Con certeza puedo afirmar que mi vida está dividida en dos etapas fundamentales: antes y después de conocer a Fidel Castro. Eso ocurrió primero por referencias y más tarde personalmente, acrecentándose en la medida en que yo podía constatar las cualidades personales, extraordinaria inteligencia, firme voluntad para enfrentar con sabiduría las situaciones más complejas y gran nobleza y solidaridad con sus compañeros de luchas e idea, que no era más que otra forma de expresión de su infinito amor al pueblo.
Recuerdo que los sucesos del 10 de marzo de 1952, marcaron un momento decisivo en ese rumbo que condujo a ambos a encontrarnos en una estrecha comunidad de ideas y fueron ensanchándose poco a poco en la medida que me percataba —junto a otros valiosos compañeros— de haber encontrado, finalmente, el liderazgo que por tanto tiempo habíamos buscado afanosamente, en un país que en esos momentos se debatía entre el desconcierto y la frustración.
El 26 de julio de 1953, fue para mí la confirmación heroica y a la vez sangrienta de todas aquellas ideas y elevó ante nosotros la figura de Fidel y de los aguerridos jóvenes que lo acompañaron a “tomar el cielo por asalto”. Esos eran, definitivamente, el líder y el movimiento a que aspirábamos, el que Cuba necesitaba y dentro del cual valdrían la pena los mayores sacrificios, incluido el de la vida misma. Sin embargo, todavía estaba muy lejos de imaginar lo que el destino y la dura lucha me deparaban al respecto. No podía suponer que Fidel sería capaz de llegar a ser, la fi gura central, el organizador y el jefe de la Generación del Centenario, trascendiendo, incluso, nuestras fronteras nacionales y proyectándose hacia América Latina, el Caribe y el resto del mundo. Pero no podía ser de otra manera, porque ese hombre que concibió, encabezó y ha defendido inteligentemente y sin vacilación alguna la obra gigantesca de la Revolución Cubana, estaba llamado a ser —en el convulso universo de hoy— un elevadísimo y poco común ejemplo de ética, cultura, seguridad, experiencia y firmeza de principios: todo ello en una sola pieza.
Para mí, en lo personal, como para el pueblo cubano y los demás pueblos que luchan contra la injusticia y la barbarie, es motivo de legítimo orgullo,
haberlo conocido, seguido y acompañado, aprendiendo de sus decisiones y sus orientaciones oportunas y acertadas, desde la segunda mitad del siglo XX hasta acá.
Si al cabo de sus 90 años de edad y de la permanente lucha que aún continúa librando, tuviera que resumir cuál es —a mi juicio—su rasgo más característico, diría que su pensamiento ético. El que ha demostrado y puesto a prueba en los momentos más difíciles, desde los tiempos del Moncada, hasta convertirse en la fuerza esencial de la Revolución, con más de medio siglo victorioso.
Ahí están, asimismo, su genio y originalidad en llevar al terreno de los hechos los métodos y principios capaces de relacionar dialécticamente las ideas del socialismo con la tradición ética de la nación cubana. Agradezco a la revista Verde Olivo, que me solicitara estas líneas en las que he tratado de sintetizar un pensamiento que pudiera ser más extenso, por todo lo que ha significado Fidel para mí y también para Cuba, América y el mundo. Desde lo más profundo de mi corazón lo felicito en este cumpleaños 90 y le rindo mi homenaje más puro al hombre que lleva a José Martí en la mente y en el corazón y ha sido su mejor discípulo; enriqueciendo como nadie sus ideas, con el conocimiento y las vivencias de la práctica política en estos tiempos. Por eso deseo terminar estas breves palabras, como he dicho en otras ocasiones: Mi único merito —y para mí es bastante— ha sido y es, haber estado junto a la Revolución de Fidel y orientado por las enseñanzas de Martí hasta hoy.
Por Armando Hart Dávalos
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