Para muchos analistas las claves que explican lo que ocurre en el Medio Oriente se encuentran en los intereses de las grandes potencias que históricamente se han hecho presentes en la región. Esto es innegable. Sin embargo, en el afán por describir esa realidad, se obvian a menudo factores regionales que inciden en los complejos conflictos de esa zona.
En este sentido, muchos subrayan el factor religioso como una constante. En lo personal, sin excluir ese elemento cultural e histórico, soy de los que me niego a considerarlo como determinante o altamente influyente. El factor religioso se ha manipulado y amplificado intencionalmente con el objetivo de reducir las valoraciones y camuflar los verdaderos factores que intervienen en los conflictos.
La reciente escalada que ha experimentado el viejo diferendo entre Arabia Saudita e Irán trae el matiz religioso en su envoltura política y mediática, cubriendo con precisión las verdaderas causas de la tirantes entre estas dos potencias regionales que se esfuerzan por fortalecer sus posiciones en la zona.
Un poco de historia
Después de finalizada la Primera Guerra Mundial, EE.UU. puso sus miras en la región del Medio Oriente, especialmente en los campos petroleros de Persia y Arabia Saudita donde comenzaba a explotarse el oro negro en escala industrial.
Poco a poco, EE.UU. fue desplazando al Reino Unido y convirtiéndose en el principal aliado de ambos países, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial.
De los vínculos con EE.UU., Irán sacó mejor provecho que Arabia Saudita. La monarquía iraní aprovechó la bonanza petrolera para convertir su ejército en uno de los más fuertes del mundo, alzándose como el gendarme de EE.UU. en la zona, justo en la frontera sur de la URSS. El reino saudita, por su parte, solo alcanzó a convertirse en un suministrador de petróleo y financiador de Occidente a cambio de seguridad y estabilidad.
Hasta ese entonces, las fricciones y los temores mutuos alimentados por elementos culturales y fervientes anhelos de control regional no rebasaban las líneas impuestas por el aliado común, por la profundización de la Guerra Fría y por el desarrollo zigzagueante de los procesos nacionalistas panárabes en Egipto, Siria e Iraq, países que representaban un mal ejemplo para las monarquías saudita e iraní.
El cisma
La Revolución Islámica de Irán en 1979 constituyó un acontecimiento histórico que alteró el escenario geopolítico de la región, transformó la correlación de fuerzas en el Medio Oriente y varió el horizonte estratégico de EE.UU. al perder a su principal aliado en la zona.
Respecto a Arabia Saudita, la irrupción de una República Islámica defensora del islam shiíta, con un discurso nacionalista y antiestadounidense, heredaba un ejército con elevada capacidad tecnológica y militar y dispuesta a orbitar en su propio eje significaba una amenaza real a su pretendida hegemonía ideológica y a sus proyecciones regionales. A partir de entonces las tensiones entre ambos países fueron una constante, dirimiendo sus diferencias en diversos campos, incluidos el militar, pero siempre de forma indirecta.
El nuevo actor político enseguida mostró credenciales. La nacionalización de empresas; el reconocimiento a la Organización para la Liberación de Palestina; la ruptura de relaciones con el Israel sionista, la Sudáfrica racista y el Chile de Pinochet; la retirada del pacto del CENTO; el cierre de bases estadounidenses en suelo iraní y la entrada al Movimiento de Países No Alineados fueron algunas de las acciones que patentizaron la voluntad de los nuevos dirigentes de Irán de dar un giro a su política interna y externa.
Pasada la sorpresa, EE.UU. se dio a la tarea de enfrentar el nuevo escenario. La primera respuesta inefectiva fue la implementación de la “Doctrina Carter”, que consideraba que cualquier amenaza a la seguridad del golfo Pérsico y de las monarquías petroleras sería interpretado por Washington como una amenaza a EE.UU. Posteriormente la estrategia fue alentar el enfrentamiento a través de terceros y lograr el desgaste económico progresivo.
Solo así Saddam Hussein pudo tomar la decisión de iniciar una guerra contra Irán, conflicto que duró 8 años. Es conocido el aporte financiero que prestó Arabia Saudita a Bagdad en miles de millones de dólares con el fin de quebrar la resistencia iraní. Algo que Riad no ha hecho nunca con la causa palestina.
El enfrentamiento indirecto también tuvo como escenario a El Líbano, donde Arabia Saudita mantuvo su alineamiento con las posturas estadounidenses y occidentales, mientras Irán respaldaba a las fuerzas más nacionalistas.
Con la ofensiva estadounidense en la región, desatada después de los atentados del 11 de septiembre, que incluyó la invasión a Afganistán e Iraq, Irán reforzó sus posiciones geopolíticas. El derrocamiento de Saddam Hussein significó para Teherán la oportunidad de reforzar su influencia en Iraq.
Al mismo tiempo, Teherán implementó una estrategia disuasiva que tiene como pilares fundamentales el incremento de sus capacidades militares y misilísiticas, y el programa nuclear. Este programa fue una herencia de los tiempos del Sha que la República Islámica decidió continuar con el propósito declarado de ampliar la capacidad generadora de energía y aumentar, consecuentemente, las exportaciones de hidrocarburos.
Del lado saudita, la ocupación de Iraq por EE.UU., la lucha desaforada “contra el terrorismo” que alimentó un antiislamismo a nivel global, y el estancamiento de la solución palestina, provocaron tensiones al interior del Reino al hacerse evidente la subordinación y los grados de dependencia política de ese país a EE.UU.
El programa nuclear en la balanza
El programa nuclear iraní se convirtió en la mayor preocupación de Arabia Saudita y en el punto de fricción más visible entre Irán y EE.UU. Tanto para Washington como para Riad, una eventual dimensión militar de ese programa alteraría la correlación de fuerzas en la zona.
Ante esta realidad, EE.UU., inmerso en una recomposición de sus relaciones internacionales, después de utilizar sin éxito las presiones y la amenaza militar, se vio obligado a abrir un diálogo con Irán que parece haber llegado a puerto seguro. Con el acuerdo, Irán, que siempre ha reiterado no tener intención de armarse nuclearmente ni nadie ha podido demostrarlo, obtiene, con un mínimo de concesiones, la eliminación de las sanciones económicas impuestas por Occidente a través de la ONU, obstáculo principal para su desarrollo económico.
Arabia Saudita ha mostrado su rechazo a cualquier acuerdo entre Irán y Occidente que implique el levantamiento de las sanciones, pues representaría para Teherán una excelente oportunidad para hacer reflotar su economía y consolidar sus posiciones en la zona.
Y por si fuera poco, la ofensiva subversiva y terrorista contra Siria, en la cual participan los petrodólares saudíes y las armas estadounidenses resultó en una línea roja mantenida con una fiera resistencia del pueblo y el ejército sirio junto a su presidente Bashar Al Assad, quien ha contado con el respaldo material y político de Rusia e Irán.
En esta coyuntura, donde la correlación de fuerzas parece reequilibrarse nuevamente, Arabia Saudita no dudó en usar su mejor músculo: el petróleo. El Reino decidió catalizar la caída de los precios del hidrocarburo con un aumento de la producción. Así impactó tres blancos con un mismo disparo: hizo incosteable la explotación mediante el fracking en EE.UU. y Canadá; mantuvo sus apetecibles cuotas de mercado; y golpeó de antemano los beneficios petroleros que Irán hubiera alcanzado con el fin de las sanciones.
Las maniobras sauditas continuaron con el anuncio del rompimiento de las relaciones diplomáticas con Teherán debido a las protestas de estudiantes iraníes contra la embajada de Arabia Saudita en Teherán. Las protestas se originaron después que Riad anunció la decapitación del clérigo shiíta Nimr Baqir al Nimr, y otros 46 reos condenados a muerte en Arabia Saudita, acción que más allá de su carácter medieval e inhumano, fue interpretado como una provocación contra Irán.
El cierre de embajadas evidencia que Arabia Saudita pudiera estar intentando una escalada político-diplomática y de aislamiento regional contra Irán, con ribetes económicos, que busca encarar las victorias recientes de Irán. Esto explica el comportamiento de Sudán, Bahréin y Emiratos Árabes Unidos que secundaron la decisión de Riad. Por lo pronto, las dos grandes riberas del golfo Pérsico seguirán enfrentadas en una guerra que ojalá no alcance nunca siquiera la temperatura de esas aguas.
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