domingo, 10 de junio de 2018

África y la agenda de magnicidios (II)


Un hecho espectacular lo constituyó el doble magnicidio del general Juvenal Habyarimana, presidente ruandés, y su homólogo de Burundi, Cyprien Ntaryamira, tras regresar su avión de una cumbre en Arusha, Tanzania, el 6 de abril de 1994 y derribarlo un misil tierra-aire disparado desde las afueras de Kigali.

La posibilidad de una paz inmediata y de entendimiento entre beligerantes se perdió. Un análisis del hecho precisó que el cohete fue activado desde una zona ocupada por militares del Ejército en retirada y facciones aliadas, lo cual hace pensar en que todo se debió a una conspiración en las puertas del fin de la guerra (1990-1994).

Se considera que ese ataque fue el detonante de la crisis mayor ocurrida en la región de los Grandes Lagos africanos al desatar un genocidio principalmente de tutsis y hutus de conducta política moderada; según cálculos sistemáticamente reiterados, las masacres causaron entre 800 mil y un millón de muertos.

Tras la muerte de Habyarimana, quien fue a Arusha a negociar un acuerdo de paz con la guerrilla del Frente Patriótico Ruandés (FPR), de Paul Kagame, la facción extremista Interhamwe y remanentes del Ejército Nacional, comenzaron las matanzas y siguieron un plan de exterminio que se extendió hasta que los rebeldes entraron en la capital.

La contienda allí, sacudió situaciones de conflictos anquilosadas y necesariamente transfronterizas, de ahí que la perenne fricción de la comunidad banyamulenge con Kinshasa y la Operación Turquesa, con que tropas francesas impedían la persecución de los genocidas en territorio zairense, amplificaran la crisis.

Si bien a los banyamulenge, ruandeses asentados en Zaire, el régimen de Mobutu Sese Seko les negaba formal reconocimiento ciudadano (naturalización), esos moradores localizados mayormente en las zonas fronterizas del este, engrosaron las guerrillas que respaldadas por Ruanda, Uganda y Burundi se lanzaron contra Kinshasa.

El movimiento insurgente fue comandado por un jefe revolucionario conocido desde los años 60 en la subregión, Laurent Desiré Kabila, un nacionalista capaz de establecer alianzas y algún control sobre fuerzas tan diversas que enfrentaban al régimen de Mobutu, uno de los asesinos en 1961 del prócer independentista Patricio Lumumba.

La Alianza de Fuerzas Democráticas para la Liberación del Congo-Zaire (Afdlcz), tenía como objetivo cambiar el curso de la historia del país, presumiblemente el territorio más rico de África en cuanto a tenencia de minerales, forestales y fuentes fluviales, entre muchas más.

Esa agrupación tomó el poder tras su triunfo en la Primera Guerra del Congo (1996- 1997), a la que continuaron revueltas contra Kabila por parte de sus aliados de Ruanda y Uganda. A ese conflicto se sumaron entonces tropas mayormente de Angola, Zimbabwe y Namibia, así como de Chad y Sudán en apoyo de Laurent Desiré.

La contienda armada -la Segunda Guerra del Congo- se desató en 1998 y concluyó en 2003, pero el presidente de la República Democrática del Congo (RDC), nombre con el que se homenajeaba a Lumumba, no pudo observar el fin del conflicto porque, en 2001, otro magnicidio puso fin a su vida.

Laurent Desiré Kabila murió el 16 de enero, tras ser mortalmente baleado por un miembro de su seguridad. El cuerpo del mandatario fue trasladado con urgencia a un hospital, pero el jefe de Estado expiró.

PELIGRO DE RECOLONIZACION 

Las últimas llamaradas de la guerra de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) contra Libia ocurrieron en octubre de 2011, con la caída en manos de las milicias antigubernamentales de la ciudad de Sirte, última fortaleza del líder Muamar Gadafi, a quien asesinaron como colofón de un plan muy bien urdido.

Pese a que la táctica global incluía fuertes levantamientos armados, los cuales dieran la posibilidad de doblegar al país petrolero y poder pasar a una fase de reconquista colonial, que apuntara también a otros Estados productores del primer renglón energético mundial, lo ocurrido en el escenario libio fue burdo, brutal y dañino.

Según versiones de la prensa europea, el asesino de Gadafi se infiltró en una turba que torturaba a la víctima, a quien atraparon cuando intentaba salir de su ciudad natal, Sirte, bombardeada por la aviación de la OTAN.

Omran Shaaban fue uno de los que capturó al líder y presuntamente lo mató, aunque ese acto también lo asumió Mohammad al-Bibi. Luego el primer ministro interino libio hizo referencia a que 'un agente extranjero se mezcló' en la multitud y ultimó al líder, confirmaron varios testimonios.

Así, la muerte de Gadafi desarticuló las bases institucionales de la Jamahiria y liberó elementos de contención de una administración que sin ser perfecta garantizaba cierto nivel de desarrollo humano a sus ciudadanos, así como ofrecía una loable cobertura de seguridad, pero todo eso sucumbió con la invasión de la OTAN.

La secuelas para la subregión del Sahel del magnicidio fueron al menos dos: condenar a Libia a una situación caótica y extender la violencia armada a partir del levantamiento separatista del movimiento tuareg en el norte de Mali, a la vez que se potenció la escalada del terrorismo a nivel subregional.

Esa secuela pone en alerta sobre a lo que puede conducir desmontar a un Estado para el beneficio económico, político y social de otro u otros más poderosos, sin descartar que tal desarticulación posibilite desencadenar peligrosos 'fundamentalismos' latentes en sociedades frustradas por el subdesarrollo y traumatizadas ideológicamente.

DERIVACIONES 

Aunque en África los magnicidios afectaron a los dos principales polos ideológicos durante los últimos 50 años, la mayor parte de las víctimas incluidas en este texto correspondió a quienes en algún momento asumieron una posición progresista en el complejo escenario postcolonial, coincidente en el tiempo con la Guerra Fría.

De cualquier forma, en la conciencia de los autores intelectuales de los magnicidios de cada uno de esos crímenes existe la evidencia palmaria de que el crimen no paga, aunque la historia sí se lo cobra; pero eso también es necesariamente una cuestión de tiempo.

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