jueves, 21 de julio de 2016

Bélgica, 1915. La alambrada de la muerte

El 28 de julio de 1914 comenzaba oficialmente la I Guerra Mundial, conocida entonces como la Gran Guerra, y de la que se dijo, oh la inocencia, que sería la guerra que acabaría con todas las demás guerras. Apenas una semana después las tropas alemanas procedieron a invadir Bélgica, con la idea de rodear al grueso del ejército francés, estacionado en la frontera germana y avanzar sin excesiva resistencia hacia París. Bélgica era oficialmente neutral y tenía respaldo de los británicos pero a los alemanes les importó más bien poco y la invadieron igualmente. Los belgas resistieron como pudieron, que aunque no fue mucho sirvió para que los franceses reorganizaran sus tropas, y para el mes de octubre ya tenían a los boches ocupando la práctica totalidad del país. Los alemanes se comportaron como cafres (guerra y alemanes: mala mezcla) y se entregaron con indisimulado entusiasmo al noble arte del pillaje, el saqueo y las masacres de civiles, en lo que se denominó a efectos propagandísticos “La violación de Bélgica“. Los belgas procedieron a huir masivamente a la vecina Holanda, que permanecería neutral durante la guerra. Para evitarlo, Alemania construyó una de las infraestructuras menos conocidas y más novedosas de una guerra que fue pródiga en novedades: La Alambrada de la Muerte.

Dibujo representando el horror de la alambrada de la muerte, publicado en julio de 1915 (fuente)

Para finales de 1914 el número de refugiados belgas en los Países Bajos sobrepasaba el millón. Miles de ellos cruzaban a diario por los campos y los bosques fronterizos huyendo de la represión alemana o buscando a sus familiares huidos previamente. La frontera también vio cruzar a miles de belgas que buscaban alcanzar la costa para, desde allí, unirse al ejército belga a través de las bien establecidas líneas británicas. Sólo en diciembre de 1914 más de 5.000 jóvenes se pasaron así al otro lado de las trincheras. El contrabando, el espionaje y la deserción de cientos de soldados alemanes hicieron que el Estado Mayor germano buscara una solución. Y la que encontraron fue construir una verja desde los arrabales de Aquisgrán, junto a la triple frontera, hasta las playas del Mar del Norte. Pero no una verja cualquiera; el alambre de espino formaba parte habitual del paisaje de cualquier frontera, incluida la holandesa. Lo que el ejército alemán construyó fue una verja electrificada, pensada específicamente para matar a cualquiera que la tocase. Fue la primera frontera electrificada de la Historia.

Alambrada en la frontera, vista desde el lado holandés (fuente)

La construcción de la verja se inició en la primavera de 1915, y comenzó con la tala de árboles y demolición de estructuras cercanas a la frontera (graneros, viviendas particulares, etcétera). Unos días más tarde se instalaron los postes, con sus correspondientes aislantes de porcelana, y poco tiempo después el alambre. Cada dos kilómetros se instaló una caseta con un interruptor que podía cortar la corriente en el correspondiente tramo, y junto a ella unos barracones para los guardias alemanes que habían de vigilar su trozo de alambrada. Y así en cada sector de la frontera. Un equipo de sesenta trabajadores (que solía incluir prisioneros de guerra rusos y “voluntarios” belgas) podía instalar un kilómetro de verja en un periodo de entre uno y tres días, dependiendo del terreno.


Dos instantáneas de la construcción de la alambrada de la muerte, en 1915 (fuente)


La verja no estuvo construida en su totalidad hasta mediados de 1916, pero ya en julio de 1915 comenzaron a estar operativos los primeros sectores de la verja, con una tensión de dos mil voltios. Los primeros electrocutados llegaron muy poco después. De media, la verja alcanzaría unos dos metros y medio de altura, cifra que podía alzarse hasta los cuatro o cinco en algunos puntos determinados como riachuelos o cerca de zonas habitadas. A una altura de entre 15 y veinte centímetros del suelo se encontraba el primer alambre, situándose los siguientes separados por una distancia similar entre ellos. En mucho sectores se añadió una segunda valla de alambre de espino no electrificada, para mantener alejados a los animales de la cerca. 150 generadores y pequeñas estaciones eléctricas se instalaron a lo largo de la verja, que no seguía exactamente la frontera; para ahorrar tiempo y costes y simplificar la tarea, amplias zonas de territorio belga fueron dejadas al otro lado de la alambrada, lo que redujo su longitud total a poco más de 300 kilómetros, en vez de los más de 400 que habría medido de situarse exactamente sobre el límite. La zona de territorio belga entre la verja electrificada y la frontera real con los Países Bajos pronto fue conocida como “Tierra de Nadie”, o El Limbo; los desafortunados belgas que residieran allí se encontraron aislados entre dos alambradas: la alemana y la de la frontera real, instalada por los holandeses. Miles de soldados fueron destinados a patrullar la zona fronteriza; de media había uno cada cien metros; por la noche las patrullas se doblaban, y en algunos tramos se instalaron potentes focos para iluminar la zona.

Mapa oficial alemán con la localización de la alambrada junto a la frontera y las estaciones eléctricas que le suministraban energía, entre las localidades de Achel y Neerpelt (Ojo: en la fuente hay imágenes que pueden herir la sensibilidad del lector). Nótese cómo no seguía exactamente la frontera.

La construcción de la alambrada no sólo fue trágica por las vidas que se cobró, sino por el descomunal trauma que provocó a ambos lados de la frontera; miles de familias residían indistintamente a ambos lados de la línea, especialmente en las zonas rurales, y quedaron separadas por una barrera que les condenaba al aislamiento, a no poder ver a sus familiares más cercanos o visitar su iglesia o su cementerio. En Holanda la drástica medida levantó oleadas de ira popular y provocó enérgicas protestas del gobierno, pero, por otro lado, y debido a su estricta neutralidad, tampoco hubo un gran esfuerzo para ayudar a sus vecinos belgas; además la alambrada les facilitaba mucho las labores de patrulla fronteriza y de prevención del contrabando. Algo se rompió, sin embargo, con aquella alambrada; el tradicional sentimiento antibritánico de los neerlandeses viró hacia un potente resentimiento contra Alemania, algo que las atrocidades nazis en el país durante la II Guerra Mundial unas décadas más tarde no ayudaría precisamente a resolver.

La alambrada cerca del pueblo de Sluis (fuente)

Además de la barrera física, los alemanes instalaron una barrera legal: todo aquel que fuera interceptado en la zona prohibida (que comenzaba entre 100 metros y dos kilómetros antes de la verja, según el lugar) era tiroteado sin contemplaciones, o capturado y fusilado. La única norma que los soldados germanos debián seguir era no disparar hacia Holanda, para no violar la neutralidad de aquel país. Pero en más de un caso se tiroteó a gente que ya había cruzado a territorio holandés. Más de doscientas personas murieron acribilladas durante los tres años que la verja estuvo en pie. La otra forma típica de morir en la alambrada era, obviamente, electrocutado. Unas seiscientas personas murieron así, entre ellas muchos civiles que, simplemente, desconocían cómo funcionaba la electricidad, una fuerza completamente desconocida en la Bélgica rural de principios del siglo XX. Se dieron casos de granjeros que agarraron los cables de la alambrada para comprobar que sucedía y murieron instantáneamente abrasados. Incluso algunos soldados alemanes fallecieron al tocar accidentalmente los alambres con la bayoneta. Del total de casi 900 muertos documentados que dejó la verja entre 1915 y 1918 una cuarta parte eran desertores alemanes, y casi cien eran prisioneros de guerra rusos intentando escapar de sus captores. El resto eran casi todos civiles belgas u holandeses.


Unos niños holandeses en la frontera. Debajo, unos monjes en un monasterio (holandés) que sufrió la expropiación de sus jardines (belgas) para la construcción de la alambrada (fuente). 


Probablemente la cifra de fallecidos fue bastante superior a los 850-900 de los que se conocen sus circunstancias. Las estimaciones más conservadoras parten de dos mil muertos, y algunas, seguramente exageradas, elevan la cifra de víctimas hasta las cinco mil. Bélgica era un país ocupado, donde la prensa estaba censurada y no se podían publicar ciertas cosas (como los muertos o tiroteados en la zona de la alambrada), y la inmensa mayoría de los informes de los soldados fronterizos alemanes se han perdido, por lo que todo lo que se puede hacer es dar una cifra estimada.

Lápida en memoria de las víctimas de la alambrada cerca de Sippenaken, alzada en 1920, destruida por la ocupación nazi y restaurada en 1962 (fuente)

El ejército alemán estableció cerca de 70 checkpoints a través de los que se podía cruzar legalmente la frontera, aunque la mayoría de ellos eran de uso exclusivamente militar. Los civiles, siempre con un permiso escrito del mando militar local, disponían de 25 lugares por donde atravesar el límite con Holanda, aunque desde enero de 1915 todos los varones de entre 15 y 60 años tenían prohibido salir del país por razones obvias. Así que aquellos que querían cruzar al otro lado pero no podían hacerlo legalmente, y también los abundantísimos contrabandistas,se las tuvieron que ingeniar para atravesar la alambrada. Como suele pasar cuando se le ponen puertas al campo (en este caso, de forma literal), uno puede hacer más lento el tránsito, pero nunca detenerlo del todo.


Soldados alemanes con sus bicicletas junto a la garita de guardia o la caseta del generador


La forma más común de sabotaje era lanzar una cadena o incluso un mantel húmedo contra los alambres, para provocar un cortocircuito y la suspensión momentánea de la corriente eléctrica. El problema más habitual era que los guardias estaban muy atentos y podían llegar en breves minutos casi a cualquier punto de la verja (hasta contaban con bicicletas para desplazarse, un medio de transporte que habían prohibido a los civiles de los pueblos cercanos a la alambrada), y cualquiera que fuera atrapado intentando escapar era acribillado sin miramientos, fuera hombre, mujer o niño. Otra forma de escapar era cavando un túnel por debajo de la alambrada. El principal problema, en este caso, era el tiempo; un boquete no se hace en un instante y la probabilidad de ser atrapado in fraganti era enorme. También se dieron casos de fuga introduciendo una rama con forma de Y bajo el cable inferior para alzarlo unos palmos del suelo y excavando una pequeña trinchera bajo él. El peligro más evidente en este caso era el de electrocución; el más leve contacto con los cables producía una muerte casi instantánea.

Un soldado posa con un cartel de advertencia

Las formas más sofisticadas de fuga incluían el corte de los cables electrificados con herramientas especialmente aisladas, o atravesar la verja interponiendo una barrera aislante entre los cables y el fugado. En su forma más sencilla se situaba un barril de madera entre los cables y se cruzaba por el interior. Pero claro, había que llevar el barril hasta la verja, y eso multiplicaba las posibilidades de ser detectado. Un ejemplo más complejo es el del separador de cables plegable. Se podía camuflar hasta llegar a la verja, donde se desplegaba y permitía a los fugados atravesar sin excesivo riesgo la barrera electrificada. Los contrabandistas mejor organizados y más exitosos simplemente sobornaban a los guardas fronterizos.


El ingenio aplicado a las fugas (fuente)


Como sabe cualquier lector veterano de este blog, si hay algún lugar en la frontera entre Bélgica y los Países Bajos que merece ser reseñado, ese es Baarle. Allí también se alzó la alambrada mortal. La mayor parte de Baarle-Hertog (el lado belga del pueblo) quedaba completamente fuera del alcance de los alemanes, al tratarse de una serie de exclaves en territorio holandés, pero la parte principal de la frontera, situada cuatro kilómetros al sur del centro de la localidad, sí que se encontraba fortificada. La frontera en la zona de Baarle, aparte de los enloquecidos enclaves, está llena de requiebros, entrantes y salientes; para simplificar la construcción los alemanes decidieron dejar en el lado de fuera de la alambrada una porción de territorio belga bastante extensa, con lo que se ahorraron más de cuarenta kilómetros de verja. Baarle padeció uno de los índices más altos de víctimas de toda la zona alambrada, precisamente por su condición binacional: uno podía estar en Bélgica pero lejos del alcance de los soldados boches, lo que atraía refugiados de toda Bélgica.

Soldados alemanes al otro lado de la frontera. Fotografía tomada desde el lado holandés, en Esclusa (Sluis). Fuente.

El desmantelamiento de la alambrada llegó junto con el final de la guerra. El once de noviembre de 1918, a las once de la mañana (hora once, día once, mes once), la mayor parte de los interruptores que controlaban la corriente eléctrica en la verja de la muerte fueron desconectados. Desde los dos lados de la frontera muchedumbres furiosas se apresuraron a destrozarla, en ocasiones por pura rabia, en la mayoría simplemente para aprovechar los materiales con los que la valla estaba construida. La última víctima de la alambrada, sin embargo, se produjo al día siguiente del fin de las hostilidades, cuando Jan van Looveren, un granjero de un pueblecito llamado Meer, quiso visitar a sus familiares al otro lado de la barrera. Convencido de que con el final de las hostilidades la corriente habría sido cortada intentó saltar la verja, justo en uno de los pocos tramos donde seguía activa, y murió en el acto al agarrar con ambas manos los alambres electrificados. Quizás se tratara del último muerto de la Gran Guerra.

Otra imagen de la barrera en la zona fronteriza (fuente)

Aprovechando el centenario del inicio de la I Guerra Mundial en algunos puntos de la frontera entre Bélgica y Holanda se han levantado reproducciones de la alambrada. Donde más en serio se lo han tomado ha sido, precisamente, en Baarle. En las afueras del pueblo, entre los infinitos maizales, se han alzado algunos breves tramos de alambrada en su ubicación y con su configuración originales, incluyendo garitas y casetas, con paneles explicativos para los curiosos y los alumnos de las escuelas de los alrededores. Uno puede allí imaginarse por unos instantes cómo debía ser entrar en la zona prohibida, acercarse sigilosamente a la alambrada en mitad de la noche y cruzar por un pequeño boquete abierto entre los cables de alta tensión. De hecho puede incluso hacerlo realmente, sólo que sin riesgo. Cien años después, en Baarle, la frontera es más que nunca un atractivo turístico, y nada más que eso. Afortunadamente. Que dure mucho.

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