere. No es fruto de la nada ni del caos. Tampoco el islam tiene mucho que ver en su gestación, sino que fue la geopolítica del final del mundo bipolar la que puso en marcha la versión del yihadismo que hoy conocemos: Afganistán lo vio nacer, pero una vez puesto en pie controlar su desarrollo y sus relaciones se fue haciendo más difícil para sus patrocinadores, saudíes y estadounidenses.
Si de repartir culpas se tratara, sería difícil precisar el grado de responsabilidad de unos y otros en las sucesivas mutaciones del Frankenstein yihadista: la política neoimperial de Bush padre y Bush hijo; el depredador sectarismo saudí; la incapacidad de Europa para practicar lo que predica; el mesianismo wahabí; el autoritarismo patológico de las élites árabes; la ambición mediooriental de Rusia y China… La consecuencia de todo ello está a la vista: la inmensa frustración de una generación que ve en “coger el fusil” una opción vital. No es nada nuevo, como parece, el recurso a la legitimidad islámica para ello (la moderna yihad contra Occidente la “inventaron” los musulmanes indios allá por 1826), si acaso lo es su fuerza viral.
Es de sobra conocido que Túnez fue el país que encendió la mecha de las revoluciones árabes de 2011. Sus jóvenes salieron en masa a las calles y ofrecieron la imagen de rebeldía abierta y decidida que tanto se cantó en Occidente y en la que se miraron yemeníes, egipcios, libios, sirios, bahreiníes… Pero Túnez se ha convertido, paradójicamente, en uno de los principales exportadores de yihadistas al Estado Islámico: unos 4.000 jóvenes habrían salido del país desde 2013 rumbo a Siria e Irak, casi los mismos que de Europa en conjunto. Es evidente que entre los hechos de 2011 y los actuales hay una relación, y que tiene que ver con el derrumbe de la esperanza individual y colectiva que un día despertó la Revolución del Jazmín.
Se ha hablado mucho de la “excepcionalidad tunecina” en el marco del mundo árabe posrevolucionario. Su exitosa transición se ha caracterizado por la inclusión en el proyecto democrático de partidos políticos y actores civiles antagónicos, casi siempre presentados en términos de islamistas frente a secularistas, pero que no responden por entero a esa lógica: también están los sindicalistas, la patronal, los jóvenes licenciados en paro o los mineros, por mencionar a algunos de los más activos. Los logros tunecinos en términos de libertades son innegables. Pero el pueblo que salió a la calle harto de las humillaciones cotidianas del régimen de Ben Alí (dictador que, cabe recordar, goza de un exilio dorado en Yeda, la capital del mar Rojo saudí) no solo pedía libertad, sino también pan y justicia social. Es algo que tiende a olvidarse con el alboroto de los procesos electorales y con la costumbre de mirar siempre a las capitales árabes, donde se refugian las élites proocidentales.
Mientras, el Túnez de provincias respira con un pulso propio, distinto del capitalino y sus pujos mundanos. No es menos vivo o más acomodaticio, al contrario, es más radical en la expresión de sus demandas: durante casi una década, las huelgas de la minería de Sfax y Gafsa precedieron a la revolución en la movilización social y sindical. Y fue en Sidi Bouzid, una de esas ciudades del interior, donde se inmoló Mohamed Bouazizi, el vendedor ambulante cuyo gesto incitó el levantamiento popular masivo. Hay que tener en cuenta este contexto para comprender cómo un joven de 21 años, estudiante de ingeniería de la Universidad de Kairuán, la capital histórica del Túnez islámico, situada en el centro del país, coge un Kalashnikov y la emprende a tiros con los turistas europeos que disfrutan del sol de Susa. “Vete a casa. No he venido a matarte a ti sino a los turistas”, le dijo a un chaval tunecino que le hizo frente.
El objetivo del terrorista era claro. Para Seifeddine Rezgui, el yihadista reivindicado como suyo por el Estado Islámico pero al que no se le conocían inquietudes salafistas sino raperas, la violencia está reglada y medida en los términos propios de la realidad tunecina: el turismo supone el 15% del PIB, y su colapso arrastra a la economía del país en su conjunto. Pero además, en términos simbólicos, la violencia yihadista contra el turismo de playa y museo golpea donde más les duele a las élites tunecinas: en la imagen cosmopolita que el país proyecta de modernidad a la occidental.
Cuando el yihadismo sacude Túnez, Europa tiembla. No se trata solo de que las víctimas sean francesas, alemanas, británicas o españolas. Este pequeño país árabe resulta a ojos europeos más mediterráneo, más nuestro, más occidental. Desde hace décadas no ha dejado de ser visto como una excepción en un entorno hostil, encajonado entre los irreductibles libios y argelinos que tantos quebraderos de cabeza han dado a Europa antes y después de la independencia. Pero el atentado de Susa del pasado junio, tras el de El Bardo en marzo, nos recuerda que en Túnez las demandas de la revolución están por satisfacer, que la democracia no es una declaración de intenciones, y que únicamente el proyecto de un Mediterráneo común puede salvarnos a todos, Sur y Norte por igual.
El presidente tunecino, Beji Caid Essebsi, declaró a renglón seguido de la última matanza que “Túnez solo no puede luchar contra el terrorismo, hace falta una estrategia conjunta”. Tiene razón, aunque no solo en el sentido de las medidas de urgencia adoptadas ni de la enésima ronda de contactos políticos para sacar adelante una restrictiva ley de seguridad. Por más que se cierren mezquitas de prédica salafista, se levanten vallas estilo Melilla y un Ejército mal pertrechado se vuelque en el control de 1500 kilómetros de frontera con Libia y Argelia, no se va atajar el yihadismo. Lo que urge es completar el proceso revolucionario: faltan el pan y la justicia social. Es muy tarde ya para Libia, para Siria y casi para Egipto, países en los que en menos de tres años una generación entera se ha perdido en la guerra o en la cárcel. Pero de Túnez podría volver a surgir el impulso solidario y auténticamente internacionalista que redimiera al Mediterráneo. Por desgracia, no parece que los actuales líderes de la Unión Europa lo vean en estos términos.
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