Los errores se pagan. Pero no suelen pagarlos quienes los cometen. La primera dificultad está en la identificación del error y de sus responsables. Con frecuencia no se consigue ni lo uno ni lo otro. Y si se consigue, hay que ver si es posible evitar que carguemos todos con la factura y si alguien tiene el poder para pasársela, al menos en parte, a quien de verdad debe pagarla.
Esto es lo que está pasando con la intervención de la OTAN en Libia, ahora hace cuatro años, al amparo de dos resoluciones del Consejo de Seguridad (1970 y 1973) que autorizaron la creación de una zona de exclusión de vuelos y la protección de la población civil incluso con el uso de la fuerza, dando pie así a la primera y de hecho última intervención militar occidental en las revueltas contra los dictadores árabes que se produjeron a lo largo de 2011.
Los siete meses de bombardeos aéreos decantaron la guerra civil en favor de los rebeldes hasta el derrocamiento de Gadafi y dieron paso a lo que ya se ha convertido, en expresión de Jonathan Powell, diplomático británico y enviado especial de Londres, en una Somalia mediterránea, dividida en taifas armadas y trufada de yihadistas pertrechados con el abundante y moderno armamento abandonado por el régimen caído o proporcionado por los aliados de los rebeldes.
Aquella actuación de la OTAN fue acogida críticamente por Rusia, que se abstuvo en el Consejo de Seguridad, e incluso por algunos de los países árabes que inicialmente la habían promovido. El objetivo autorizado era proteger a la población civil, pero se convirtió en una operación de derrocamiento del régimen. Sumando un error a otro error, los promotores de los bombardeos, OTAN y Naciones Unidas, se lavaron las manos después, una vez derrocado Gadafi, y dejaron el país a cargo de las guerrillas, en buena parte yihadistas, que habían efectuado la tarea terrestre.
La actuación en Libia fue la primera y probablemente última ocasión en que el Consejo de Seguridad utilizó el principio de la responsabilidad de proteger, incorporado en la Cumbre Mundial de Naciones Unidas en 2005, aunque el objetivo real fuera echar a Gadafi y dar un mensaje a los dictadores para que no respondieran a las revueltas con ataques a los civiles. El sirio Bachar el Asad, el mayor matarife de la primavera árabe, salió vacunado por el error de Libia y luego, librado de la amenaza de intervención, está a punto de recuperar su honorabilidad entre los aliados.
A excepción de la experiencia democrática tunecina, los dictadores, fieles e imprescindibles aliados contra el terrorismo, vuelven a cotizar al alza. En Libia no. Allí es peor: el Estado Islámico exhibe un califato que llega desde el Sinaí saltando por encima de Egipto, señala hacia Roma con su puñal y amenaza con incursiones marítimas armadas, infiltraciones en las oleadas de inmigrantes y matanzas masivas de cristianos donde pueda pillarles. Italia, el país más cercano, ya se estremece.
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