Resumen Latinoamericano/Karlos Zurutuza/Gara/ 29 de diciembre -
El procedimiento en el lado tunecino de la frontera es tedioso pero en el libio el ambiente se relaja. El funcionario fuma despreocupado mientras espera sentado en el suelo, justo al lado de su garita. No hace falta registrar la entrada a Libia en el sistema informático: basta con estampar el sello que tiene en su mano libre sobre una página del pasaporte abierta al azar.
Si se preguntan «¿quién manda aquí?», es fácil: Aquí, justo en el espacio por el que se extiende el humo del cigarrillo, manda su dueño. Y la ecuación se repite a lo largo de los 1.500 km de costa hasta la frontera de Egipto.
Que se lo digan a Wail, un residente en Zwara de 30 años al que robaron el coche en un checkpoint de la vecina Zawiya (al oeste de Trípoli).
«Volví a Zwara y se lo conté a la milicia, que levantó un retén en el que requisó cinco coches con matrícula de Zawiya», recuerda el joven amazigh.
«Les dijeron a sus dueños que si querían recuperar sus vehículos tenían que pedirle a su milicia que devolviera el mío». Al día siguiente, Wail conducía de nuevo su coche.
Imposible sobrevivir sin una milicia que te cubra las espaldas, y menos en la actual coyuntura. Más de tres años después del levantamiento que acabó con el mandato y la vida de Gadafi, Libia vive en un estado de convulsión política que ha arrojado al país a una guerra civil.
Hay dos gobiernos y sendos parlamentos: uno con sede en Trípoli, y otro en la ciudad de Tobruk, a 1.200 kilómetros al este de la capital. Este último cuenta con el reconocimiento internacional, tras ser elegido en unos comicios celebrados el pasado 25 de junio, pero que solo contaron con 10 por ciento de participación.
Hablamos de un escenario en el que luchan distintas milicias agrupadas en dos alianzas paramilitares: «Amanecer de Libia», liderada por las brigadas de Misrata, que actualmente controlan Trípoli, y «Operación Dignidad», dirigida por Jalifa Haftar, un antiguo general del ejército libio. Los primeros acusan a los segundos de «gadafistas», y estos a los anteriores de «islamistas».
Younes al Tabaui, recientemente nombrado ministro de Cultura en el ejecutivo de Trípoli, asegura que se trata de un conflicto «puramente político».
«Todas las partes juegan sucio, sobre todo aquellas que están espoleando esta guerra desde fuera», trasladaba Al Tabaui a GARA desde su despacho a las afueras de Trípoli.
La lista es larga y compleja: Qatar y Turquía son los principales aliados de Trípoli mientras que los de Tobruk, que se autodenominan «liberales», cuentan con el apoyo de Emiratos Árabes Unidos, Egipto y Arabia Saudí.
¿Y Occidente? Francia apoya de forma abierta a Tobruk (aunque esta alianza incluya también a las tribus antes leales a Gadafi como Warshafana, Warfala, Gadafa); en Trípoli solo queda abierta la Embajada italiana (sus multinacionales energéticas están al oeste del país), y el antiguo Embajador británico en Libia asegura, via Twitter, que «ambas partes quieren lo mejor para Libia». La OTAN lo tiene hoy más difícil a la hora de intervenir, más que nada porque todavía no sabe a favor de quien.
Antiguas alianzas
La ausencia de un Gobierno capaz de gestionar el Estado hace que la crisis de identidad ahonde entre los libios. A diferencia de Iraq no ocurre en líneas sectarias sino nacionales, como en el caso de las minorías (tubus, tuareg y amazigh), o tribales si nos referimos a la mayoría árabe del país.
El fenómeno de la «tribalización» se agudizó durante el el levantamiento de 2011, cuando el Gobierno central fue suplantado por milicias que contaban con armas y experiencia en combate.
El historiador libio Faraj Nejm asegura que existen 140 tribus en Libia, con alianzas que se extienden por todo el Magreb y el África sub-sahariana.
«Las tribus son tan parte del problema como lo son de su solución», apuntaba Kemal Abdallah, analista egipcio experto en Libia, en un artículo escrito en febrero de este año. Abdallah explicaba que las interacciones entre las tribus siguen patrones de alianzas sólidas, como las de las llamadas «tribus beduínas», que incluyen a los Warshafana, Gadafa, Warfala y Awad Suleyman.
Curiosamente, Zintan fue la única que rompió esta alianza sumándose al levantamiento en 2011. Hoy parecen haber limado asperezas y vuelven a juntarse al abrigo de Tobruk (recuerden: «gadafistas» y «liberales» patrocinados por Francia y Arabia Saudí).
¿A eso se reduce Libia? ¿A un conjunto de tribus enfrentadas y mamporreadas dentro de unas fronteras coloniales?
En un mapa publicado en 1955, Pierre Rondot, general de división francés, detallaba una red de alianzas entre las tribus libias que se podría trasladar, sin cambiar ni una sola flecha, al mismo momento en el que se leen estas líneas.
Esas parecen ser las dinámicas en un país cuyo ministro de Turismo (el de Trípoli) es un tuareg al que la guerra le impide volver a su Gadames natal.
Han pasado ya cuatro años desde que el último turista visitara ese hermoso oasis en la frontera de Argelia, pero la red de funcionarios del sector (la misma que en tiempos de Gadafi) sigue recibiendo sus sueldos puntualmente. Según datos oficiales, el 85 por ciento de los asalariados en Libia pertenece al sector público.
«El día que los sueldos dejen de llegar nos comeremos los unos a los otros», es la cantinela que repiten libios de toda clase o condición, etnia o tribu. Ese, y no otro, será el Rubicón del paraíso rentista.
Por el momento, el petróleo sigue fluyendo junto con salarios y pensiones. El dinero lo gestiona el Banco Central, organismo aún autónomo gracias al cual las distintas milicias libias pueden seguir matándose entre ellas, y sin que el asunto vaya a mayores.
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