por Luis Goytisolo
En La feria de las vanidades,Thackeray, con el humor que le caracteriza, relata la desbandada que en los familiares de la oficialidad británica asentados en Bruselas provocó el rumor de que Napoleón había derrotado a Wellington en los preliminares de Waterloo; de no poder hacerse con un carruaje, a uña de caballo. Sólo cuando los rumores se vieron disipados por las noticias de lo que realmente había sucedido volvió a sus cauces la vida cotidiana tanto a un lado como al otro del Canal. Una batalla que supuso un cambio en la Historia, no ya de Francia, sino de toda Europa.
De hecho, la incertidumbre ante este tipo de situaciones había sido la norma hasta entonces en el mundo entero: las noticias llegaban a caballo o en velero. Las cosas sólo empezaron a cambiar algunos años después de Waterloo, en el curso del siglo XIX. El lenguaje propio del telégrafo, el alfabeto morse, el teléfono, la radio, fueron transformando el panorama no sólo en relación a la noticia sino también al propio desarrollo de la guerra. Y, de inmediato, haciendo posible la aparición de algo estrechamente asociado al enfrentamiento bélico propiamente dicho: la propaganda, la manipulación de la noticia al servicio de cada una de las partes.
En los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial llegó a parecer que todo iba a cambiar. Organizaciones como Naciones Unidas, Organización Mundial para la Salud, la UNESCO, las reformas sociales, la paz por encima de todo… Había guerras lejanas y regímenes represivos, pero todo eso parecía estar ya camino de extinguirse. Paralelamente, la información y la comunicación no cesaban de extenderse en rapidez y amplitud, de aproximarlo todo a todos. Fue a partir del cambio de milenio, tomando como hito o punto de partida el atentado de las Torres Gemelas —que recuerdo haber visto en directo, vía TV, comentado por Ana Blanco si mal no recuerdo— cuando aquel panorama apacible inició una brusca transformación. Un atentado en el que ya figuraban dos de los principales factores del cambio: la proximidad de Wall Street, epicentro del mundo de los negocios, y la proclamación, como fenómeno ubicuo, del radicalismo islámico. A partir de entonces, el protagonismo de Wall Street y de ese radicalismo, junto con la posibilidad de recibir información inmediata de todo sin necesidad de salir de casa, merced a las diversas pantallas de uso cotidiano, no ha cesado de incrementarse.
Paralelamente, las perspectivas de paz y prosperidad, de ese mundo más feliz programado décadas atrás, se esfumaron de pronto. Y el escenario inicialmente elegido, las tierras de Afganistán, no tardó en extenderse a la totalidad del ámbito islámico. Occidente había intervenido ya en diferentes ocasiones en varios países del área —el Egipto de Nasser, el Irán del Sha de Persia, el Irak de Sadam Hussein— siempre con resultados a la larga contraproducentes: se agredía a un régimen más o menos totalitario pero más o menos laico, al tiempo que se allanaba el camino a un islamismo radical. Pero tales hechos, aislados el uno del otro y producidos a lo largo de varias décadas, dieron paso a una súbita proliferación de revueltas que en mayor o menor medida han terminado afectando, país por país, al mundo musulmán en su conjunto.
Siria era más bien una dictablanda, donde las mujeres podían elegir llevar o no llevar velo
Lo más llamativo es que semejantes hechos fueron inicialmente celebrados en el ámbito mediático como una primavera. Para empezar, Túnez: un país que cuando lo visité, no hace tantos años, producía una impresión similar a la de determinados centros turísticos de la otra orilla del Mediterráneo y donde era posible ver, por ejemplo, a una mujer policía dirigiendo la circulación, sus negros cabellos asomando bajo la gorra. O Egipto, lugar de gente especialmente amigable, donde los callos en la frente de tanto inclinarse hasta tocar el suelo durante el rezo representaban tan sólo a una minoría. Incluso Libia, regida sin duda por un dictador con veleidades terroristas que ya le habían acarreado los bombardeos del Golfo de Sirte a modo de castigo, pero sin forzarle a dejar el poder, un acierto —probablemente interesado— del presidente norteamericano. Y es que la Libia que yo conocí en los últimos años del gadafismo no dejaba de ser un país con una renta per cápita muy superior a la de cualquier otro país del Magreb; o donde un colegio de niñas como el que visité se diferenciaba poco de un colegio de niñas occidental. Caso similar al de Siria, más bien una dictablanda, donde las mujeres podían elegir libremente llevar o no llevar velo o entrar en un bar, y donde la población laica o de otras creencias no tenía especiales problemas.
Y de pronto aparecen esas diversas misteriosas milicias que, país por país, van sustituyendo el poder establecido por el caos y la destrucción, que en algunos casos —Siria, Libia— termina arrasando ciudades enteras. Sólo recientemente, en determinados lugares —Egipto, Túnez— la situación parece hallarse en vías de recomponerse.
Ahora bien: ¿dónde está el origen de semejante epidemia primaveral? Porque las convicciones individuales, por más que se vean alentadas por una prédica religiosa, no bastan. Una cosa son los sentimientos y creencias personales y otra la posibilidad de reaccionar como se ha reaccionado, de organizarse, de convertir al creyente en miembro de una milicia armada. ¿Dónde está la clave? ¿En el negocio de las armas? Mucho se ha dicho y escrito acerca de eso, de los intereses personales de los ensalzadores de tales movimientos, de su vinculación con la industria armamentística; eso está claro. Pero alguien tiene que aportar el dinero para pagar esas armas, lo que sitúa el problema en un nivel superior, a caballo de los intereses políticos y de los económicos. Semejante situación no deja de crear contradicciones, como la de que determinados estados se encuentren apoyando al mismo tiempo a los dos bandos enfrentados al mismo tiempo. Tal es el caso de Qatar, por ejemplo, o de Arabia Saudí o de la Turquía de Erdogan en su deriva fundamentalista. Y son ya varios los países occidentales que han terminado por verse abocados a similares contradicciones, no forzosamente negativas desde el punto de vista del mundo de los negocios.Gracias a las actuales técnicas, el despliegue informativo que nos llega —instrumento esencial en estos conflictos a la vez que negocio complementario— suele ser tan apabullante como de dudoso crédito no menos respecto a la noticia en sí que a las imágenes que la ilustran: casas destruidas, muertos y más muertos, milicianos disparando desde una ventana mientras un compañero habla tranquilamente por el móvil… Y es que, ¿cómo distinguir una casa en ruinas de otra, cómo saber dónde se encuentra realmente el hombre que está disparando? Porque ese carácter instantáneo de la información es perfectamente compatible con un elemental montaje de imágenes ubicables en un escenario que nada tiene que ver con lo redactado a pie de foto.
La súbita aparición del Estado Islámico es particularmente ilustrativa. Por un lado, en lo que se refiere a la oscuridad de sus orígenes. Por otro, en relación al elemento clave de cuanto sucede más allá de todo radicalismo, esto es, el petróleo. Algo que enfrenta a unos países productores con otros y a unos consumidores con otros, de forma más intensa y contradictoria que nunca. De ahí que esas milicias armadas que extienden tan vertiginosamente su poder hayan situado el epicentro de su actividad en Mosul, capital del Kurdistán iraquí, una de las principales zonas petrolíferas del país. Un petróleo que constituye su principal y más segura fuente de financiación, lo que explica que entre combates, destrucción y ejecuciones masivas, el preciado líquido siga manando como si tal cosa. Ahora bien: ¿quién compra ese petróleo? Misterio. Un misterio que nadie parece tener especial empeño en esclarecer. Pudimos ver como quien dice en directo la ejecución de Bin Laden. Pero los avatares de ese petróleo que mana del Kurdistán sigue siendo un misterio.
Waterloo, Bruselas, el Canal, son lugares próximos unos de otros y las incertidumbres en aquellos tiempos eran de corta duración; noticias relativas a hechos similares ocurridos por aquel entonces en el Kurdistán sin duda hubieran tardado semanas en llegar. Hoy, las recibimos mientras suceden. Pero la newsshop, esa fotoshop aplicada a las noticias, difumina el hecho de que, una vez más, se está sustituyendo lo malo por lo peor.
Luis Goytisolo es escritor.
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