El siguiente texto fue escrito hace unos días. Estuvo en remojo mientras surgían nuevos adjetivos sobrantes y unos cuantos verbos innecesarios.
Iba a enviarlo para su publicación cuando ocurrió el nuevo intento de golpe de estado en Venezuela. Con la certeza de que no habría necesidad de quitarle párrafos porque desde los primeros momentos era claro que se trataba de otro espectáculo de variedades de los que se están acostumbrando a brindar los Estados Unidos en Venezuela y la oposición venezolana en los medios internacionales dominantes, sí tuve la duda sobre la conveniencia o no de agregarle algunas líneas haciendo referencia específica a esos acontecimientos y a los actores involucrados, los golpistas Juan Guaidó, el títere, y Leopoldo López, el rico y revoltoso jefe.
Pensé que sí sería conveniente, aunque fuera innecesario. Por eso agregué “(+ López)” al título y esta nota al margen. Creo que con eso basta y sobra, además, porque a la final el intento de golpe ni siquiera fue eso sino una excusa más para lo que en verdad esbozan y pretenden llevar a cabo los opositores y el Gobierno estadounidense: borrar del escenario al presidente venezolano legítimo y del mapa a los millones de sus seguidores y de chavistas. Un poco más de medio país, nada más.
TRADICIÓN DE LOS TRAIDORES
Las conquistas de México y Perú, y, en general, del Nuevo Mundo, en buena medida fueron posibles por la significativa contribución que brindaron los indígenas del mismo continente ocupado.
Así procedieron muchos pueblos inconformes o subyugados por los imperios mexica (azteca) o inca; tribus envueltas en pugnas atávicas; elementos tentados con chucherías y familias convertidas a la fe recién caída del cielo.
Pobladores aterrados por los perros de ataque de babazas candentes o los corceles de jinetes indiferenciados, percibidos como feroces monstruos de dos cabezas, que claudicaron y fueron forzados a la traición. Y alguna indígena, tal vez más traicionada que pérfida, como la Malinche, “doña Marina, que ansí se llamó después de vuelta cristiana” (Díaz del Castillo, 1632),
Todos los cuales, en cualesquiera de los casos y por las circunstancias que fueran, se aliaron al invasor y le suministraron las claves de la propia destrucción.
EL ALMA AL DIABLO
En el objetivo de acabar con el enemigo acérrimo, satisfacer la sed de venganza, hacerse a una fuente de poder y riqueza, o en la premura de arrebatar un derecho divino netamente mundano, no pocos individuos y grupos están dispuestos no sólo a feriar unos nombres y delatar unos domicilios, sino a venderle el alma al diablo.
Porque eso encarna hacerle el juego al foráneo a sabiendas de las consecuencias funestas que representa para la patria en pleno, incluido el daño a los oponentes internos, claro está, pero también a los que se tienen por compatriotas y correligionarios.
En el mito fáustico, de Johann Spies (Historia de D Johan Fausten, 1587) a Thomas Mann (Doctor Faustus, 1947), el tentado negocia el alma a cambio de dolores de cabeza trascendentes: la eterna juventud, la sabiduría, el arte eximio o una mujer, Margarita (Gretchen, en familia).
En el caso del Fausto de Goethe (1806), además, es un cambalache a cambio de espectaculares viajes en el tiempo y de mágicas empatías amorosas con la radiante Helena de Esparta. ¡Imagínenselo! Una mujer que se basta y sobra para encarnar juntos el símbolo de la perfección femenina y el arquetipo de la dama fatal, ni más ni menos.
Pero, ni que decir tiene, Donald Trump está demasiado lejos de la finura de Mefistófeles, y el desvalorizado dólar carece de la lozanía de aquellos cebos encomiables.
Trump, a duras penas, es una especie de conjugación de Jesse James y Amarillo Slim: pistolero desaforado del Viejo Oeste con apostador sin medida. Amarillo, a propósito de los autoproclamados en boga, self-proclaimed greatest gambler who ever lived (autoproclamado el jugador más grande que jamás haya vivido) (Poker Listings, 2019).
Y el dólar hace rato que dejó de apuntalarse en los lingotes del oro rebajado de las bóvedas de Fort Knox o West Point para hacerlo en armamentos de ficción y en la flota de trasatlánticos atestados de aeronaves henchidas de bombas.
Eso lleva, precisamente, a que el pistolero apostador sea tan peligroso: los escenarios de duelo son hallados en los cinco continentes y lo que se juega es la seguridad del planeta.
AFANES IMPERIALES
Abundan en el mundo contemporáneo, de otra parte, los traidores que ni siquiera se venden por espejitos extraños y rutilantes o abalorios enigmáticos, sino por miserias comunes y corrientes, a cambio, no del alma deslumbrada, sino de un espíritu mezquino.
En las tierras latinoamericanas los riesgos de hace quinientos años son los mismos de hoy en día, o lo son sus equivalencias, actualizadas con mediocridad: Ayer, los españoles arriaron los demonios con sus imparables apetencias imperiales, una religión que rebasaba la parcela europea del siglo XV y un sofocado comercio con urgencias de expansión. Un eurocentrismo, mejor dicho, que no cabía en la Europa que Dios le dio.
Hoy nos rondan los afanes imperiales de Estados Unidos, con idénticos caprichos ineludibles: el designio divino (desde 1872, cuando John Gast pintó El Progreso Estadounidense, la primorosa y mediocre pintura de alegoría del Destino Manifiesto), el mercado (desde 1807, cuando Gran Bretaña le impuso a los Estados Unidos una serie de restricciones comerciales de lejos más nobles que las aplicadas por ellos hoy en día en el mundo, que consideraron un bloqueo ilegal y que condujo a la Guerra anglo-estadounidense de 1812) y el racismo (ese “artefacto realista para el control” [Zinn, 1980]).
Un país que en unas décadas pasó de ser la democracia inmanente cantada por Walt Whitman en sus Hojas de hierba(1855), “la primera de las revoluciones de nuestro tiempo, la que inspiró la revolución francesa y las nuestras” (Borges, 1969), a convertirse en una nación más cercana a las distopías que los propios estadounidenses proyectan mejor que nadie, como, por ejemplo, la de Ray Bradbury (Fahrenheit 451) o, más acá, las de Richard Morgan (Leyes de Mercado, 2004) y John Brunner (El rebaño ciego, 1972).
En otras palabras: Un país a bordo de las propias mentiras y los delirios de grandeza, indolente hacia la vida, obcecado por la guerra, con las peores desviaciones del capitalismo por fe y los desesperos del control perdido guiando las conductas.
VEINTE AÑOS
Han transcurrido más de veinte años desde que Venezuela empezó a querer cambiarle la naturaleza a una historia de rebeliones caudillistas regionales, dictaduras como las de Juan Vicente Gómez y Marcos Pérez Jiménez, y cuatro décadas de puntofijismo, un acuerdo de gobernabilidad firmado entre tres partidos y que en realidad fue una repartición bipartidista del poder.
Una crónica escabrosa de mandos autoritarios en la cual, sin embargo, jamás dejó de estar presente de modo paralelo, aunque constreñida y perseguida, aquella esencia libre e independiente de la Sociedad Patriótica de Juan Germán Roscio, Francisco de Miranda, Simón Bolívar, José Félix Ribas, Miguel José Sanz, Vicente Salas, entre muchos otros.
Porque la Revolución Bolivariana no surgió por generación espontánea (la verdad es que la historia, por lo menos desde 1864, gracias a monsieur Pasteur, no registra cosa alguna florecida así) ni Hugo Chávez fue el infiltrado o el advenedizo llegado de la nada que infiltrados y advenedizos intentan mostrar.
Ciertos cambios pueden ser rápidos, en apariencia bruscos, pero son procesos y siempre vienen de algún punto. Otra cosa es que no captemos las puntadas.
Ahora bien, ¿cuáles son esos aspectos que se han pretendido cambiar en Venezuela, que resultan amenazantes para Estados Unidos y que los conduce a demonizar el proceso político, económico y social del país al extremo de amenazarlo con una de sus mortíferas intervenciones?
Se ha intentado transformar algo (lo que es monumental) de lo muy malo que los dos partidos políticos principales, en el poder desde 1958, hicieron: desde abrirle la puerta de par en par a las trasnacionales petroleras, hasta el desmonte productivo e institucional llevado a efecto de la mano del neoliberalismo.
EL MAL NECESARIO
Una corrección económica que exacerba los ánimos de los opositores, grandes beneficiarios internos del petróleo, de la privatización de las empresas y de la intermediación comercial importadora.
Y fastidioso propósito para unos Estados Unidos que mueven con petróleo la industria que tratan de reanimar, conocedores de que la ponderada apuesta por el fracking es un arma de doble filo: por más que se haya innovado en tecnología y abaratado costos de producción, para que la técnica sea rentable requiere de un petróleo por encima de cincuenta dólares el barril. Porque la inversión debe rendir con creces. Las petroleras estadounidenses no se satisfacen con poquitos.
Pero el petróleo de costos disparados es un tiro en la sien justo para la industria que se arrastra por el Medio Oeste a punta de fabricar los electrodomésticos de asombro de los años cincuenta, la misma que Trump prometió recuperar con su eficaz estrategia de mentiras por votos. Claro, no es sólo esta industria en pañales. Es buena parte de la economía del país.
De ahí que esos cambios políticos de Venezuela son, además de fastidiosos, un obstáculo para el acceso directo a unas reservas, las certificadas más grandes del mundo, que, tarde o temprano, se requerirán.
UN DESPROPÓSITO DE MÁS
Veinte años de un proceso en un país que busca, en esencia, algo similar a lo que llevó a Don Quijote a partir por los caminos de La Mancha hace cuatro siglos: “desfacer fuerzas y socorrer y acudir a los miserables.”
Materias elementales que quién sabe cuántas veces se les ocurrieron a las élites adecas y copeyanas, y que ni en una sola ocasión salieron a buscarlas por los 23 estados y demás dependencias federales, incluido el territorio insular del país, o, en sus narices, por los incontables cerros de la capital.
En Venezuela no funciona nada, todo se ha ido al traste, afirman quienes no pudieron seguir haciéndose más y más ricos, al menos no a costillas del petróleo ni de las cuantiosas riquezas minerales del país. Lo cual tampoco ponen en duda los gobiernos que representan los intereses de los saqueadores, pulcros mercachifles, partidarios corporativos.
Se ha querido hacer más de lo hecho, sin duda, pero también es indudable que se ha hecho más de lo que habrían llevado a cabo quienes no tenían la intención de hacer nada por nadie.
Quienes en casi medio siglo de poder, dejaron al 80% de la población sumida en la pobreza, una cuarta parte de ella en la indigencia. Para no hablar de ahí para atrás.
Es cómodo participar en el coro unánime de ciertas instancias contra el gobierno del presidente Nicolás Maduro. Es fácil hacer notar la voz de flauta entre las de saxos rotos de los países cantores de la Organización de los Estados Americanos (OEA), en buena hora abandonada por Venezuela.
O entre los megalómanos del Grupo de Lima, que no es un grupo, sino un club, y que sirve, como cualquier club de señores bien, para especular con los negocios y mentirse entre los amigos.
No importa lo que allí se diga, será escuchado. No afecta que se recurra a maledicencias y patrañas, serán atendidas. Carece de relevancia si un hampón promulga las soflamas, serán fiables y pregonadas.
Se nota en ese Club, que tampoco es de Lima, sino de Bogotá, a Julio Borges, acusado por el Tribunal Supremo de Justicia de Venezuela de ser uno de los autores intelectuales del intento de magnicidio contra el presidente Maduro en agosto de 2018 y uno de los opositores más proclives a las soluciones militares, sea la invasión directa o la guerra civil. Un matón de etiqueta y levita, de esos que son tan apreciados por Bogotá.
El Club de Lima es la liga del desafuero que recurrió a la creación de otra tertulia con el fin exclusivo de excluir a un país, Venezuela: un organismo, espero que por causticidad y no por estupidez, nombrado con una palabra que designa todo lo contrario de lo que hará: PROSUR, perro de caza sin olfato, hiena sin dientes. Otro grupo sin lima: ni alisa metales ni desgasta presidentes.
PERDER ES PERDER
Los opositores venezolanos llevan dos décadas probándolo todo: golpes de estado, desestabilizaciones, infiltración de marchas, operaciones de sabotaje, manipulación financiera, detrimentos económicos, guerra mediática, arremetidas cibernéticas, intentos de magnicidio, contrata de sicarios, pactos con terroristas, importación de paramilitares, asesinatos selectivos, proyección de invasiones y otras intervenciones. Detrás de esas modalidades dispares, los Estados Unidos mueven los hilos.
De fracaso en fracaso, la oposición está dispuesta a apostarle a la destrucción del país con tal de derrocar al gobierno del presidente Nicolás Maduro y de asaltar el poder. Adentro, el cerco a Miraflores. Afuera, el asedio al país.
Los líderes, en meses recientes, elevaron las expectativas a niveles inéditos, y, no obstante, el gobierno legítimo continúa al mando. Se desaguó el ímpetu inicial de Juan Guaidó, el títere bullanguero: despedazada la cruceta, rotos los hilos, burlados los titiriteros.
La ayuda humanitaria no entró (ni por tierra ni por aire, ni por mar); las fuerzas militares no se aventaron por el voladero de las falsas promesas y el apoyo internacional de 54 países (por cohesión, por oportunismo, por réditos) no ayudó,
El Gobierno de los Estados Unidos y los opositores apostaron por los escenarios apresurados y menos factibles, y luego del farol (blofeo, aunque no le guste a los señores de la RAE) se quedaron con una única carta bajo la manga, ese seis de espadas de la baraja española, esa carta azarosa e indeseada: la invasión militar al país, un agujero negro y denso como el petróleo en la mira.
Con suerte, buena estrategia y suficiente ayuda tecnológica, los cinco mil marines de la libreta de notas de John Bolton, la divulgada en cuidadoso descuido, podrían tomarse el Jardín Botánico de Caracas en un santiamén, es probable, pero con hartas dificultades lo retendrían y controlarían más allá de las primeras semanas.
Nada de eso, obviamente, es bueno. Por donde se mire, el pueblo venezolano, chavista o no chavista, con Maduro o Guaidó, pobre y pudiente, no tiene manera de salir bien librado. A excepción, desde luego, de los vendidos y sus cabecillas en reventa. Y de los solícitos contratistas de la reconstrucción, que no serían los maestros de obra locales o de Barranquilla. La posterior cronología se conoce.
LA GUERRA CIVIL
Es difícil aceptar que sea posible una guerra civil en Venezuela. Así lo pienso desde que, hace muchos años, atestigüé una acalorada discusión entre dos conductores de camión (autobús) en pleno centro de Caracas.
A causa de alguna nimiedad ambos descendieron de los vehículos, se lanzaron hirientes improperios, alzaron los puños a lo alto, desabotonaron las camisas sudadas por la tarde a pleno sol.
Hasta que cambió la luz roja del semáforo. Entonces, cada cual regresó a su respectivo vehículo y ambos emprendieron la ruta calle arriba y sin afanes, como si no hubiera sucedido nada. En la vecina Colombia, por la palabra a destiempo o la mirada medio torva, uno de ellos quedaría sin vida. O los dos.
Venezuela es un pueblo de paz. A los naturales de hoy en día les debe quedar la suficiente valentía de la que hicieron ostentación en los lejanos tiempos de Bolívar, cuando lucharon por la libertad de su patria y la del vecindario, y seguramente volverán a exhibirla con igual denuedo en el caso de una agresión externa.
Mas no es fácil imaginar a los venezolanos yéndose a las armas entre ellos, y con la bestialidad y persistencia que entraña una guerra civil sin espacio ni tiempo, sin tregua ni compasiones, como las que están acostumbrados a infligir y padecer los vecinos colombianos, en una sucesión inclemente de muertos y conflictos, donde las generaciones creen que evolucionan los motivos, los sentidos y los bandos cuando apenas cambian los alias y uno que otro epíteto.
Lo que ocurre es que aquí hablamos de una guerra civil alimentada desde afuera, la brasa atizada por vientos foráneos; la conflagración azuzada por intereses insaciables y ajenos junto a unos cuantos lugareños que actúan de intrusos.
Y un solo origen: los Estados Unidos, tan parecidos, también, en los desesperos imperiales a la España de hace cinco siglos, aunque con pequeñas diferencias determinantes: España se forjaba como imperio, Estados Unidos es uno en la rodada.
Mientras que España tenía a Carlos I (V del Sacro Imperio Romano Germánico), un rey con una idea imperial, quizás, “más metafórica que efectiva” (Ortega, 2018), los Estados Unidos no sobrepasan la vista maligna y nublada de unos dirigentes caricaturescos.
España tuvo a Felipe II, por algo conocido como “el Prudente”, en tanto que los Estados Unidos tienen que arreglárselas con un mandatario bastante imprudente.