Por Juan Manuel de Prada
SIEMPRE que se comete un crimen, preferiblemente monstruoso, los noticiarios televisivos incluyen un reportaje especialmente grotesco en el que vecinos y paisanos del criminal tratan de bosquejar su retrato. Naturalmente, son retratos mamarrachoides, llenos de vacuidades y mentecateces orgullosísimas de haberse conocido. «Era un chico muy callado», dicen; o bien: «Hablaba más bien poco, pero siempre me cedía el paso en el ascensor»; o bien: «Todas las mañanas me cruzaba con él haciendo footing, y nunca dejaba de saludarme»; o bien, con una pizquita de patetismo: «¡No logro entender que haya podido matar a ciento cincuenta personas! ¡Si hasta se negaba a fumigar el edificio, por amor a las termitas!». Naturalmente, una vez que se supo que el tarado Andreas Lubitz había asesinado con premeditación a los viajeros del avión que pilotaba, los reporteros han viajado hasta su pueblo, para tupir los noticieros con un enjambre de vacuidades y mentecateces de sus vecinos y paisanos.
Lo que, a la postre, resulta diáfano es que Lubitz era un solitario a quien nadie conocía de veras; sólo que su vida solitaria ni siquiera llamaba la atención a sus vecinos y paisanos, por la sencilla razón de que ellos llevan una vida igual de solitaria que él. Y aquí llegamos al meollo que nos importa. Nada fue creado –desde los átomos a los ángeles– para sobrevivir en soledad; y de las tres tendencias naturales del ser humano –la conservación propia, la propagación de la especie y la vida comunitaria– como mínimo las dos últimas están ordenadas a evitarla. Querer la soledad por la soledad en sí misma (quiero decir, sin anhelar un fin más alto) tal vez sea el modo más aberrante de desobedecer nuestra vocación natural; y, tal vez para justificar esta desobediencia, se suele imbuir en la pobre gente la creencia desquiciada de que se puede ser eminente contemplativo, místico sutil, filósofo genial y artista arrebatado con tan sólo buscar la soledad, que de este modo se presenta como una gran medicina espiritual. Pero lo cierto es que, salvo para unos pocos espíritus privilegiados (y aun para éstos), la soledad es un terrible veneno que tarde o temprano gangrena las almas, engendrando acedia, abulia, tedio, desesperación y angustia, amén de trastornos y conductas aberrantes, por ensimismamiento y falta de afectos humanos. Y es que la vida comunitaria, además de velar por la salud física y espiritual del hombre, actúa como freno moral insustituible y centinela de aquellos demonios que buscan anidar en el alma del solitario, para primero destruirla y después imbuirle ideas criminales que atenten contra la comunidad.
Reflexionando sobre el Quijote, Thomas Mann contrapone la libertad cervantina con la libertad del hombre contemporáneo, señalando la aciaga manía que nuestro actual concepto de libertad tiene de «comenzar por el yo, por el espíritu, por la soledad». Y remacha Mann: «Este proceso ha de considerarse morboso, pues termina haciendo del hombre un ser enfermo, solitario, melancólico, aislado, incomprendido». Este afán de desvincular y aislar a los hombres, convirtiéndolos en mónadas autosuficientes, ha sido sin duda una de las mayores «conquistas» del mundo moderno; pues, desvinculando y aislando a los hombres, ha conseguido enfermarlos, debilitarlos y hacerlos más manipulables. E, inevitablemente, en un mundo de hombres solitarios, melancólicos, aislados e incomprendidos es inevitable que surjan monstruos como este Lubitz; como es inevitable que sus vecinos fuesen por completo incapaces de detectar su enfermedad y ahora también lo sean de hacer otro retrato suyo que no sea un enjambre de mentecateces y vacuidades. Es la maldición que ha caído sobre un mundo de solitarios.
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