Rojava, Siria, 10 Ene (Notimex).-
Los más inhumanos fueron, sin duda, los europeos, dicen en las tierras liberadas. Los yihadistas lo saqueaban todo, desde la comida hasta los objetos de poco valor. Así es cómo los kurdos sirios lidian con el legado del autoproclamado Estado Islámico y se preparan para el nuevo conflicto.
“Si Kobane cae todo habrá terminado, pero si la salvamos nada volverá a ser como antes”, dice Gavan, un joven estudiante universitario de literatura inglesa y compañero de viaje en la carretera que nos lleva a Derik, en Rojava.
En el puente que atraviesa el río Tigris en la frontera entre Siria e Iraq, que antes era provisional, fluyen ininterrumpidamente los camiones, mientras que las barcas rojas para el transporte de personas han aumentado de dos a cuatro.
A bordo son numerosos los diplomáticos y los trabajadores humanitarios, mientras que, respecto a hace unos meses, han disminuido los prófugos que buscan refugio en el Kurdistán iraquí.
En Semalka, en el lado sirio, los obreros trabajan incansablemente para construir las oficinas que reemplazarán los contenedores donde se gestionan los pasajes.
“Estoy seguro de que pronto empezarán a poner hasta los visados en los pasaportes”, bromea Gavan.
Cerca de cuatro millones de kurdos, árabes, sirios, yazidíes y turcomanos viven en Rojava. Hace un año los dos partidos kurdos, el Consejo Nacional Kurdo (KNC) y el Partido de la Unión Democrática (PYD), declararon la autonomía del territorio respecto a Damasco.
“Cuando atacaron Kobane, los de Daesh (el acrónimo árabe de Dawlat al-Islâmiyya fî al-Irâq wa s-Shâm, como también se llama el Estado Islámico) pensaban que iban a luchar sólo en la ciudad y sus alrededores. Pero ahora tiene que vérselas con todo Rojava.
“A lo largo de los 200 kilómetros de la línea que nos separa de ellos, tenemos decenas de frentes abiertos”, dice un funcionario de las Unidades de Protección Popular (YPG), el brazo militar del PYD, que pide permanecer en el anonimato.
En su pequeña oficina en Derik tiene una televisión, conexión a internet y un pequeño generador de electricidad, aunque la luz se va continuamente.
En Derik, como también en Qamishlo, la capital de Rojava, los retratos del presidente sirio, Bashar al-Asad, y su padre, Hafez, continúan volando sobre las cabezas de los policías que regulan el tráfico.
“La presencia del régimen se limita a cargos públicos. Entre nosotros y Damasco no hay frentes abiertos. Lo que no está claro es la relación entre el régimen y Daesh”, asegura.
“Entre ellos nunca ha habido grandes batallas. Si el régimen quiere abrir un frente también en contra nuestra cuando hayamos derrotado a Daesh, estamos dispuestos a luchar contra él”, continúa el funcionario.
Se pueden ver por todas partes retratos de Abdullah Öcalan, el padre de la causa kurda, y también banderas pintadas que alaban a las YPG, fotos de los mártires. Las televisiones locales alternan las noticias del frente con vídeos de cantantes vestidos de militares y documentales sobre el heroísmo de los combatientes kurdos.
“Vinieron por ese camino. Nos atacaron durante un par de meses, pero las YPG vinieron a socorrernos y finalmente nos liberaron”, cuenta Jino, de 58 años, de Yarmouk, un pequeño pueblo en la primera línea de frente que hasta hace unas semanas estaba bajo el control del Estado Islámico.
“Eran unos 30. Llegaron por la noche, disparando al azar y con sonrisas burlonas. Después siguieron los enfrentamientos durante 60 días”, continúa.
Silona, de 43 años, alimenta a las gallinas que corretean por el jardín: “Daesh robó todo lo que se podía robar. Los que no pudieron escapar temían ser secuestrados. Las mujeres teníamos miedo de lo que nos podían hacer. Mi marido fue el único ejecutado”.
Su suegra, Lende, de 69 años, irrumpe en la conversación: “Estábamos en casa y vinieron a por él. Sin dar ninguna explicación, se lo llevaron a la plaza y le dispararon en la cabeza. Todavía no sabemos por qué”.
“Antes de Daesh aquí vivían más de mil personas, y ahora sólo quedamos un par de familias. Todos huyeron. Nosotros no lo hicimos porque somos pobres y no sabíamos dónde ir. Y además tenemos mucho miedo, porque si te escapas y luego los de Daesh te atrapan te cortan la cabeza”, reanuda Silona.
Los milicianos de las YPG patrullan día y noche Yarmouk y otros pueblos de los alrededores de los emplazamientos del Estado Islámico. Desde las colinas llegan granadas, que recuerdan que los yihadistas no tienen intención de dejar ir la presa.
“Entre los que luchan con Daesh los hay que realmente creen en la causa, los que lo hacen por el dinero y los que, aunque son pocos, se ven obligados a unirse a ellos”, dice el comandante -quien también prefiere no ser identificado- de la sección YPG desplegada en la zona.
“He visto miembros de Daesh de todas partes del mundo, incluso de China. Pero los europeos son los más peligrosos y sanguinarios”, sostiene.
El pequeño centro de Tel Kocer alberga la única aduana entre Siria e Iraq que está en manos de los kurdos. A finales de 2013 una larga batalla entre el Estado Islámico y las YPG devolvió la aduana a manos de estos últimos, que han montado un cuartel y una prisión.
En las paredes siguen presentes unos escritos en negro de los extremistas, como advertencia para no bajar la guardia.
El comandante ordena a sus subordinados que le traigan a dos chicos esposados y con los ojos vendados. Son dos ex milicianos del Estado Islámico.
El primero, Erselan, de 23 años, dice que proviene de un pueblo de Rojava: “Hace un año los de Daesh me capturaron y me obligaron a alistarme, de lo contrario me hubiesen matado. Las YPG me atraparon antes de que pudiera llevar a cabo mi martirio”.
Erselan lleva casi dos meses en esta pequeña prisión, tiempo suficiente -asegura- para haberse arrepentido: “Me convencieron de que haciéndome volar en pedazos iba a entrar en el paraíso. No pensaba en mis familiares. Para inculcarnos estas cosas nos daban lecciones y drogas duras”.
También Nebez, el otro preso, asegura que se ha arrepentido: “Si me hubieran liberado hubiese vuelto inmediatamente a luchar con Daesh. Pero las YPG me han tratado de una manera humana, y me han hecho darme cuenta de que estaba haciendo cosas horribles”.
Nebez, de 22 años, capturado hace cuatro meses, insiste en el lavado de cerebro al que el Estado Islámico somete a sus miembros:
“Nos decían continuamente cómo nos deberíamos comportar en la yihad (guerra santa). Antes de alistarme conocía a gente de todas las religiones. Después de las lecciones empecé a creer que tendríamos que matarlos si no se convertían”.
Fuente: Noticias de Kurdistán
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