sábado, 13 de diciembre de 2014
Tiranos con el pueblo, seductores en las alcobas
Fidel Castro y Martina Lorenz, en 1959 con el capitán Ernst Hankiewicz / AFP
Algunas los acompañaron en su ascensión al poder revisando sus discursos y aconsejándolos. Otras aparecen como esposas devotas y discretas, ajenas a la política, que aspiraban a una vida familiar tranquila. Mujeres oficiales, amantes pasajeras, compañeras de lucha o de alcoba; todas han compartido la intimidad de uno de los grandes tiranos contemporáneos. A través de sus historias, en una investigación basada en testimonios y en una larga labor de documentación, la periodista francesa Diane Ducret hace la arriesgada apuesta de superar la imagen de frialdad y crueldad para tratar a los dictadores a través de sus relaciones sentimentales.
Un año después del éxito del primer tomo de Mujeres de dictadores, centrada en los líderes de la época comunista y fascista de los años 30 y 40, la autora firma una segunda entrega repleta de anécdotas. En esta ocasión se adentra en la intimidad de seis líderes contemporáneos unidos por su despotismo y su odio hacia Occidente: Fidel Castro, Sadam Husein, el ayatolá Jomeini, Slobodan Milosevic, Kim Yong-Il y Osama Bin Laden.
Los retratos de estos tiranos reservan sorpresas, como la imagen del ayatolá Jomeini limpiando los baños turcos de la casa familiar en el exilio. Al futuro líder de la Revolución Islámica iraní no le parecía normal que su esposa, la imperturbable Khajlila, tuviera que ocuparse de los aseos por los que pasaban cantidad de clandestinos que preparaban el asalto contra el sha. Otra estampa que choca con la de líder autoritario es la de un Fidel Castro recién llegado al poder, jugando con pequeños tanques como un niño en una habitación del hotel que tomó como cuartel general y en la que se sucedían una larga lista de amantes, pese al control cerrado de la camarada Celia Sánchez.
El libro rescata también escenas de película, como cuando la actriz Ava Gardner, que se mudó a Cuba poco tiempo después de la revolución, se cruza una mañana en la Habana a la entonces favorita de Fidel, la jovencita Martina Lorenz. “Se tambaleó hasta mí y me dijo: ‘¿así que eres tú la perra que está con Fidel y que se lo guarda solo para ella?’ ¡Y luego me dio una bofetada en toda la cara!”, cuenta en el libro la examante del comandante.
La afición de Fidel por las mujeres no solo desencadenaba los celos de sus conquistas, sino que le puso en alguna ocasión en peligro de muerte. La misma Martina, a la que obligó a abortar y puso en un vuelo con destino a Estados Unidos, volvió unos años después a La Habana como espía. La CIA le ofreció dos millones de dólares por envenenar al revolucionario convertido en pesadilla para Washington. Ella aceptó como revancha. Pero cuando le vio, volvió a caer en sus brazos y tiró las pastillas al baño. “Los sentimientos eran demasiado fuertes… jamás hubiera podido hacerlo, no soy un asesina. Le quería”, dice.
A Saddam Hussein le perdían las rubias. Como su segunda esposa, la chií Samira. La primera dama, su compañera de siempre y prima Sadija, compensaba la falta de atención de su marido con las compras compulsivas en las tiendas más chic de Nueva York. Cuando se hace oficial la entrada de Samira en la familia, Sadija se tiñe el pelo rubio platino. Lo siguiente, pone en pie de guerra a su clan suní e inicia el acoso a todos los cercanos a la nueva llegada. Sadam llega a temer por la vida de Samira y la manda fuera del país para preservarla.
Sadija, Martina, Khajila son solo algunos de los personajes fascinantes que recorren el libro. También está Nadjwa, la primera esposa de Bin Laden –tuvo cinco- quien esperaba el fin de la guerra de Afganistán convencida de que después recuperaría a un esposo dedicado a los negocios y a la vida familiar. O Mira, que corregía los discursos de Milosevic y cuyo mundo se derrumbó el día que cayó su marido. O la estrella coreana Hye Rim, obligada a aguantar las infidelidades constantes de Kim Jong-Il. Cada una tiene una historia propia. Lo que tienen en común es una devoción absoluta y ciega por su hombre.
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