Desde sus orígenes el proceso bolivariano fue identificado por Washington como una excrecencia que debía ser rápidamente removida del hemisferio. Intentó por todos los medios pero nada resultó: ni el golpe de estado, ni el paro petrolero, ni el acoso diplomático, político y mediático rindieron sus frutos. En el terreno electoral el predominio de Chávez era aplastante: resistía a pie firme los embates y su pueblo lo seguía con entusiasmo.
La Casa Blanca escaló la agresión una vez desatado el lento pero implacable asesinato por etapas del Comandante. Y después de su muerte la ofensiva asumió características aún más brutales. Todo discreción fue dejada de lado: bandas mercenarias del uribismo entraron a sembrar violencia y muerte por todo el país, como hoy lo hacen los “mareros” que a diario (¡sí, a diario, según me informara una alta fuente oficial de El Salvador!) Obama suelta de las cárceles norteamericanas para enviarlos, con todos sus papeles en regla, a ese sufrido país centroamericano para que siembren el caos y la destrucción. Se intensificaron los esfuerzos para “fortalecer a la sociedad civil” con millones de dólares para fabricar o alquilar políticos de opereta (Capriles, López, Ledesma, etcétera); periodistas otrora ciegos ante los estragos de la corrupción e intelectuales desilusionados porque el “pueblo” que anhelaban redimir no era blanco como los obreros polacos de Lech Walesa sino mestizos o negros como Chávez, lo que constituye una afrenta insoportable. A falta de respuesta política en el marco electoral los dineros fluían copiosamente hacia Caracas: partían desde Washington, vía Usaid o la NED, volaban a Madrid desde donde el rufián lamebotas de George W. Bush, José M. Aznar, lo redistribuía entre sus compinches de América Latina con la bendición de ese colosal monumento al narcisismo llamado Mario Vargas Llosa. Pero todo era en vano: cual redivivo Cid campeador tropical, aún después de muerto Chávez seguía ganando elecciones. Ajustadamente, pero las ganaba con Nicolás Maduro en la presidencial de Abril del 2013 y luego, por paliza, en las municipales de Diciembre de ese mismo año. Fracasados todos estos intentos, la guerra económica, perfeccionando el plan criminal perpetrado contra el Chile de Allende, se desencadenó con toda la furia. Desabastecimiento programado, acaparamiento de artículos de primera necesidad, carestía, feroz devaluación de la moneda, contrabando en gran escala, terrorismo mediático sin freno ni medida, asesinatos selectivos y, a principios de 2014, plan sedicioso materializado en las siniestras “guarimbas” (barricadas callejeras) con un saldo de 43 muertos, la mayoría fuerzas de seguridad del gobierno y simpatizantes chavistas, y destrucción de vehículos, instalaciones gubernamentales, escuelas, universidades y hospitales valuadas en centenares de millones de dólares. Sus responsables, en la cárcel, se quejan de que son “prisioneros políticos” cuando sus actos se encuadran en el delito de sedición que en cualquier otro país del mundo los hubiera enviado a la cárcel de por vida. En la “dictadura bolivariana”, en cambio, la justicia obró con una asombrosa lenidad y al cabecilla de estos crímenes le impuso una sentencia de poco más de trece años. En España o Argentina hubiera recibido prisión perpetua y en Estados Unidos pena de muerte. Pero así es la “dictadura” chavista.
Fracasados todas estas conspiraciones el imperio intensificó la guerra económica: junto a sus infames criaturas, el Estado Islámico, abatió el precio del petróleo de poco más de 100 dólares el barril a algo menos de 30. No contento con ello el presidente Barack Obama emitió una orden ejecutiva que si no fuera criminal por sus consecuencias sería un hazmerreír universal: “Venezuela es una amenaza inusual y extraordinaria a la seguridad nacional y la política exterior de Estados Unidos”. Fue la voz de orden para que los perros guardianes del imperio se lanzaran con toda ferocidad contra la revolución. Desde entonces la vida cotidiana se ha complicado hasta tornarse un irritante calvario. Por eso en las elecciones para la Asamblea Nacional del pasado 6 de diciembre la oposición obtuvo una mayoría de dos tercios, a favor del desánimo de más de dos millones de chavistas que no le dieron sus votos a la derecha pero se abstuvieron de participar en el comicio. La Asamblea acaba de aprobar una ley de amnistía que liberaría a todos los condenados por los crímenes cometidos en el episodio sedicioso de comienzos del 2014. El Tribunal Superior dictaminó la inconstitucionalidad de la ley y el presidente Maduro declaró que jamás promulgaría un engendro semejante, que abriría la puerta a la violencia y la impunidad en Venezuela. La situación se aproxima a un empate catastrófico de fuerzas pero el chavismo, sin duda alguna y más allá de sus problemas y titubeos, tiene claramente al pueblo de su lado que con certero instinto sabe que la derecha viene con el cuchillo en los dientes y dispuesta a aplicar un escarmiento ejemplar. Los que antes dudaban de que esto podría ser así las didácticas lecciones del macrismo en la Argentina los persuadieron de que un retorno de la reacción tendría consecuencias terribles.
Dado lo anterior no sorprende que en los últimos días se haya producido una intensificación de la ofensiva destituyente. El Washington Post publicó un editorial descaradamente golpista este 12 de Abril diciendo que “Venezuela necesita desesperadamente una intervención política de sus vecinos, que para eso disponen de un mecanismo apropiado en la Carta Democrática Interamericana de la Organización de Estados Americanos, la OEA, un tratado que contempla la acción colectiva cuando un régimen viola las normas constitucionales”. El periódico, usualmente considerado por los neoliberales como el paradigma de la “prensa imparcial e independiente”, se lamenta que los países de la región no asuman sus responsabilidades para preservar la democracia en Venezuela pese a que, asegura, tal como están las cosas “probablemente no tarde demasiado en producirse una explosión”.1 El WP no hace sino reflejar lo que poco antes planteara un documento del Comando Sur, denominado “Operación Venezuela Freedom-2” y rubricado el 25 de febrero del corriente año con la firma de su actual jefe, el almirante Kurt Tidd . En él se afirma que “si bien (la oposición) está enarbolando el camino pacífico, legal y electoral (para provocar la destitución de Maduro), ha crecido la convicción de que es necesario presionar con movilizaciones de calle, buscando fijar y paralizar a importantes contingentes militares que tendrán que ser dedicados a mantener el orden interno y seguridad del gobierno, situación que se hará insostenible en la medida en que se desaten múltiples conflictos y presiones de todo tipo”. Dice lo obvio: la derecha jamás creyó en las reglas del juego democrático. Cuando las acepta es por conveniencia, no por convicción. Y las abandona ni bien las circunstancias aconsejan seguir el camino de la restauración violenta. En Venezuela y en todas partes, es fundamental no equivocarse en este punto. Toda la alharaca que la oposición antichavista arma en relación al referendo revocatorio es un taparrabos: lo que quiere es “la salida” de Maduro, por obra y gracia de la violencia.
Abril parece ser el mes de las definiciones en la política venezolana. “En Abril es cuando” dijo el presidente Nicolás Maduro en una reunión con los participantes del Encuentro de Intelectuales, Artistas y Movimientos Sociales que tuvo lugar la semana pasada. El 11 de Abril del 2002 se produjo el golpe de estado contra Chávez, y el 13 el pueblo lo reinstaló en el Palacio de Miraflores. No es casual el ataque del WP justo en estos días, ni que una de las organizaciones sediciosas que asolaron al país en el pasado, Voluntad Popular, haya convocado una marcha para el próximo 19 de Abril para exigir la “salida” del presidente Maduro. Tampoco lo es que el Secretario General de la OEA, Luis “Judas” Almagro, declarase hace pocos días en una entrevista a El País de España que era inadmisible mantener la neutralidad en Venezuela “cuando hay presos políticos y la democracia no está funcionando”. Almagro recibió una clara orden de sus jefes de ocuparse sólo de fustigar a Venezuela y de olvidarse de las masacres perpetradas en Honduras (Berta Cáceres), México (Ayotzinapa), Colombia (130 militantes de Marcha Patriótica asesinados en el último año) y Paraguay (Curuguaty), para no mencionar sino los casos más emblemáticos. La OEA ratifica su condición de Ministerio de Colonias de Estados Unidos, como Fidel y el Che oportunamente la caracterizaran.
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