Al llegar a Doha, el extranjero recibe dos sacudidas. La primera, nada más abrirse la puerta del avión, es el clima que escupe la humedad pegajosa del Golfo Pérsico y su calor sofocante en los meses de verano. La siguiente –a tenor del estómago de cada uno- es una sacudida en la conciencia.
El pequeño emirato qatarí –tiene la extensión de Murcia- se ha construido, como el resto de los países de la región, gracias a los hidrocarburos. Y cabe subrayar lo de “construido” porque incluso el propio territorio nacional se está ampliando a expensas del mar.
La riqueza es hoy patente en las altas torres de cristal y hormigón levantadas en pleno desierto, en el lujo extremo de sus interiores, en una vida con un clima marcado por el aire acondicionado –del trabajo, el coche, los hogares y los centros comerciales- mientras en el exterior la temperatura supera los 40 ºC, un decorado artificial que esconde una sociedad de contradicciones e hipocresías y que, no sin razón, la embajadora nepalí en Qatar, Maya Kumari Sharma, llegó a definir como “una cárcel al aire libre”.
El país está organizado en una estructura fuertemente piramidal con, básicamente, tres niveles. De sus aproximadamente dos millones de habitantes, sólo 278.000 son oriundos de Qatar. Les siguen los “expatriados” o inmigrantes de cuello blanco: europeos, americanos, oceánicos y algunos asiáticos (China, India…), en torno a medio millón de personas. Al final del todo se encuentran los inmigrantes procedentes de los más variados rincones del mundo: desde filipinos a sudaneses o eritreos, sobre quienes descansan los trabajos más duros y peor pagados. Son más de un millón.
De acuerdo a un informe sobre la población activa de 2012, elaborado por el Ministerio de Desarrollo, los qataríes recibían un salario mensual de unos 6.285 euros de media (4.618 en el caso de las mujeres), mientras la media salarial de los extranjeros era de 1.192 euros al mes (837 en el caso de las mujeres). Sin embargo, esta estadística está distorsionada por una serie de factores.
Según testimonios recabados por este periodista durante un viaje a Qatar en 2012, sumadas las ayudas estatales, los qataríes se embolsan más de 15.000 euros al mes (sin contar con sus negocios privados). No en vano, uno de cada diez qataríes es oficialmente millonario. Los expatriados reciben salarios bastante competitivos empezando por unos 1.500 o 2.000 euros, mientras que en lo más bajo de la piramide social, los inmigrantes trabajan por sueldos miserables de unos 200 euros.
La Confederación Sindical Internacional clasifica a Qatar entre “los peores países del mundo para trabajar”, no sólo por las malas condiciones laborales, la imposibilidad de reclamar derechos laborales o la falta de sindicatos –están prohibidos- sino también por el llamado sistema de “espónsores” que la organización considera da pie a formas de “esclavitud moderna”.
Este sistema obliga a que cada trabajador extranjero tenga un padrino qatarí, que retiene sus documentos y es a través del cual se gestiona su permiso de residencia lo que, en la práctica, permite que el padrino pueda controlar a su esponsorizado. Además, a cambio de este servicio el trabajdor debe pagar un porcentaje de su salario al espónsor.
Y en la cúspide de esta pirámide social se encuentra la familia Al Thani, que rige los designios del país de forma dinástica desde 1850. Pese al despotismo ilustrado y a las ambiciones reformistas de que han hecho gala algunos de los últimos emires, lo cierto es que Qatar sigue siendo una dictadura en la que se encarcela al que osa opinar en contra de su sagrada majestad, como el poeta Muhammad al Ajami, condenado en 2013 a 15 años de prisión por criticar al emir en sus versos.
Todas las promesas de que, algún día, se celebrarán elecciones democráticas han quedado en agua de borrajas y las decisiones políticas las toma el núcleo más cercano al propio emir, Tamim bin Hamad Al Thani, estando prohibidos los partidos políticos. Algo que no es óbice para que la Qatar Foundation –controlada por la familia real- organice fórums por la democracia y financie numerosas iniciativas por la libertad de prensa, inexistente en el propio Qatar.
Al Jazeera, la cadena y buque insignia del emirato, es la doble cara de esta moneda: mientras sus canales en inglés conforman uno de los medios internacionales de mayor calidad, su versión en árabe muchas veces calla lo que el Gobierno qatarí no quiere mostrar y difunde su particular visión del islam radical wahhabí, imperante en Qatar, donde la sharia sirve de molde a leyes que establecen que el testimonio de una mujer vale la mitad del de un hombre, se prohibe el consumo de alcohol a los musulmanes (aunque los que pueden obligan a sus trabajadores “esponsorizados” a comprarles bebidas alcohólicas) y el adulterio está penado incluso con la muerte si es una musulmana la que se acuesta con un no musulmán.
Y esta hipocresía sobre la que se sustenta el estado qatarí no podía menos que extenderse a su política exterior.
“Qatar no puede continuar siendo un aliado de Estados Unidos los lunes y enviar dinero a Hamas los martes”, se quejaba en 2009 el entonces senador estadounidense John Kerry, ahora Secretario de Estado, haciendo referencia al apoyo prestado por Doha a la organización islamista palestina así como a otros grupos más radicales, a la vez que en la base de Al Udeid acoge uno los mayores centros de operaciones del Ejército de EEUU.
Pero esa ha sido la tónica general de la diplomacia qatarí desde mediados de la década de 1990 con el objetivo de adquirir un puesto de relieve en la política internacional y, más localmente, destinada a destacar en la guerra fría que los estados suníes del Golfo libran contra Irán.
En 2011, cuando las manifestaciones de la llamada “primavera árabe” tomaron las calles de Túnez, Libia, Egipto y Siria, el Gobierno de Qatar se puso rápidamente del lado de quienes reclamaban derechos y democracia, aunque cuando la mayoría chií del vecino estado de Bahrein salió a las plazas para hacer parecidas reivindicaciones, el Ejército qatarí participó en la operación militar en la que, junto a Arabia Saudí, se aplastó el conato de revolución a sangre y fuego.
En Libia, donde la revuelta adquirió pronto carácter de guerra internacional contra el régimen de Muamar Gadafi, los qataríes jugaron un papel esencial, canalizando cientos de millones de dólares a los rebeldes, enviando armas e incluso un pequeño contingente de las fuerzas especiales. El principal peón de Qatar en esta guerra fue la brigada Rafallah Sahati, de la que luego se escindiría la parte más radical para integrarse en Ansar al Sharia, el grupo que asaltó el consulado de EEUU en 2012 y que es considerado una peligrosa organización terrorista de ideas salafistas. Incluso algunas fuentes afirman que, aún hoy, Qatar sigue enviando fondos a los grupos islamistas radicales enzarzados en la guerra civil libia.
En Siria su papel ha sido incluso más polémico. Pese a ser antaño buen amigo del régimen de Bashar al Asad, también fue uno de los primeros estados de la región que retiró a su embajador de Damasco y comenzó a canalizar ayuda, a través de Turquía, para los rebeldes sirios.
“Ellos (Turquía y los estados árabes del Golfo Pérsico) estaban muy determinados a derribar a Asad (…) ¿Y qué hicieron? Suministraron cientos de millones de dólares y decenas de miles de toneladas de armas a cualquiera que luchase contra Asad, el problema es que esa gente era Al Nusra y Al Qaeda y los elementos extremistas de entre los yihadistas que venían de otras partes del mundo”, afirmó recientemente en una conferencia el vicepresidente de EE UU, Joe Biden, aunque posteriormente hubo de retractarse por el revuelo que provocaron sus declaraciones entre sus aliados de Oriente Medio.
Uno de los grupos más favorecido por Qatar en la guerra de Siria ha sido el Movimiento de los Hombres Libres del Levante, más conocido como Ahrar al Sham, la facción principal del Frente Islámico, una coalición de grupos islamistas que lucha contra el régimen de Asad y es aliada –aunque no parte- del Ejército Libre Sirio (ELS), los llamados “rebeldes moderados”, y del Frente Nusra, franquicia de Al Qaeda en Siria.
Ahrar al Sham apuesta por la constitución de un estado islámico suní cuando el régimen –controlado por la minoría chií de Siria- sea derrotado y califica la guerra en Siria como una “yihad” contra los chiíes y contra Irán. Aunque el pasado septiembre el ministro de Exteriores qatarí, Halid Attiyah, calificó a Ahrar al Sham como una organización “puramente siria” y pidió a sus socios occidentales que la apoyasen contra el “terrorismo” de Asad, lo cierto es que hay datos concluyentes de que importantes miembros del grupo tienen conexiones con Al Qaeda.
Por ejemplo, uno de sus líderes, Abu Halid Suri, era considerado por EEUU “el hombre de Al Qaeda en Siria”. El propio Suri reconocía a inicios de este año su pasado en la red yihadista internacional en una discusión en Twitter cuyo objetivo era dejar claro que Al Qaeda había desautorizado al Estado Islámico (ISIL). Cuando, en febrero, Suri fue asesinado en un ataque suicida supuestamente ejecutado por el ISIL, el actual jefe de Al Qaeda, Ayman Zawahiri, publicó un vídeo lleno de elogios en el que afirmaba conocer a Suri “desde los días de la yihad contra los rusos”, en referencia a la guerra de Afganistán de la década de 1980.
Ahrar al Sham fue, junto al Frente Nusra, una de las principales facciones rebeldes implicadas en la captura de la ciudad de Raqqa a inicios de 2013, hasta entonces en manos del régimen. La sociedad civil de la ciudad desarrolló tras su liberación una gran actividad, pero la progresiva retirada de los combatientes de Al Nusra y Ahrar al Sham permitió que el ISIL fuese tomando el control hasta convertirla en capital de su particular “Califato”.
Pese a que Qatar es uno de los países a los que EE UU ha logrado sumar a la Coalición que bombardea las posiciones de los yihadistas del ISIL en Iraq, desde Bagdad, también han llegado numerosas críticas a la actitud del emirato. El denostado primer ministro iraquí, Nuri Maliki, que fue forzado a dejar su puesto en agosto, acusaba en marzo a Qatar y Arabia Saudí de estar detrás del Estado Islámico.
Preguntado por la cadena France 24 por el papel de estos dos estados, Maliki respondió: “Les acuso de incitar y promover los movimientos terroristas (en Iraq). Les acuso de apoyarlos políticamente y a través de los medios de comunicación, de apoyarlos con dinero y de comprar armas para ellos. Les acuso de liderarlos en una guerra abierta contra el Gobierno iraquí. Les acuso de acoger abiertamente a líderes de Al Qaeda y los takfiríes (extremistas musulmanes que acusan otros de apostasía)”. Está claro que el propio Maliki olvidaba mencionar el papel de su propio Gobierno en la opresión de la minoría suní de Iraq, lo que creó el caldo de cultivo perfecto para que Al Qaeda en Iraq –luego reconvertida en Estado Islámico- se hiciese con el liderazgo de las revueltas sunís contra el Ejecutivo chií de Bagdad. Nuevamente, un capítulo más de la ‘proxy war’ (guerra por delegación) por la hegemonía en Oriente Medio entre los estados árabes suníes e Irán, convertida ya en un conflicto religioso.
Pero las denuncias a Qatar no se han vertido sólo desde la región, sino también desde el seno de la Unión Europea. El ministro de Desarrollo alemán, Gerd Müller, acusaba en agosto a Doha de financiar al ISIL: “Hay que preguntarse quién está armando, quien está financiando las tropas del ISIL. La palabra clave es Qatar”. El emir qatarí, Tamim bin Hamad Al Thani, negó este punto alegando que su país “jamás” ha apoyado a grupos terroristas y la canciller alemana, Angela Merkel, dio por concluida la cuestión tras haber hecho “todas las preguntas necesarias” al dictador qatarí.
En un análisis publicado en la web de la BBC, Michael Stephens, director de la sede en Doha del Royal United Services Institute británico, da una de cal y otra de arena: “¿Ha financiado Qatar al Estado Islámico? Directamente, la respuesta es no. Indirectamente, una combinación de política chapucera e ingenuidad ha llevado a que armas pagadas por Qatar y dinero (qatarí) termine en manos del ISIL”.
El Departamento del Tesoro de EE UU incluyó el pasado diciembre al qatarí Abdul Rahman Nuaimi en su lista de “terroristas”, acusándolo de enviar unos 600.000 dólares al dirigente de Ahrar al Sham, Abu Halid Suri, ya mencionado por sus lazos con Al Qaeda, y de haber enviado sumas “sustanciales” a Al Qaeda en Iraq, germen de lo que hoy es el Estado Islámico. Con todo, Nuaimi, exprofesor de la Universidad de Qatar e implicado en la defensa de derechos humanos junto a organizaciones internacionales, negó las acusaciones por estar “motivadas políticamente”.
Más personas acusadas recientemente por el Tesoro estadounidense de financiar Al Qaeda mantienen lazos con Qatar y han sido invitados por el Ministerio de Asuntos Islámicos qatarí a dar charlas y sermones en las mezquitas de Doha, como Hajjaj al Ajmi y Hamid Hamad al Ali. Este último, nacido en Qatar pero de nacionalidad kuwaití, es acusado de recaudar “decenas de miles de dólares” para el Frente Nusra y de ayudar a yihadistas a llegar a Siria para combatir en la guerra civil.
Por su parte Al Ajmi, al que se ha dado espacio en la cadena Al Jazeera, proclamó en uno de sus discursos en Doha: “Dad vuestro dinero a quienes lo gastan en la yihad (en Siria), no en ayuda humanitaria”. Igualmente, teólogos radicales a los que se considera responsables de recrutar jóvenes musulmanes europeos para la yihad en Siria también han sido invitados por organizaciones qataríes a expresar sus ideas ante el público de Doha.
En marzo, el subsecretario de la unidad sobre Terrorismo del Tesoro de EEUU, David Cohen, se quejaba de la “legislación permisiva” de Qatar y otros estados del Golfo, que posibilita a diversas organizaciones supuestamente caritativas y a donantes privados enviar su dinero a grupos terroristas. Sin embargo, y pese a que los occidentales saben de la situación, “su respuesta general ha sido encogerse de hombros” y apenas hacer nada, en palabras de un informe de la Brookings Institution de EEUU.
El problema no es exclusivo de Qatar, sino también del resto de estados árabes del Golfo como Kuwait, Emiratos Árabes Unidos y Arabia Saudí, tal y como ha denunciado el exagente de la CIA Robert Baer, uno de cuyos libros lleva por título: “Dormir con el Diablo: Cómo Washington vendió nuestro alma a cambio de petróleo saudí”. Y es que, espoleados por la necesidad de sus hidrocarburos y, últimamente, también de sus inversiones financieras, los Gobiernos de Europa y Norteamérica han decidido mirar para otro lado cuando se trataba de ver en qué se gastaban los petrodólares nuestros amigos del Golfo.
Publicado en El Confidencial
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